¿He de invocar
la cópula
de sol y lava
en que nos vio
con desigual voluntad
la luz
aquella
que otros piden?
(De Doce 29 poemas)
Reconozco esta playa
en el mismo rincón que el tiempo ha vuelto irrespirable
donde nadie vuelve de un verano para otro
si no es con la mirada dilatada a golpe de paciencia
cruzando las heridas de salitre
reconozco y saludo a la marea que baja
ella sola arrastrando compañía que no pienso
Taquí consigo no pensar en nada
fue una país de descanso el año aquel
en que la comunión del sol llegaba a saludarme
junio julio agosto y pocos días de septiembre
tal recuerdo tiene orillas aquí mismo
reconozco y saludo a la sombra del muro
que me separa el sol del rito de las horas
qué iguales se repiten
qué pausadamente se besan las larvas de una especie inmortal
vecina del lagarto
híbrida del olvido de todo
escamosa y llameante
igual que me duele
la ansiedad hermética de esta arena que beso
como animal hociqueando desperdicios
no me reconozco a mí mismo en esta playa
fue un país de descanso ahora es nada da
igual saludar o no a la marea que se repite
(De Manual de supervivencia)
Sobre hierba seca pernoctan
las hormigas gigantes
su falsa relación
placer-pecado
se resuelve
en una parodia
lenta
totalizadora
de la vida
comunal
(De Parches)
BALADA DE CALIBÁN EN LA REPÚBLICA BANANERA
this is no fish, but an islander,
that hath lately suffered by a thunderbolt
William Shakespeare, La Tempestad
(Trínculo. Acto IIº)
1
esta isla me pertenece por mi madre
y tú me la has robado
cuando viniste por primera vez
me halagaste con cascabeles
y cristalitos de colores
sedas espejos y ungüentos
curativos pomos de magia
que tornasen mis escamas
en lisa piel humana
promesas de delicias que asumí
hasta corromperme
sin llegar a advertirlo
con su halago penetré el conocimiento
supe de la gran luz que aclara el día
y la pequeña luz mudable que ilumina
la noche
por sus nombres
auténticos
latinos
entonces yo te amé como el señor
que en asuntos de fe y ciencia me
mostraban inéditos tesoros
y a cambio te rendí
las pobres prendas que guardaba
en escondidos agujeros de mi cueva
y lo que más preciabas:
las propiedades todas
de la isla
te hice conocer
(Fragmento. De Flexiones, travesía)
(III JABLE)
qué impregnación
de frutas en las ventanas
para acabar
de rodillas
con vino y escarcha
cabe algún sosiego
tras tanto
historial
hecho
ceniza
escoria cordada
y olivina export-import
es el postre un
juego relajante
sable de azúcar
cande
con
carbón
geodésico
de mango
a fino brillo
diamantino
negro
sobre
blanc
o viceversa:
(De Jardines insulares. Poesía reunida II)
YO EL MESTURADO
0.
yo el mesturado
de euforia y desaliento
en plenas facultades
de vate somático
o bastante estimulado
-también acaso por
el pánico de querer
sobrevivirme a la
terrena contigencia-
me tengo ya pensado
cómo han de repartirse
las tres dimensiones
de mi cuerpo dando
por bien empleadas sus
más inspiradas pertenencias
abiertas en canal
de pública escritura
como testo y rubrico
aquí y ahora
diciembre
de este
año antesabático
de toda carencia
del siglo veinte
del milenio actual
1.
mi espalda ofrezco
al áfrica cercana
sabiendo incontinente
que va a ser rascada
por el sedante ritmo
de las grietas de tassili
n’aj jer que sabias
manos llenaron
de gestos
de colores
mi bajo vientre
ofrezco al sibirique
de las Antillas mayores
y menores —bien
chévere compay—
medio pariente
de la carnal sandunga
el sirinoque
que canturrea
una sirena isleña
sobre papel
pautado recortable
la vesícula biliar
entrego a las perdidas
brumas borondianas
hasta poder inaugurar
la tierna savia
brotada del exceso
en cósmica medida
(Fragmento. Cuaderno de Ossorio I. Poesía reunida II)
En cambio, la historia de Johnny Socas Malé —otro apéndice del tronco avuncular de los Socas de Camajuaní— con llevar bordada en el ojal la afinidad onomástica del origen común, nada tiene de común apariencia con la de otros miembros enfrentados a los enigmas de su estirpe; porque también aquí las apariencias engañas y cualquier similitud de apellido con el género y materia de sus desdichas pueda tomarse como avatar terreno de aquella fuerza verde y filosa que los dominaba. Criollo hispano entre sajones, su aventura es la de haber resistido la presión interna de su sangre tumultuosa y la opresión con la que exteriormente lo cercaba la sociedad en la que decidió vivir, escenario de sus luchas y fracasos.
Lejano estaba él a cualquier recuerdo del Masapez nativo que nadie de la rama paterna había podido transmitirle en su infancia cubana. Obligado también a la redención de su genealogía, vivirá este hombre una peripecia bastante singular de la que no podemos resistirnos a dejar puntual constancia, aunque no podamos juzgarla enteramente verosímil, porque hay siempre un lado oculto en el hombre más conocido que la soledad devora, minando rasgos de gallardía y lucidez que eran evidentes hasta hacer de él un individuo irreconocible.
Era este Johnny hijo de Eutimio Socas y de Aquilina Malé, una mulata clara maestra de escuela que daba sus clases en Rancho Ramada y bohíos cercanos. Pocos años después de los desposorios, Eutimio no recordaba si había conocido a Lina en aquel babalao de Caibarién donde había parado con varios amigos de ascendencia isleña, de paso hacia Palmira, donde estaba destacado su regimiento. O si ocurrió el encuentro en el carnaval de Trinidad, cuando él era uno de tantos macheteros de caña a jornal que alquilaban sus brazos al mejor postor y la licencia del festejo hizo que conociera a más de una mujer que valiera la pena retener, no importando mucho su color y condición, pero alegrándose en el fondo de que fuera tan clara y maestrita por demás…
—Lo más seguro es que me confundiera con otra más prietica que se había cruzado él en
Caibarién…— llegó a decirle al muchacho su madre en razonada disculpa.
Era Johnny a su vez nieto de Socas el Viejo y de una prieta de Camajuaní, Ana Caridad Cundá, su queridísima abuela paterna, a la que Socas tuvo de consentida los primeros años hasta verse obligado a desposarla por poderes, mintiendo sobre su estado legal en el Masapez de Tamarán. Residía él entonces en Tocuyo, cabe la frontera guayanesa […]
De Ana Cachita Cundá escucharía muchas cosas bellas e intangibles: de los labios de aquella anciana nativa de Sagua La Grande aprendió Johnny todo lo que cabía retener a sus pocos años sobre mitología yoruba, así como sobre el difícil arte de liar cigarros puros. Pues sobre aquellas leyendas y estos pases de hoja entre sus dedos iban encaminadas las conversaciones que con él tenían siguiendo la práctica de tales historias y crujidos de hoja de la abuela Misiana Cachita en el pequeño bohío que le servía de taller, secadero y santuario santero en la Vega Estrada. Con ella aprendió Johnny —aunque sin mucho convencimiento— a discernir cuáles eran los heroicos atributos de Changó que habría de tener presentes con sus símbolos comestibles en los platillos que era colocados sobre las repisita del altar santero; su retina fijó los colores y los olores emblemáticos de Yemayá, los poderes transformistas de Obatalá, el toque preciso de tambor para llamar al paternal Babalú Ayé, que tantas tardes escuchara entre la enramada y que memorizaba sin apenas sentirlo siguiendo la cantinela con sus labios mudos como para no romper el sortilegio den aquellas voces en su cerebro, cosa que hacía mientras que los demás de la casa hacían la siesta, prefiriendo el ritmo suplicatorio de aquella melodía espiada a otros cantos y llames que la abuela le identificaba como siendo para Obba, Inlé y los demás benéficos orishas. […]
Luego, en los años descoyuntados de Jimmy Carter y toda aquella bazofia de lobbies del tabaco y el maní que lo sostuvieron en la Casa Blanca, se le ve abrir con dos socios hispanos como él el viejo estanco La Primadora. Parecía muy bien situado al paso peatonal en Columbus Circus y era sin ninguna duda uno de los establecimientos más acreditados de New York en vender auténticos habanos de la Vuelta Abajo, cosa que hacía la clientela antes de irse a los teatros del viejo Broadway y a nombrados restaurantes. Ayudado por su crédito curricular de fajador y algunos avales de amigos influyentes en Nassau, Miami, Key West no le fue difícil conseguir un préstamo bancario blando con el fin de comprarle sus partes respectivas a los antiguos propietarios del comptoir, que eran Jake Steinfield y Lew Goldblum, aquellos judíos simpáticos muy capaces de sacar dinero de debajo de las piedras y que verían su salvación posterior en los mataderos de reses recientemente instalados en New Jersey, pues resultaron además convencidos abolicionistas del sublime vicio tabaquista. Y quienes —por cierto— vieron abrirse los cielos al cerrar trato de traspaso de la propiedad a aquellos tres locos morenos que siguiendo una oscura vindicación de casta veguera iban a continuar alquitranando los pulmones de tantos ciudadanos, turnándose desde entonces personalmente en el mostrador de La Primadora, establecimiento que ellos consiguieron acreditar desde que lo recibieron, mortecino y banal kiosco de las manos de Guezala y Sciapparelli, sus anteriores dueños.
Vivía Johnny con su eterna novia Jill O’Malley, una pecosa mujer blanca, anglosajona y protestante por rebeldía hacia su familia católica irlandesa, con quien llegó a entenderse muy bien en la convivencia diaria, muy por encima su amor de los dimes y diretes que suscitaba una pareja interracial. Jill, que le dio un pequeño Socas O’Malley —Ricardo de nombre—, siguiendo el apadrinamiento onomástico de su compadre portorriqueño. Los años siguientes de su vida en el último cuarto de siglo ven la decadencia económica de Johnny, paralela a la del sector tabaquero: justamente cuando el tabaco pierde en USA su puesto entre los hábitos sociales, se decretó la desaparición progresiva de su uso, cundió la restricción férrea de su consumo en áreas públicas y —estaba claro— dejando los peores horarios de los medios de transporte de uso general a los empedernidos fumadores como medida disuasoria. Johnny fumaba raramente, pero le ofendía de modo personal que cundiera la abolición de manera tan radical y que las labores light inundaran el mercado con el empuje de una moda sofisticada para el ecologismo de moda, todo lo cual no terminaba de comprender.
Son años en los que Jill, harta de pasarse el día en casa viendo televisión y de entretener sus ocios comprando inutilidades por catálogo postal, se ha escapado con un guapo poderoso de las anfetaminas en gran escala, Ruby Fallon. El propio Johnny, acosado por las deudas, había dejado su cómodo apartamento en Turtle Bay, donde todo le recordaba a ella, y compartía con su hijo Richi un tugurio con nombre de estudio en el East Side de Brooklyn más gastado por la depresión.
(De Cuchillo criollo)