DEL LIBRO EN TENERIFE, UNA POETISA. VICTORINA BRIDOUX. 1835-1862
Mr. Charles Honoré Bridoux y Lefébre era un francés nada menos que de París. El 9 de abril de 1835 nació su hija Victorina, pero a los pocos años Mr. Charles Bridoux marcha a Valparaíso por cuestiones de negocios y emprende a su vez, allá, el gran viaje que no tiene vuelta. Victorina y su madre vienen a Cádiz, tierra natal de esta.
Doña Ángela Mazzini, de ascendencia italiana, es la madre de Victorina Bridoux, nuestra muy querida amiga. ¿Qué diremos nosotros de esta virtuosa y culta dama? ¿Hemos de ensalzar en ese encantador lenguaje periodístico del siglo XIX, las dotes de esa señora madre?
Suponemos que los lectores habrán tenido ocasión de leer un discurso del siglo XIX. El encumbramiento de las ideas liberales de aquella época, las continuas luchas parlamentarias y políticas, el amor a la libertad y el odio a la tiranía despertó una vocación, un amor apasionado por el gran arte de la oratoria. Recordemos que Argüelles era llamado «el divino»; recordemos la fila enorme de ilustres hombres públicos que gozaban de un «pico de oro»; recordemos la gigante, grandilocuente, figura de don Emilio Castelar… ¡Divina oratoria del siglo XIX! Los artículos de periódicos eran discursos; las cartas que se escribían eran discursos; las conversaciones más vulgares eran discursos; los libros de don Marcelino Menéndez Pelayo, ¿no están escritos en el más solemne y florido estilo oratorio?
¿Qué decían aquellas cartas, artículos, libros, discursos del siglo XIX? Palabras, palabras, palabras. Nos ha venido sin querer, más aún, rehuyéndola, la famosa cita de Hamlet. Divinas, exaltadas, bellísimas palabras cinceladas, pulidísimas por aquellos ilustres varones. ¿Qué importa el que nunca nos hayamos enterado de lo que querían decir tantas palabras artísticamente enlazadas? ¿No hablaba don Emilio del Gólgota, del Dios del Sinaí y del Cristo del Calvario? ¿No escribía don Marcelino de la «pintura de caracteres» y del «misterio del fondo y de la forma»? ¿Para qué hemos de exigir más?
Hemos leído un prólogo a las obras poéticas de esta malograda poetisa que nos ocupa, debido a la pluma de don José Manuel Romero y Quevedo, natural de Las Palmas, poeta de la generación que se agrupó en la revista El Porvenir de Canarias y autor dramático, y además conocemos un Juicio crítico imparcial debido a la pluma de don Bartolomé Martínez de Escobar. ¡Oh, Dios, estos juicios críticos del siglo XIX que la mayoría de las veces ni son juicios, ni críticos, ni cosa alguna semejante, sino exaltadísimas palabras, cuyo sentido desconocemos y que nos impresiona[n] gratamente por lo desatinadas, por lo atropelladas, por lo retóricas y disparatadas que resultan! ¡Divinas palabras del siglo XIX! […]
DEL LIBRO OTRA VEZ…
Capítulo II
¿Era el pueblo –o la ciudad– un lugar clásico o un lugar romántico? Algunos periodistas intelectuales se habían empeñado en catalogar la ciudad de romántica, por el hecho de que la llovizna invernal la hacía gris y nebulosa; luego, en los días de verano, cuando sus anchas calles muestran espléndidas cintas de luz y de azul intenso, pensaban en lo clásico, como si lo romántico y lo clásico tuvieran que ver en serio con las estaciones… Unos decían que esta ciudad colonial, fundada a fines del siglo XV, se parecía a ciudades castellanas; los demás hablaban en sentido opuesto; quién pensaba en una posible semejanza con Salamanca, esa ciudad donde se ha resuelto el gran problema de la Edad Media de convertir la piedra en oro… Cada cual hablaba de ella según sus gustos, ideas o evocaciones. Un ilustre español había dicho que tenía un “aire de rigodón monástico”.
¿Qué era y a quién se parecía esta ciudad colonial?
Contaba, por de pronto, con unas calles anchas, espaciosas, llanas. En las claras noches de luna, desde las ventanas, con muy pocas celosías, por cierto, estas calles que, a veces, parecían tener alma, devolvían lejanos los pasos de un transeúnte tardío y solitario; de todas estas calles, las grandes arterias que iban de sur a norte, tenían un perfil y una figura; la una era bulliciosa, estrecha, nerviosa, la más desigual en nivel: era la calle comercial de la ciudad, la calle de los forasteros; su paralela, en cambio, era la gran vía, la más elegante y ceremoniosa de las calles, donde todas las tardes, antes de la cena, la juventud veía venir la noche y dejaba en las aceras las suelas de los zapatos. Muchas ilusiones cuajaron en ella o murieron. La tercera de las tres principales era la más solitaria y fría: la calle de los caserones cerrados y solitarios, de los edificios académicos; la calle de los blasones agrietados por el tiempo y la melancolía. […]
DEL LIBRO PULSO DEL TIEMPO
«Aleixandre en la Academia»
A las siete de la tarde del domingo, 22 de enero de 1950, no había un solo asiento sin ocupar en el salón de la Real Academia Española. Ni en la planta baja, ni en la galería alta cabía ya «un alfiler». En los pasillos, apiñados, los poetas y poetitas jóvenes aguardaban la entrada de Aleixandre, que iba a leer su discurso de ingreso. Damas elegantes, sombreros de aguda y solitaria pluma, manos de uñas de ave, con estudiado ademán, revoloteaban entre alguna barba «existencialista» de galán. El amplio y elegante recinto, subrayado por el dominio de los terciopelos rojos, ofrecía el aire estremecido de las solemnidades. Detrás de mí, y también de pie, un caballero satisfacía la curiosidad de su esposa: «aquel es García Gómez, el de la derecha es Gerardo, el que entra ahora es Walter Starkie…».
-¡Pero, mujer, quién va a ser sino el Obispo de Madrid-Alcalá!…
Uno tras otro los señores académicos ocuparon sus asientos, y, preciso es confesarlo, no obstante su seriedad personal y el valor intelectual de casi todos, su entrada sirvió a los ojos de la mayoría curiosa como un número espectacular y divertido, semejante al de la salida de actores conocidos a las candilejas. Bien cortados y elegantes chaqués y alguna americana –recuerdo la del marqués de Luca de Tena, la de Fernández Flórez y la de García Sanchiz– llevaban los académicos. La venerable e ilustre figura de Menéndez Pidal –gran Cid de lo cidiano, como dijo Salinas– presidió la solemnidad, y todo el recelo de inmovilidad, de vetustez y de momia que en algunos revolucionarios despierta la palabra Academia se ve con seguridad disipado, cuando al frente de la Corporación está el nombre de Menéndez Pidal y nutrido número de figuras, entre las que se encuentran un D´Ors, Marañón, Casares, o los jóvenes de las generaciones de vanguardia, que llegan a la cincuentena ya, como Gerardo Diego, García Gómez, Cossío, Dámaso Alonso, etc., a los que acaba de unirse Vicente Aleixandre. […]
DEL LIBRO LA CIUDAD Y SUS HABITANTES
«Chopin, cuenta corriente. De Zelazowa Wola a Valdemosa»
Hará cosa de un mes estuve en Zelazowa Wola, un pueblecito a 53 kilómetros de Varsovia, villa natal de Federico Chopin (1810-1849), como todos los entusiastas del «poeta del piano» saben. El padre del músico, un francés de Lorena, Nicolás Chopin, fue preceptor de los hijos de la condesa Skarbek y vivió en la bella propiedad que esta señora poseyó en medio de un jardín tan hermoso como los que en Varsovia y sus alrededores he visto. La evocadora residencia de Zelazowa Wola está destinada a los recuerdos del gran músico, que nació en aquella casa y dedicó a la condesa Victoria Skarbek una Polonesa, cuando sólo tenía ocho años. Zelazowa Wola fue incendiada en 1917, en la primera guerra mundial, al cruzar las trincheras rusas el jardín; reedificada después, fue nuevamente destruida cuando los alemanes invadieron el país en 1939. Lo que hoy vemos, pues, de la casa natal de Chopin es una reconstrucción doble, felizmente ambientada con recuerdos del artista; no falta el disco musical con las notas más evocadoras de su repertorio, e incluso una cálida voz que, en español, si el visitante lo es o lo habla, describe lo que cada estancia guarda, en relación con tan breve y fecunda vida como fue la de Federico Chopin.
Los polacos profesan culto a su músico más importante, casi tanto como los rusos al poeta Pushkin. En los jardines umbrosos, a la inglesa, de Zelazowa Wola, hay un monumento al músico; otro, famoso, es el del parque Lazienkowski de Varsovia, en el que figura Chopin bajo una enorme águila que alza con el pico la capa del artista; erigido ese monumento en 1926 fue deshecho por los nazis y reconstruido, como casi toda la ciudad, después de la segunda guerra mundial. El alto mando odiaba la música y el recuerdo de Chopin. […]
DEL LIBRO LA LUZ LLEGA DEL ESTE
«Los nombres de las Islas»
Desde los tiempos de Viera y Clavijo, los canarios aprendimos a saber quién era el rey Juba (Noticias, 1, 15) y la expedición que ordenó hacer a las Islas Afortunadas. Según el texto recogido por el naturalista Plinio (24-79), en su Historia Natural, VI, ya consta su número, nombre y particularidades de algunas. Álvarez Delgado en su estudio sobre «Las Islas Afortunadas en Plinio», en Revista de Historia, 1945, nos informa sobre Juba y el texto de Plinio, que traduce. En el hermoso libro de Antonio Cabrera Perera, Las Islas Canarias en el Mundo Clásico, 1988 […], figura, entre otros, el texto de Plinio traducido, así que el lector puede consultarlo sin dificultad.
Está claro que la obra hecha por Juba, hombre de grandes conocimientos literarios y artísticos, inserto en la cultura romana, se perdió y que Plinio sólo nos da una referencia de la misma. Los nombres de las Islas, que el lector puede leer en el trabajo de Álvarez y en la obra de Cabrera Perera, son todos latinos o su traducción del griego, pues la isla llamada por Ptolomeo, que vive en el siglo II, Heras, lo traduce Plinio por Junonia. Heras o Hera, en griego, es la misma diosa que llaman los romanos Juno, como bien dice Cabrera Perera; así que estos nombres son, en todo caso, dados desde fuera por gente de cultura clásica, viajeros que copian mal los nombres y que se leen unos a otros y alguno cuenta, como Pomponio Mela, del siglo I, en su Chorographia, la gran maravilla disparatada que reproduce Cabrera Perera en la página 66 de su obra: «Hay una isla extraordinaria notable por dos fuentes dotadas de una propiedad singular: las aguas de una fuente dan a los que beben una risa que acaba con la muerte y el único remedio para ello es beber el agua de la otra».
Pero tal disparate posee una base real y es Torriani, el culto ingeniero italiano, quien nos da la pista; al referirse el autor de la Descripción de las Islas Canarias a las aguas de La Palma dice que hay en ella dos fuentes: una «tiene agua buena para beber, y la otra tiene verdosa, amarga y nociva, por cuya razón se cree que estas son las que menciona Petrarca, cuando escribe, imitando a Solino». Efectivamente, Solino, autor del siglo IV, en su Colección de cosas memorables, compendio de informaciones geográficas, procedentes de Plinio y Pomponio Mela, muy leído en la Edad Media, debió ser el vehículo que permitió a Petrarca (1304-1374) escribir poéticamente que en las islas de la Fortuna «due fonti ha: chi dell una / bee, mor ridendo; e chi dell´altra, scampa» (el que bebe de una, muere riendo; / el que de la otra, se salva (Torriani, edición Cioranescu, p. 222). Abreu Galindo, que no es tan culto lector como [sic] Torriani, pero que intenta averiguar lo más que puede sobre las Islas, nos informa que en La Palma, en la banda del sur, hay una fuente a la orilla del mar, a la que los naturales en su lengua llamaban Tagragito, o sea agua caliente y los cristianos, Fuencaliente; y otra fuente que los antiguos llamaban Tebexcorade, o agua buena (Abreu, III, cap. II). Y esta es la realidad de las fuentes y la base para las fantasías de Pomponio Mela, pero ya en el siglo II algún marinero dio cuenta al mundo mediterráneo culto de entonces de la existencia de tales fuentes palmeras. […]