juan cruz

Textos escogidos

Del libro Crónica de la nada hecha pedazos

Monosílabos enigmáticos acabaron con todo. El mundo se había puesto de pie y más dura fue la caída del imperio romano. Nada nos esperaba en la mirada de los otros, los que subieron la pena hasta el extremo último de la montaña. La izquierda y la derecha de nuestros brazos, roces tímidos de sus pechos con tu frente, la vida cuadriculándolo todo, la isla envolviéndote como un imán, la subsistencia, aburrimiento, raudales de barranco destrozando —menos mal— las casas viejas, o rendirse para comenzar la nueva estrecha batalla.

¿Quién lanzó los últimos gritos de nuestra juventud?
¿Quién alimentó el verano tan solamente de sol?
¿Quién rompió los tímpanos con esa rosa roja lanzada al vacío?
¿Quién te secundó en todos los intentos?

Bromeó la nada con nosotros, bromeó la nada.
Nos metió los ojos en los ojos, nos sacó los dedos y lo despellejamos todo, lo destrozamos todo en memoria sutilmente suya. Nos metió los dedos en los ojos y ya no fue posible ver otro tipo de derrotas que las nuestras, las que se cocían dentro de los cuencos de nuestras propias manos vacías.

Nos hizo caso el aire, no hay que quejarse. Y nos reveló de la pasión muerta de andar descaminados. El aire ocupó todos nuestros puestos, y caminamos en definitiva como sonámbulos en el mundo, los conceptos a un lado, acompasados, al tiempo que las lágrimas, oh tremendo mentiroso blanco y solo.

Todo es un tiempo hacia la muerte. Y descubriste la indolencia, el escepticismo y la pequeña mentira sin culpa y sin pecado. ¿Para quién estará acabando en este momento la historia, qué habrá significado nada cuando todo es aire? Tiempo hacia la muerte, caminar, caminar, con la autodestrucción como pensamiento principal y —no te engañes— también como mentira. Cuando en el pecho si acaso habita la espera inútil de las manos llenas.

Se acaba todo apasionadamente nunca. Se acaba todo desde siempre. Ni una tachadura hace visible el mundo. Qué vergüenza da sentir por la mañana tristeza, el vientre sonoro y vacío, el vino, viejo recuerdo de noche recortada hasta el final, con la nada en el pecho, no te engañes. El sol viejo por la ventana que ya abandonaste, nuevo, renovado el suspiro que si espera algo importante espera el final. Levántate, levántate y anda con los pies en el suelo, en el suelo. ¿Para qué? Triste, tristemente y sin embargo el cielo cubriéndose nuevas rocas o quizá en el mar la belleza rostros y tú solo. No es esto. Objetos. Básculas, piedras y remolinos de sustos, el estómago hacia un lado, subiendo la escalera, el pecho duele al final, y los objetos, y un beso te llena la boca y te destroza o te libra de la nada, acaba y comienza, acaba y comienza todo, malditos cafés sin digerir, la mañana perdiéndote, desde la mañana tu historia, mi historia saltando como un balón roto. El teléfono, te oímos lanzar la última queja rubia, mientras la ola subía por tu cuerpo preciso, espera, espera.

 

Del libro El sueño de Oslo

La terraza que daba al mar nos traía siempre el mismo ruido. Esta casa está llena del ruido del mar, decía Badana cuando abría la puerta y miraba hacia la playa con los ojos secos de dormir tanto. Descalza, casi desnuda, saltaba la verja, traía el pan y sorbía lentamente un café negro y espeso que ella misma preparaba como una autómata.

—Eres una autómata —le dijo Julio.

—Es la única manera de hacer las cosas aburridas: como si formaran parte de tu cuerpo.

Su cuerpo no era aburrido, precisamente. Cubierto de agua, seco, quieto o en movimiento, era el cuerpo esbelto y sano de una chica de veinte años que hubiera dormido mucho a lo largo de su vida. Por eso se reía, porque había dormido mucho.

Sentada en la terraza, comiendo pan tostado y bebiendo lentamente una taza de café espeso, Badana era la metáfora de la dejadez. Nada parecía ser obligatorio en aquella atmósfera veraniega batida por el ruido del mar, animada por el salitre, inundada de la luz del sur.

Julio había llegado días antes, cargado de fotómetros, trípodes, harto del pasado, cansado de esperar sentado sobre una máquina de escribir la oportunidad de hacer la mejor foto del año.

—No me sale, disparo y no me sale nada.

—No te preocupes —le dijo Badana—. Eso nos pasa a todos: disparas y no te sale nada.

—Vallejo lo dijo más bonito —afirmé yo—. Dijo que se ponía a escribir y le salía espuma.

Harto del pasado, Julio se había hecho fotógrafo por culpa del mar. Todas sus fotografías elevaban la referencia al mar a metáfora de la soledad, a la explicación del vacío.

Siempre había algún rincón de sus fotos en el que un leve atisbo de agua daba a las placas la perspectiva que solo puede dar el mar al retrato de las cosas quietas.

Durante una larga depresión, alquiló este apartamento, lo amuebló de manera que mirara al mar y se dedicó justamente a mirar. Todos sus días estaban dominados por la misma obsesión: mirar al mar. La mirada sobre el océano mientras duraba el sol, la mirada sobre el horizonte por el que se escapa el sol, la mirada sobre el mar de la noche, estrellado, lleno de las banderas de la luna, vacío como un inmenso ataúd sepultado en la larga noche de la nada. Julio miró al mar obsesivamente durante aquellos meses enormes y espesos, meses llenos del viejo sabor del vacío.

—Meses llenos de agua. Nunca te lo he contado detalladamente.

Badana le escuchaba en cuclillas, mirándole a sus ojos grises, de gato asustado que estuviera sentado sobre una máquina de escribir roja a la espera de la foto de su vida. En aquel momento tampoco estaba el paisaje propicio, así que el fotómetro siguió en su sitio y Badana, en cuclillas, le escuchaba mover las manos.

—¿Por qué mueves tanto las manos?

—Porque así mido lo que voy diciendo.

 

Del libro El territorio de la memoria

LA TIERRA. El olor de la tierra. Recuerdo la primera vez que lo sentí, a media mañana, en la puerta de mi casa. Después de largos periodos de convalecencia, mi madre me preparaba de nuevo para mezclarme con el mundo: me sacaba de la redoma de cristal en que convertía el cuarto en el que transcurrían aquellas larguísimas semanas, me vestía con la pulcritud que consideraba adecuada, me abrigaba para neutralizar cualquier nuevo riesgo y me llevaba a la puerta de la calle. Acababa de llover y la tierra —entonces era de tierra la calle de mi casa— llegó hasta mí como un olor penetrante, como una celebración humeante de la vida. Ese fue el primer olor de la tierra, la tierra propiamente dicha: circular, húmedo, tangible e inesperado. El primer olor del que guardo recuerdo.

DESCUBRIMIENTO. Aquellos largos periodos de convalecencia tenían un efecto muy singular sobre mi carácter y quizá también sobre el de mis padres y hermanos; tener un enfermo en casa, supongo ahora, exige explicaciones cotidianas: qué le ocurre, por qué está tanto tiempo en cama, ¿es incurable? Todas las preguntas relativas a la enfermedad y a los enfermos, en los pueblos y fuera de ellos, incluye cierto grado de morbosidad, así que las respuestas deben estar preparadas para afrontar ese tono y ello exige una fuerte disposición psicológica para contrarrestar la íntima repugnancia que se siente ante un enfermo pertinaz. Al enfermo, esa situación de indefensión permanente, de incertidumbre, le convierte en un objeto, en una caricatura de ser humano: atado a una cama, imposibilitado de ir y venir, ha de inventar allí un universo para seguir viviendo. La verdad es que poca gente creería que la cama termina siendo el lugar de una aventura, sobre todo para los enfermos adolescentes. En las horas en que se abandona, todo adquiere unos contornos nuevos, imperceptibles sin duda para los que habitualmente se hallan en el mundo de los sanos.

 

Del libro Una memoria de El País: 20 años de vida de una redacción

El primer ejemplar

Estaba fechado el 4 de mayo de 1976, y dos días más tarde me lo llevó a Londres Julián Martínez, que era corresponsal de Informaciones en la capital británica. Ese ejemplar debió de hacer un mal viaje, pues llegó roto por las puntas, deshecho, como releído. Pesaba poco, acaso no pesaba nada. ¿Y para esto tanto esfuerzo? Acostumbrados a los periódicos ingleses, fuertes y sólidos, amplios como sábanas, de letras de cuerpo altísimo, diarios consolidados como el país en que se hacían, El País se parecía a un esqueleto de periódico, y acaso también se parecía a España, un esqueleto de país, una nación aún grisácea que se recuperaba a duras penas del franquismo impertinente. Un país que había roto con la memoria y con la creatividad y que se había encerrado en sí mismo como si también hubiera querido quebrantar los mecanismos razonables según los cuales los pueblos progresan. Un país que despertaba de una larguísima guerra civil y de la muerte del dictador que condujo ese extensísimo periodo de miseria intelectual, de intolerancia.

La portada de El País era reflejo de ese país de nubarrones: a tres columnas, una información de Ramón Vilaró sobre la actitud europea hacia España, en virtud de la cual si no había partidos políticos no habría integración en la comunidad de las naciones de nuestro entorno. En dos columnas, disimuladas por una fotografía de José María de Areilza, la información de que el primer ministro de Asuntos Exteriores viajaría a Marruecos. Abajo, un editorial explosívo y orteguiano —«Ante la reforma»— a favor de la libertad plena de los partidos políticos, pidiendo la dimisión del presidente Arias Navarro, reclamando la instauración total de la democracia, explicando que para los españoles del posfranquismo no era satisfactorio aquel régimen de libertad bajo vigilancia. Una última noticia subrayaba aún más la procedencia de este diario español: el día anterior ETA había matado a un guardia civil en Euskadi. El repertorio, en efecto, no podía ser más nuestro. El periódico era una novedad absoluta, el diario más esperado del posfranquismo, un nuevo diseño en el mundo periodístico de entonces. Muchos lo dijeron luego: «Ahora no se entiende mucho cómo gustó tanto el diseño, cuando era un verdadero tocho».

 

Del libro La foto de los suecos

Siempre quise contarte qué había en la foto de los suecos.

En ella aparece toda mi familia, excepto mi hermana Candelaria. Estamos casi todos, pues: mis padres; mi madre sonríe como sonreía ella, feliz; muchas veces no sonreía, aunque procuraba que no la viéramos, pero en esta foto ríe, abiertamente feliz como un hermoso recuerdo; mi padre, que sostiene una libretita blanca, me parece, y mira de reojo, como si ya se estuviera yendo, lleva un sombrero de ala ancha, creo que era un sombrero de ala ancha, y mira a la cámara como lo hacen todos, como si detrás del cristal hubiera una ilusión, u otra historia; él estará imaginando entonces lo que iba a hacer luego: nunca estuvo quieto, y en las manos se le ve esa voluntad de marcharse, en otro sitio están esperándole; se espera a sí mismo en otro sitio; mi hermana Carmela se apoya en mis hombros y se enfrenta a la cámara con su mirada afirmativa, y lleva un delantal rotundo y un flequillo oscuro y ordenado que le añade juventud a su mirada adolescente, y con esa misma mirada observa inquieta al sueco que hace la foto, como si ella misma quisiera disparar; los dos niños rubios son Gofio y Tamara, y también te hablaré de ellos: son los suecos, los únicos niños que no se llamaban como nadie en el barrio; Tamara nació en Suecia y Gofio nació al lado de mi casa, donde vivieron, por eso se llamaba Gofio; también se llamaba Taoro, pero debieron llamarlo Sebastián para poder registrarlo; se llamaba, pues, Gofio Taoro Sebastián; me agarraba del pelo, cuando niño; mi hermano Paquillo está subido, descalzo, pero eso no se ve, al pretil de la camioneta de los suecos, y él también contempla la cámara con detenimiento y curiosidad, como si le estuvieran filmando para siempre, y lleva una camiseta blanca que creo que algún día le envidié, y yo juego con la simetría de mis dedos, sostenido por mi hermana, que no se escape ese chico, decía ella, que no se escape ese chico, por eso parece ansiosa, como si fuera ella la que va a disparar la fotografía. A mis pies camina difusa la Perrucha, que era nuestra perra, que mueve el rabo feliz y se va, hacia los pies de mi padre sobre la tierra asaltada por el sol de brumas que era el sol de mi infancia; su sombra diminuta va marcando el dibujo de su cuerpo, del que recuerdo el vaporoso tacto de sus huesecillos debajo de su pelo blanco y limpio. Al fondo, junto a la pared del almacén (el salón, así lo llamábamos nosotros) que estaba al lado de mi casa, debajo de una ventanilla, se ve muy pequeñito a un niño, que era vecino nuestro y que durante un tiempo se quedó en mi memoria con el rostro de aquel amigo que murió en un incendio mientras hacía lucir los fuegos en la fiesta de un pueblo. Tras la ventana inmensa de la camioneta se advierte la sombra tranquila del volante de baquelita, y se observa también la melancolía de los asientos vacíos que olían al cuero antiguo de los viajes. También se vislumbra, acaso sólo lo vislumbra la memoria y eso no está en la fotografía, otra ventana, que era la de mi cuarto, por la que llegaban las noticias y a través de la que yo intuí cómo era la vida ahí fuera; era una ventanita de cristal frágil que sonaba con los granizos, con la lluvia finísima, con los nudillos de la gente que anunciaba desastres de madrugada. El cristal estaba ajustado con clavos muy pequeños con los que yo jugaba de niño, como si quisiera dejar abierta la ventana, y siempre jugaba con el vaho, como si el vaho fuera la prolongación de la vida, o su certeza, y desde allí vi el mundo como si estuviera empañado. Un día sonó un ruido de madrugada, en esa ventana, y yo desperté, con el sobresalto inocente de los niños; a partir de entonces hubo un ruido quieto y resignado, como el que sucede a la noticia de una muerte en la noche, y desde entonces no he dejado nunca de escuchar ese sonido del recuerdo, y la ventana está ahí para perpetuar la sensación de ese rumor callado. No sé cómo fue el día siguiente, pero el silencio ya se pareció para siempre al que se produjo entonces. Yo lo percibí así, y así se quedó en mis recuerdos; siempre me pregunté por qué no me hablaron de esa noche, por qué el silencio fue siempre tan espeso.

En esa foto está la esencia de este libro, mi infancia entera. La foto de mi vida, llámala así. La foto de los suecos.

Del libro Contra el insulto

El insulto no es tan sólo una palabra, una expresión soez, un mal deseo expresado con violencia verbal, dicho o escrito, anónimo o firmado con nombre propio. El insulto es también la mentira, la denuncia basada en rumores, el rumor mismo; el insulto puede ser el rumor esparcido para herir, para anular el prestigio de las personas, invadiendo la intimidad o la historia, para tacharla o para variarla aviesamente. El insulto es la crueldad humana, la construcción del odio entre seres humanos. Cuando escribí sobre el insulto a partir de aquella narración de Manuel Rivas, «La lengua de las mariposas», no había leído aún una de las obras más impresionantes que se hayan editado en España (escrita en Londres, publicada en España) sobre la mala aventura de la República española, invadida desde antes de que se proclamara por la mayor campaña de insulto para crear odio que haya vivido la historia de este país. El libro es El holocausto español, que publicó Debate en 2011 y que tiene el subtítulo Odio y exterminio en la Guerra Civil y después. Dice Preston, en el capítulo de agradecimientos a las personas que le ayudaron en la investigación, que este trabajo le ha supuesto un alto «coste emocional», pues eso es lo. que supuso «la inmersión diaria en esta crónica inhumana». Y leyendo el libro, sobre todo las doscientas primeras páginas de El holocausto español, encuentra uno justificadísimas esas palabras explicativas del historiador británico. Si hubiera que adentrarse en el alma de un país sometido al odio y al insulto, ésa es la España que describe Preston desde que comienza su relato hasta que éste nos envuelve como si estuviéramos viviendo las consecuencias de aquella construcción aviesa y malsana que aún hoy sufrimos, con las secuelas indeseadas de una dictadura que hizo un afilado trabajo para dominar las mentes y acostumbrarlas a lo abyecto.

Independientemente de la guerra misma, de cuyas brutalidades la historia está llena de interpretaciones y de cifras, lo que ocurrió un año antes de que se proclamara la República y lo que pasó en el transcurso de ese periodo político parecía una escalada (de odio, de insulto, de rumor, de descalificación) que fue preparando a la población, subliminalmente, para que al fin entendiera la proclamación de la guerra como un suceso inevitable al que conducía una situación de desgobierno. Los historiadores (y Preston lo hace) ya han explicado que eso no fue así, y lo que se hace en El holocausto español es contar con una minuciosidad «inhumana», por decirlo con el adjetivo de Paul, la escalada de esa actividad insultante.

El insulto, decía, no es tan sólo violencia verbal, es la creación de miedo, y por tanto de odio, entre los ciudadanos, para infundirles cobardía o en todo caso trato con la indignidad humana.

 

Del libro Un gallo al rojo vivo: en busca de Domingo Pérez Minik

Ese era un rito, el paseo; lo hacía con rapidez y aparentemente con cierto aire distraído; a pesar de estar tan enraizado en Santa Cruz (nació en la calle Cruz Verde, y hay una fotografía de Carlos Schwartz en la que el viejo gallo de pelea ensaya una postura de su adolescencia en el quicio de la puerta de su niñez), a él le gustaba esa hora del mediodía en la ciudad, pues entre jubilados y niños andaba a sus anchas como si fuera un extranjero. Un extranjero: eso es lo que él quiso ser siempre, y cuando lo era en su propia ciudad disfrutaba como un chiquillo el paseo por los vericuetos del sitio que conocía como la palma de su mano.

En ese trayecto había dos puntos de apoyo: Le Monde y el mundo, permítanme la metáfora. Él compraba Le Monde en el Estanco Conchita, allí se lo tenían separado, señalado con una anotación a lápiz, Minik. Sin abrirlo aún, se lo ponía debajo del brazo, y andaba con él en busca del mundo. El mundo era el mar, ahí le vi muchas veces, le escuché hablar del mar, explicar la razón de su amor por esa superficie de agua que llevaba a todas partes y que traía, como en una entrada y salida vertiginosa de visitantes y de viajeros, aquello de lo que la isla estaba tan necesitada: ideas, ideas ajenas, las ideas que iban haciendo un país diferente en el que él quería vivir libre, abierto y feliz. El mar era el mundo, él lo abrazaba.

Y después regresaba a casa, puntualmente, como si en los pies ligeros de este Aquiles urbano hubiera un reloj secreto. Sobre la una de la tarde cruzaba de nuevo esa casa de tantos códigos secretos y públicos, saludaba a Rosita como si viniera del otro mundo, y los dos se iban juntos, al extranjero, precisamente. Don Domingo tenía una radio inmensa, una Grundig, que le servía para sintonizar la BBC; y a mediodía esa era su ventana al exterior. Siempre estaba la radio en ese dial, y a esa hora don Domingo, que ya había repasado el diario francés Le Monde, se sometía con la disciplina de un súbdito a lo que le dijera la emisora de Su Majestad la Reina de Inglaterra … Lo que el servicio español de la BBC dijera era dogma de fe; a él eso le informaba; frecuentaba poco la prensa española, le repugnaba saberse manipulado, y además sólo soportaba las rutinas que él mismo se impusiera: no le gustaban, dijo en una de sus cartas, «las lecturas cuotidianas».

Era tal su pasión inglesa, que se manifestaba en su manera de vestir y en muchas de sus costumbres domésticas, que incluso escuchaba en la BBC algunos de los conciertos que pusieron música a su vida. Don Domingo era un melómano, conocía muy bien los tonos de los músicos de su preferencia, y aunque la BBC se recibiera entonces, antes de la muerte de Franco, y después, interrumpida por todo tipo de interferencias, él oía sus conciertos como si de ellos estuviera desprendiéndose sólo la música que tenían en origen, con delectación de experto, como el director frustrado de una orquesta invisible. Música y noticias: ese era el condimento de sus mediodías, antes del almuerzo, que disfrutaban en la soledad de su casa, con Rosita, cumpliendo un rito de soledad que transparentaba su ambición: la paz, la armonía, la cercanía de una mujer a la que quiso con una ternura en la que no tuvo desmayo. Comían solos, aunque muchas veces abrían el comedor, que también era despacho, para que amigos venidos de la ciudad o del mundo compartieran con ellos una cocina elemental y elegante que él se encargaba de ponderar, y de servir…

 

Del libro Muchas veces me pediste que te contara esos años

Escribo esto, te lo escribo, lo dejo ahí, y mientras lo voy escribiendo me viene la rabia que a veces tengo, por lo que perdí, por lo que vamos perdiendo; el viento azota la ventana con la violencia de los asesinatos, no tiene el viento ni un minuto de calma, y yo trato de sosegar mi ánimo, acabo de tener un disgusto, se me ha quedado en la comisura de los labios el sabor del disgusto, muchas veces me pediste que te contara esos años y ahora que los recuerdo y que te los pongo por escrito me asaltan recuerdos en los que estás y no estás simultáneamente, pero cuando tengo en la comisura de los labios el sabor de un desastre no estás ni tú ni nadie, como si de pronto la edad que tengo se me hubiera empequeñecido y fuera otra vez el adolescente vulnerable que recurría al alcohol para creerme capaz y fuerte y osado; siento una enorme melancolía, como si esa mano que dice adiós fuera también mi mano diciendo adiós, como si yo estuviera diciendo adiós; veo el mar y lo que dice es eso, adiós, tanto cansancio.

Y ahora que se calma el ruido de las risas del verano, y el mar también se calma y distribuye con las nubes una nueva sensación de bienestar, y tú haces café o luchas entre los periódicos por hallar la fortuna de una buena noticia o de una palabra que no esperabas ahí, y yo lucho por vencer la melancolía y me miro los brazos y los pies y descubro que ya la cicatriz no es nada, y creo que aunque falta tan poco para que se acaben el verano y las risas y la playa y este ventarrón seco que me hace respirar y vivir y beber y mirar, trato de recordarte y no estás, en esas imágenes que van y vienen y me hallan joven y pletórico, un chiquillo, yo estoy en un bar de mi pueblo, hay una chica de labios grandes y dulcísimos, suena en el aire una canción de Engelbert Humperdinck, Libre, la saco a bailar y ella sale, elegante, casi majestuosa, yo llevo una camisa roja, probablemente esa camisa roja que llevaba cuando te conocí, y bailamos como si fuera para siempre.

Ella, en algún momento, besó mis labios, muy suavemente, como si iniciara un mensaje, y seguimos bailando, yo le tarareé algunas canciones, y ella recostó su cabeza en mi hombro, luego abandonó sus manos sobre mi cuerpo y yo bailé como si nos llevaran la melodía y un barco, y su pelo olía aún al salitre y a la arena, y yo paseé por la pista como si hubiera hecho un descubrimiento o como si volara.

Bailamos y bailamos y bailamos, y a veces estuvimos en silencio hasta cuando mi memoria alcanza, y luego, de pronto, lo que devuelve la memoria es una casa, velas, el suelo sucio de una vivienda vacía, ella extendió periódicos por el suelo, en la casa no había nada, ni agua ni luz ni yogures ni plátanos, nada, absolutamente nada en la casa sucia, habían terminado de construirla, llevamos periódicos, ella los extendió, yo abrí una ventana y por allí entraba la luz que ahora recuerdo, la luz de una luna inigualable, nosotros estábamos en silencio, y a veces ella tarareaba, mientras extendía los periódicos en el suelo, aquella canción, Libre, canta ahí pero la veo luego, en otro momento, tomando licor Chartreuse, un líquido verdoso, ella bebe y bebe y yo también bebo y bebo y ya estamos borrachos, y ella entonces lleva pecas en las manos, yo la recuerdo así, ésa fue la última vez que nos vimos, pero en aquel momento estamos en la casa vacía y sucia, no bebemos sino que tarareamos una canción y otra, ella tararea Je t’aime, porque era por aquellos tiempos, recuerdo que mientras viajamos ella ha ido tocando mis dedos como si los contara, íbamos en el coche, ella lleva un perfume que se me queda en los dedos y es luego el perfume con el que bailamos y es el perfume con el que ahora extiende los periódicos, está haciendo la primera cama de nuestra vida, hasta que yacemos allí y ella me acaricia y yo la acaricio y en el acoplamiento final, aquella figura doble, dolorosa y feliz, yo siento muy de cerca que ya no soy un adolescente, y probablemente ella no sabe no lo puede saber yo no voy a ser quien se lo diga, ésa fue la primera vez que yo hice el amor en mi vida; al terminar de acariciarnos ella tarareó otra vez y yo le acaricié el pelo sedoso y suave y luego ella me acarició el pelo y dijo que le parecía de azabache. «¿Azabache?», le dije yo; luego creo que salimos a la calle y ella me llevó a la lejanía, a ver la luna más de cerca, hasta que amaneció, y yo me fui al periódico, feliz como un chiquillo.

 

Del libro Egos revueltos

Allí, en la casa de Guillermo, había, en esa atmósfera que el ficus y la evidencia hacían cubana, un cuadro en el que un Guillermo delgado como en las fotos y una Miriam alta y voluptuosa, pero un poco gatuna, o tigresa, posaban para la historia y para el cuadro como dos protagonistas atentos y excéntricos de un capítulo del libro que yo llevaba en las manos junto con la botella de Tía María. Le di a Miriam recuerdos de Barnatán, y, atolondrado, le entregué la botella.

Cuando Miriam vio el Tía María dijo:

—Por qué se pondría usted con eso.

Y hasta algunos años después no supe por qué me había dicho aquello antes de que pasáramos a ver a Cabrera Infante. El escritor estaba esperándonos con una taza de café en la mano ante la ventana pineal (así la llamaba él) a la que daba su escritorio, donde sobresalía, junto a un montón de papeles amarillos, una máquina de escribir Smith Corona, que tanto sale en sus libros que a su vez salieron de la Smith Corona.

Me miró como si yo fuera un gato, y en algún momento me dio la impresión de que él mismo iba a empezar a maullar conmigo, los dos por el suelo, gatos silenciosos y de pronto rabiosos. Gatos.

Me senté a su altura, donde me dijo Miriam, que a su vez le dijo a Guillermo:

—Mira, es de Tenerife, y te trajo una botella.

Su madre, su padre, su abuela, alguien era de Tenerife en la familia, como la madre de Martí, como tantos isleños de Cuba. De Tenerife. Parecía una llave, como la palabra Barnatán. Palabras para abrir puertas.

Guillermo no dijo nada, y no fue extraño, porque ya no diría nada en la hora larga en que yo estuve tratando de entretener su mirada perdida, hundida quizás en la propia falta de sustancia que tienen las visitas cuando uno está pensando en otra cosa.

Miriam trajo varios cafés, en tazas muy pequeñas, y en ese ir y venir trataba de aligerar el empecinado silencio del marido; muchos años después evocamos ese encuentro, que marcó para siempre mi percepción de Guillermo, la recóndita tristeza de su amor también en los momentos en que ya el nervous breakdown era la evocación, honda, cruel pero lejana, de un tiempo que podía haber sido distinto si no hubiera sido tan extraño corno infeliz. Alrededor había estado el swinging London, una rara felicidad musical y cinematográfica de la Europa del tiempo de Los Beatles, pero el fracaso de la Revolución cubana, que entonces aún no se llamaba fracaso, había sellado una parte importante del ánimo de aquel hombre.

Esa tarde en que fui allí con el Tía María no era él, no podía serlo, y aunque se recuperó, escribió otros libros, se alegró con el descubrimiento de un mundo distinto que nunca pudo parecerse a su mundo, había en el pudoroso silencio, e incluso en su risa, una sombra, un breakdown, que convertía Tres tristes tigres en un hermoso retrato de un universo póstumo, alejado por la herida que convirtió Cuba en una obsesión, en una necesidad y en un martirio.

¿Y qué se podía hacer en una hora de silencio, de su silencio? Le hablé de Tres tristes tigres, de lo que suponía para sus lectores de Tenerife, cómo nos había descubierto el valor de la noche y de los malecones; de lo que significaban para nosotros esos personajes desgarrados y al mismo tiempo tiernos; habíamos amado sus ocurrencias, su poder para convertir la palabra en una acción; vivíamos dentro de la novela, le dije, no podíamos desprendemos de ella. Sonrió con cierta tristeza, como si le estuviera hablando de un pasado remoto en el que él tampoco estaba; su libro es un bolero, le dije, y entonces ni sonrió ni dijo nada. Tampoco.

Miriam, solícita, iba y venía como si temiera que yo me ahogara en mi horror vacui, que iba llenando como dice Julio Cortázar que se rellenan las almohadas de la conversación, con un monólogo que te seca la boca hasta que, en efecto, ya no se puede más. Entonces vino Miriam por última vez, me acompañó hasta la puerta, y me dijo:

—La próxima vez le hablará, ya lo verá usted.

Le daba como pena que me fuera con aquella cara pálida de tanto hablar con Guillermo en silencio.

Pero en absoluto me fui vacío, esa sensación no la tuve.

 

Del libro Primeras personas

Allí estaba Günter Grass, sentado, comiendo paté en la cocina; no puedo dejar de ver sobre la cabeza de las personas acusadas de haber participado en el bando de los asesinos ese signo de culpa que no se alivia ni con las palabras ni con el tiempo. Y aunque estuviéramos hablando de la Primera Guerra Mundial y de los sonámbulos que persisten desde entonces, en realidad, sobre la atmósfera de lo que él decía y de lo que decíamos nosotros, hasta en la forma de alabar la cocina de Ute, perduraba la sombra de lo que había ocurrido cuando salió ese libro. Él se fue de Alemania, a su casa de Portugal, entre el mar y el monte, el Atlántico y la tierra.

Amaya Elezcano, Juan González y yo mismo, ellos todavía en Alfaguara, y yo en el periódico otra vez, fuimos a verlo a Faro. En los ojos de Grass estaba ya ese ceño fruncido, como si le hubieran roto para siempre su paz y su palabra y ya tuviera que vivir culpable por donde fuera, dando razones que (él mismo lo decía) se explicaban una a una en el dichoso libro. Luego lees Pelando la cebolla («Trocitos de recuerdo, clasificados de una forma u otra, encajan dejando huecos») y ves por doquier esa culpa, en todas las páginas: culpa de haber ido a la guerra y culpa, entonces, de no haberse creído de inmediato esta evidencia: que Hitler había sembrado de sangre hasta las conciencias de los adolescentes, aquellos que gritaban «Tomorrow belongs to me» en la célebre película que reescribió el Adiós a Berlín de Christopher Isherwood. Y entre esos adolescentes rubios, cantando también, él lo dice, estaba Günter Grass, aunque este era moreno y de Danzig, que aún era Polonia, o casi.

Cada una de las páginas de ese libro era, y es todavía, la crónica de una culpa y por tanto de una extrañeza. El hombre que se arrepiente pero que no sabe darle la vuelta a la página: todo el libro incluye esa página de sangre, gas y crueldad, las cámaras llenas de los huesos anónimos de Europa.

Él estaba allí hablando de 1914, y sobre su cabeza el almanaque marcaba 1944.

Treinta años después, otro adolescente, Oskar, cargaba con la culpa. ¿Por qué no le exoneraron? ¿Para qué querían al Grass triste en los últimos años de su supervivencia después de haber escrito el libro más triste de su vida? ¿No había sido ya El tambor de hojalata esa autobiografía de la culpa: el niño que no quiere crecer y que de tanto no quererlo se asoma al mundo para romperlo con la potencia increíble de sus cuerdas vocales? ¿No se había ido ya ese muchacho de todas partes, no había matado Grass al Grass que fue cuando escribió, por ejemplo, El tambor de hojalata?

Me dio pena de Grass aquella noche en Lübeck. Y por eso, sin duda, estoy comenzando por él estos retornos al tiempo que he vivido con otros.

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De Retornos sobre la siemprer ausencia

1989
Retornos sobre la siemprer ausencia (1989), Ana M.ª Fagundo

De Como quien no dice voz alguna al viento

1984
Como quien no dice voz alguna al viento (1984), Ana M.ª Fagundo.

De Desde Chanatel el canto

1981
Desde Chanatel el canto (1981), Ana M.ª Fagundo.

De Configurado tiempo

1974
Configurado tiempo (1974), Ana M.ª Fagundo.

De Diario de una muerte

1970
Diario de una muerte (1970), Ana M.ª Fagundo.

De Isla adentro

1969
Isla adentro (1969), Ana M.ª Fagundo

De Brotes

1965
Brotes (1965), Ana M.ª Fagundo

De A la fiera amada y otros poemas

1985
A la fiera amada y otros poemas (1985), Orlando Hernández Martín.

De Poema coral del Atlántico

1974
Poema coral del Atlántico (1974), Orlando Hernández Martín.

De Claridad doliente

1964
Claridad doliente (1964), Orlando Hernández Martín.

De Máscaras y tierra

edit. 1977
Máscaras y tierra (edit. 1977), Orlando Hernández Martín.

De Catalina Park

edit. 1975
Catalina Park (edit. 1975), Orlando Hernández Martín.

De La promesa, fiesta en el pueblo

1996
La promesa, fiesta en el pueblo (1996), Orlando Hernández Martín.

De La verbena de Maspalomas: comedia canaria en dos tiempos

1993
La verbena de Maspalomas: comedia canaria en dos tiempos (representada en 1993), Orlando Hernández Martín.

De El hechizado

1980
El hechizado (representada en 1980, edit. 2017), Alicia Hernández Martín.

De Teo juega al tenis con las galaxias

1974
Teo juega al tenis con las galaxias (estrenada en 1974, edit. 1975), Orlando Hernández Martín.

De Cigüeñas en los balcones

1974
Cigüeñas en los balcones (representada en 1974, edit. 2017), Orlando Hernández Martín.

De Zarandajas

1973
Zarandajas (estrenada en 1973, edit. 1974), Orlando Hernández Martín.

De El encuentro

1972
El encuentro (estrenada en 1972, edit. 1974), Orlando Hernández Martín

De Frente a la luz

1972
Frente a la luz (1972, edit. 2017), Orlando Hernández Martín

De Prometeo y los hippies

1970
Prometeo y los hippies (representada en 1970, edit. 1971), Orlando Hernández Martín

De Fantasía para tres

1966
Fantasía para tres (representada en 1966), Orlando Hernández Martín

De …Y llovió en Los Arbejales

1968
Y llovió en Los Arbejales (1968), Orlando Hernández Martín

De La ventana

1963
La ventana (1963, edit. 1972).

De Tierra de cuervos

1966
Tierra de cuervos (1966 y 2017)

De El barbero de Temisas

1962
El barbero de Temisas (1962), Orlando Hernández Martín
Pedro Álvarez de Lugo

Textos escogidos

Luis Alemany

Textos escogidos

Alfonso Amas Ayala

Textos escogidos

María Rosa Alonso

Textos escogidos

Graciliano Afonso

Prólogo de Carlos de Grandy a la primera edición de la Antología de Literatura Isleña

Álbum de Literatura Isleña

Lágrimas y flores. Producciones literarias

Victorina Bridoux y Mazzini

Textos escogidos

El Pensador

José Clavijo y Fajardo

Textos escogidos

Félix Casanova de Ayala

Textos escogidos

José Carlos Cataño

Textos escogidos

Félix Francisco Casanova

Textos escogidos

Bartolomé Cairasco de Figueroa

Textos escogidos

Víctor Doreste

Textos escogidos

Domingo Doreste

Textos escogidos

Ventura Doreste Velázquez

Textos escogidos

Cecilia Domínguez Luis

Textos escogidos

Agustín Espinosa

Textos escogidos

Ramón Feria

El Espíritu del río (fragmento)

Juana Fernández Ferraz

Textos escogidos

Luis Feria

Textos escogidos

Ana María Fagundo

Textos escogidos

Pedro García Cabrera

Textos escogidos

Juan Manuel García Ramos

Textos escogidos

Emeterio Gutiérrez Albelo

Textos escogidos

Pancho Guerra

Textos escogidos

Gaceta de Arte

Textos escogidos

Ángel Guerra

Textos escogidos

Cristóbal del Hoyo Solórzano y Sotomayor

Textos escogidos

Tomás de Iriarte

DE Dado de lado (selección)

Juan Ismael

Textos escogidos

Pedro Lezcano

Textos escogidos

Elsa López

Textos escogidos

Pilar Lojendio

Textos escogidos

Ignacia de Larra

Textos escogidos

Domingo López Torres

Textos escogidos

Tomás Morales

Textos escogidos

Isabel Medina

Textos escogidos

Ángela Mazzini

Textos escogidos

Sebas Martín

Textos escogidos

José María Millares Sall

Textos escogidos

Arturo Meccanti

Textos escogidos

Agustín Millares Sall

Textos escogidos

Sebastián de la Nuez Caballero

Textos escogidos

Antonio de la Nuez Caballero

Textos escogidos

Pino Ojeda

Textos escogidos

Sebastián Padrón Acosta

Textos escogidos

Pedro Perdomo Acedo

Textos escogidos

Manuel Padorno

Textos escogidos

Eugenio Padorno

Textos escogidos

Benito Pérez Galdós

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Mercedes Pinto

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Juan Bautista Poggio

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Carlos Pinto Grote

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Benito Pérez Armas

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Alonso Quesada (Rafael Romero)

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Olga Rivero Jordán

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Pepa Aurora (Josefa Rodríguez Silvera)

José Rivero Vivas

José Rivero Vivas