De IFIGENIA
Nada diré y apretaré los dientes,
aunque en la boca el corazón me lata,
pues tanto puede el nombre que desata
de los recuerdos el tropel demente.
Mi garganta y mi boca juntamente
palpitan ya, mas la palabra grata,
que nuestra
no quiero pronunciarla libremente.
Y porque la fortuna ya no muda
de mi pecho el recóndito hervidero,
invocaré yo, dioses, vuestra ayuda
para que me alejéis del extranjero,
que la sangre vertida no me escuda
y así viviendo siento que me muero.
Artemisa, deidad inalcanzable
de muslos fríos y ligeros pies,
haga que yo no escuche tus palabras.
Pero, dioses, ¿callar puedo tu nombre?
De ANTOLOGÍA CERCADA
UN PUERTO DEL ORIENTE
Un puerto del Oriente
es como un hormiguero gigantesco
que está a punto de ahogarse;
un puerto del Oriente
tiene diez mil obreros desnutridos
que trabajan cruelmente para una
Reina invisible y dura: el Capital.
Un puerto del Oriente
es como un estercolero del negocio,
o como una autopsia de miseria humana.
Son más felices los hambrientos piojos,
los numerosos piojos
de diez mil cargadores delgadísimos,
que los parias que llevan el enjambre
en la cabeza desgraciada y hueca.
Mas no siempre de arroz viven los hombres,
ni para fardos ni elefantes viven.
Sucios lienzos los ciñen,
pero más fuertemente los abraza,
con sus rejos terribles, la lujuria.
Podridos cargadores cuyo vino
enciende sueños de sirenas dulces,
con senos como flores levantadas
por un furioso viento;
podridos cargadores anhelaban
dormir con las mujeres
de los rubios pilotos extranjeros,
más fríos que serpientes del abismo
o flotantes medusas transparentes.
¡Que brazos finos como tallos dulces,
que mejillas de pétalos divinos,
qué dientes de marfil desconocido!
Fatigadas espaldas
olvidarían ásperos contactos,
y sabrían del roce de las manos,
y de la lluvia de cabellos rubios.
Pero el látigo duro,
hiriendo las espaldas,
obligaba implacable, fieramente,
a los remisos músculos;
y el odio del Oriente,
como volcán unánime,
en los pechos cansados fermentaba.
Podridos cargadores anhelaban
morder los labios rojos como fresas
o acariciar los senos madurados
bajo soles extraños.
Pues no siempre de arroz viven los hombres,
ni para fardos ni elefantes viven.
En un puerto de Oriente
también puede crecer la flor del sueño
con sirenas lejanas, de apretadas caderas
y ojos fosforescentes, y una risa de oro,
y un fuego por los flancos:
esperadas sirenas
con los senos celestes, erguidísimos.
Pero el látigo duro…,
en un puerto de Oriente…
De SONETOS A JOSEFINA
VII
Y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos
de amor, de luz, de plenitud, de espuma.
Aleixandre.
Destino de mi carne, pura estrella
que a navegar mis venas condesciendes;
labios inolvidables con que enciendes
mi viva piel en súbita centella.
Amor, si beso tu mejilla bella
tu clarísimo ser hacia mí tiendes,
y por mis venas cálidas asciendes
infundida en mi sangre, y eres ella.
Si en tu carne yo vivo y en tus huesos,
y si el alma te aspiro con mis besos,
¿no lates, cuando ausente, por mis venas?
El poseerte así más me asegura
que, pues mi sangre te conserva pura,
te ata el dulce Amor con sus cadenas.
De VEINTIÚN POEMAS
ANTONIO PADRÓN
Estabas siempre allá.
Y amarillos y blancos,
azules misteriosos,
ocres de pasión súbita,
negros de apaciguada pesadumbre,
leves grises reptantes,
colores de alegría sorda y honda
levantaban: creaban nuevamente
el mundo de la isla.
Y tú apenas hablabas,
demiurgo cotidiano
de las tierras, arados y camellos,
de las costumbres lentas y los hombres;
demiurgo cotidiano,
condueño de la luz, la soledad
y el silencio propicio.
Algunas veces, pocas, conversabas
sobre flores del trópico,
sobre gacelas y aves,
sobre peces y acuarios, sobre cultivos,
sobre campesinos,
sobre el barro y sus formas,
sobre el blanco asombroso,
tierno de Zurbarán.
O cantabas, ya casi para ti,
en la tarde del pueblo,
pulsando la guitarra luminosa
y la oscura nostalgia,
luz sombría del ser.
Estabas siempre allá,
bebiendo lo telúrico y celeste,
el volcán y la paz,
el dolor y la nada,
los signos más palpables
y los más invisibles.
Pero de pronto, sin aviso previo,
en un suave poniente
de primavera lenta,
ya no estabas allá.
Amigo de gacelas y de peces,
amigo de la luz y de los vientos,
de la soledad fértil,
del color y los campos,
pintor, soñador, músico,
no estás ya aquí,
en la isla.
En Ínsula, n. 407
LA LIBERTAD
Todo se le antojaba distinto. La luz misma poseía un tono dorado, como de miel difusa; y don Aureliano llegó a pensar que había retornado a una especie de paraíso. Cuando se vio fuera de la estación, quiso respirar a sus anchas; no lejos se alzaba la ciudad. Pero pronto hubo de sentir que su goce no era pleno, absoluto; porque aquel invencible pavor, experimentado durante larguísimos meses, se apoderaba todavía de su espíritu y cuerpo. Muchos años habían de transcurrir, sin duda, para que don Aureliano pudiese recuperar su equilibrio psíquico y considerara la época de su prisión como remota pesadilla ¡Qué sorpresa la de su mujer cuando él llegara a casa! La orden de libertad se había recibido el 30 de septiembre, pero tardaron más de tres semanas en abrirle las puertas. El sargento Delgado le había dicho que la tal orden se hallaba en las oficinas, y entonces parecía alegre. «Ya podrás marcharte, Intelectual; ya podrás abrazar a los tuyos; solo falta que te llame el jefe del campo». De modo que don Aureliano Rota se fue en seguida a preparar su maleta, a repartir los pocos víveres que guardaba, a despedirse de los amigos. Estaba contento, aunque le dolía dejar a sus camaradas de prisión.
Sin embargo, a juzgar por los posteriores sucesos, el jefe y los demás estuvieron jugando con Rota hasta el 25 de octubre. Consistía el juego en hacer que formaran ante la puerta, cada tarde, aquellos prisioneros que iban a ser liberados. Vociferaba el sargento un nombre, y el aludido daba un paso adelante. Abrían las puertas y le permitían salir. Cerraban de súbito. Pasaba un cuarto de hora, media hora; y el sargento, que se había ausentado, regresaba marcialmente. Se repetía la ceremonia: nombre, salida, clausura de puertas, ausencia. Dos o tres hombres eran puestos en libertad, acaso para disfrutar de ella por breve tiempo. Pero don Aureliano, que no vivía en aquella capital sino en la vecina, confiaba en no volver a la prisión; en su ciudad contaba con buenos amigos que se habían esforzado por liberarle. Hasta la fecha, según pensaba Rota, ciertas circunstancias habían impedido el éxito inmediato. Felizmente, ya estaba la orden de libertad en poder del jefe. Cada tarde, el sargento nombraba a muchos (tres constituían una multitud), menos a don Aureliano, que aguardaba temeroso, anhelante, deshecho. “No será hoy, intelectual —le decía, sonriendo con fingida compasión—. Es muy pronto. Mañana te tocará salir”. Y girando sobre sus talones, Delgado se encaminaba a la cocina, otro de sus feudos. Compungido, don Aureliano le veía partir, y, arrastrando los pies, avanzaba hacia su chabola. En esto consistía el juego, ejercido con reiterada seriedad. Pero el 25 de octubre, impensadamente, el sargento Delgado decidió dejarle marchar antes que a los otros, despidiéndole con estas palabras: “Adiós, intelectual; pórtate bien y no sigas comiendo curas” (…)
De EL PERIÓDICO MÁS ANTIGUO DE CANARIAS
Habrá advertido el lector que entre 1758 y 1764 no aparece registrado ningún periódico. Maffiotte parece insinuar, al citar a Zerolo, la existencia de otros papeles. Gracias a la diligencia de Juan Manuel Trujillo, en quien se reúnen las tres actividades de escritor, editor y librero, y a quien debe no poco la tipografía insular, contamos hoy con un periódico hasta la fecha no registrado por nuestros investigadores. Se trata de un manuscrito intitulado Correo de Canarias, redactado en 1762 y obra de autor anónimo. Hállase en buen estado de conservación, en holandesa. Son seis correos o cartas donde un escritor de entendimiento, finura y erudición nada comunes, vierte una serie de reflexiones dirigidas a procurar el adelantamiento económico de España. Como los periódicos de Viera, tiene el Correo un universal alcance. (…) Es el autor del Correo de Canarias un escritor universalista que reside en la isla de Tenerife. Unas páginas en que responde a la Estafeta de Londres, periódico que aquel mismo año redactaba en Madrid don Francisco Mariano Nipho, le llevan, a lo largo de las seis cartas, a esbozar un plan vastísimo para la reorganización económica de España. Asombran los conocimientos de este autor anónimo; pasman la sutileza con que expone los males y el vigor con que quiere extirparlos. (…) El autor anónimo propone la reforma de la agricultura, el comercio y la industria, tres actividades entre sí enlazadas.
(…)
Las ideas que expresa el autor del Correo de Canarias, su postura ante ciertos problemas, son de todo punto modernas. Verdad es que recoge no pocas opiniones del siglo en que vivió. Propone con sentido humano (cristiano, diría Maritain, en cuanto se opone a una reglamentación abstracta) que el labrador tenga propiedad y dominio en las tierras que cultiva. No cree que la esclavitud sea lícita (la Escritura la reprueba), pero, supuesto que lo sea, pliégase a las políticas exigencias y declara que España no debe permitir a las naciones extranjeras la verificación de este comercio. Condena la pena de muerte, pues no es castigo aplicable con justicia a quien efectúa el comercio furtivo.
El autor de este periódico no sólo tiene gran significación para la historia particular de las islas, sino, sobre todo, para la general historia literaria de España. El Correo le acredita como uno de los precursores de aquellos encendidos críticos y polemistas que, a fines del siglo XVIII, examinaban la situación nacional. Anterior a las Cartas Marruecas de Cadalso, el manuscrito de 1762 ocupa un puesto sobresaliente entre las producciones de ese linaje. Es de señalar esta circunstancia: la de que un escritor de penetrante ingenio, aquí en las Canarias, entonces alejadas no sólo geográfica sino espiritualmente de Europa, propusiese una amplia reorganización económica de la Monarquía. Complace, además, que el primer periódico de las islas Canarias, en vez de referir provincianos sucesos, emprenda tan difícil tarea. Es probable que los investigadores regionales no concedan mucha importancia al manuscrito, porque no se refiere menudamente a las islas. Mas, por ventura, ¿cómo será posible estudiar el siglo XVIII insular prescindiendo de tan valioso libro? Creo incluso que hasta los historiadores literarios del siglo XVIII español no podrán eludir su análisis, pues que en él se escudriña, examina y trata de remediar el atraso económico de España. Con Viera y Clavijo, el anónimo autor es la figura más relevante del periodismo isleño de estos tiempos. Azorín, de haberlo conocido, no hubiera rehusado concederle un capítulo en sus Lecturas españolas.
De ANÁLISIS DE BORGES Y OTROS ENSAYOS
ANÁLISIS DE BORGES
Cuando hace muchos años descubrí en la vasta biblioteca paterna un solo volumen de Jorge Luis Borges, el titulado Discusión (Buenos Aires, 1932), la reveladora originalidad y esplendor del estilo y los temas me movieron anhelosamente a buscar y adquirir otras obras de este autor. En colecciones de revistas y periódicos argentinos hallé deslumbrantes ensayos y poemas de Borges; en varios números de Nosotros topé con antiguas notas borgianas y hasta con una belicosa entrevista. Pero mi culto era, entonces, casi personal; mis amigos inmediatos desconocían a Borges; y pude advertir que cuando yo les prestaba algún volumen o les leía tal o cual ensayo de mi recién descubierto autor, en los espíritus ajenos no se levantaba un entusiasmo similar al mío: Borges era considerado como un ensayista de difícil lectura y abrumadora erudición; lo tenso de su estilo y la abundancia de noticias fatigaban a los nuevos lectores, impidiéndoles degustar la novedad del pensamiento borgiano y el ajustado juego de la fantasía. No obstante, mi afición se fue comunicando y contagiando, poco a poco, dentro del círculo de mis amigos; ya algunos poseían obras borgianas que no figuraban en biblioteca; ya había quien, para sorprenderme gozosamente, ponía en mis manos una última edición de Historia universal de la infamia, regalándomela; o quien -codicioso- sólo osaba facilitarme, por unas semanas, cierto anhelado volumen, de no fácil hallazgo en las librerías españolas. Entre tanto, la fama de Borges iba extendiéndose casi universalmente; sus obras se traducían a otros idiomas, y los especialistas comenzaban a publicar sobre ellas muy documentados estudios. Pero el Borges preferido por la mayor parte de los lectores era -y es- el autor de cuentos y relatos fantásticos, mientras que yo he seguido admirando parejamente al poeta, al ensayista y al narrador: tres emanaciones de la gran personalidad borgiana. Es cierto que la opinión de varios críticos tiene por superior al Borges de los relatos. César Fernández Moreno, en un buen estudio sobre la evolución del ilustre escritor argentino, muestra cómo Borges, inevitablemente, había de ir desde la poesía lírica, pasando por el ensayismo, a la elaboración de relatos, donde se cifran las mejores cualidades de su espíritu creador.
SOBRE BELARMINO Y APOLONIO
Para Gregorio Salvador, maestro mío. Belarmino y Apolonio se desarrolla en Asturias y se escribió en Valdenebro de los Valles, Valladolid, por agosto y septiembre de 1920. Apuntamos estos datos porque, según confesó Ramón Pérez de Ayala, un joven novelista de Tierra de Campos hubo de publicar en Santander una suerte de protesta contra el hecho de que, habiéndose asentado el autor de Belarmino en dicha región castellana, no tratase la obra de ésta, pero sí de lo que había acontecido en Asturias a dos zapateros chiflados. Lo curioso es que Ayala se defiende aduciendo que, a la vez que escribía la novela, iba “trazando la silueta, la historia, la psicología y la biografía de aquel pueblecillo (y de otros sus mellizos), en crónicas, estampas literarias. poesías y romances, y hasta una novelilla”, todo lo cual había aparecido en la prensa de entonces (Divagaciones literarias, 1958). Es curioso y sorprendente ese linaje de chauvinismo. No dudamos de que haya contribuido a la conformación de la novela el que casi toda la acción se desenvuelva en Pilares, la ciudad asturiana de Ayala, como Vetusta lo fue de Clarín. Pero aquí puede repetirse lo que hemos dicho sobre el valor de los posibles elementos autobiográficos en el primer ciclo narrativo que va desde Tinieblas en las cumbres hasta Troteras y danzaderas. Bien señaló Curtius que, aunque para el lector superficial las obras de Ayala puedan parecer hijas de un regionalismo literario, lo cierto es que Pilares no es sino una “localización casual”, y viene a ser lo que Dublín para James Joyce. Los dos personajes, Belarmino y Apolonio, han sido comparados con Bouvard y Pécuchet, esto es, con personajes arquetípicos; y aun, al tratar de la novela ayalina, alguien ha podido introducir el recuerdo del Quijote. Por lo menos para Ramón Pérez de Ayala, el zapatero filósofo era un ente literario citable como Hamlet o como Fausto, pues en alguno que otro artículo -que sepamos- lo nombra sin añadir la filiación novelesca. Uno de sus ensayos, Desde el Edén hasta Herodoto, comienza así: “Un atlas y un diccionario (singularmente un diccionario etimológico) son los libros más poemáticos y universales. Belarmino llamaba al diccionario cosmos; y al cosmos, diccionario”. Y en Militarismo y jesuitismo, meditando sobre e1 posible desdoblamiento que se da en ciertas formas de actividad mecánica, las cuales dejan libre al espíritu, ejemplifica de nuevo: “Belarmino podía machacar suela de modo insuperable, sin pensar en lo que hacía, antes bien concibiendo de consuno un ambicioso sistema metafísico”. El primer pasaje se encuentra en Nuestro Séneca y otros ensayos (Barcelona, 1966); el segundo, en Escritos políticos (Madrid, 1967). Con todo, Belarmino no constituye todavía un personaje arquetípico, bien que el autor lo construyera siguiendo en parte el modelo de Don Quijote.
RECORDANDO A SAULO TORÓN
Merced a los artículos y prólogos de los autores que he citado no hace mucho, conocemos ya cuáles fueron los temas predominantes en la poesía de Saulo Torón, y cómo empleó el poeta la lengua común, alzándola por lo general hasta el nivel de lo sustancial lírico, sin merma de ciertos rasgos coloquiales y sin abundancia frecuente de prosaísmos y otras deficiencias. Pero, claro está, el estudio de la poesía de Saulo es inagotable y proporcionará siempre singular placer a lectores y analistas del porvenir. Buena parte de nuestros colegas coetáneos insisten -incurriendo en repetición casi escolástica- en expresar una verdad evidente: que sin lengua no hay poema. De ahí que sea preciso estudiar esta al enfrentarse con cada obra poética. Como si descubriese el Mediterráneo, Josse de Kock afirma, verbigracia, lo que sigue: “El hecho poético es independiente de los temas tratados, de los sentimientos que en él se expresan y que suscita, y más aún de las circunstancias que lo rodean”. Y poco después: “El mensaje poético se distingue de todos los demás por la forma en que se le moldea”. Podemos añadir que esa forma -leve, conversacional en ocasiones, y en otras delicada y sugerente como una música cuasi inefable- es lo que primordialmente en Saulo Torón nos interesa. Con todo, al igual que Machado, Saulo debió sostener que “el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma, si es que algo pone, o lo que dice, si es que algo dice, con voz propia, en respuesta animada al contacto del mundo”. Saulo, como Antonio Machado, también distinguía entre la voz viva y los ecos inertes. Pero, como saben cuantos me están escuchando, nada de esto es posible sin el adecuado dominio de la palabra. Porque no hay poesía inefable; toda poesía es fable, y reside sustancialmente en el verbo mismo. “El papel del poeta estriba -declaró Ortega- en que es capaz de crearse ese idioma íntimo, ese prodigioso argot hecho sólo de nombres auténticos. Y resulta que al leerlo notamos que en gran parte la intimidad del poeta, trasmitida en sus poesías -sean versos o prosas- es idéntica a la nuestra. Por eso le entendemos: porque él, por fin, da una lengua a nuestra intimidad y logramos entendernos a nosotros mismos. De aquí el estupendo hecho de que el placer suscitado en nosotros por la poesía y la admiración que el poeta nos suscita proviene, paradójicamente, de parecernos que nos plagia”. Pues la poesía otorga nombre verdadero a lo que carece de él; descubre y fabrica una realidad que hasta entonces no tenía existencia alguna y por eso puede decirse que la fundamental operación poética consiste simplemente en la catacresis, esto es, en nombrar con exactitud lo innominado recién descubierto. Ello exige que se estudie la lengua de Saulo Torón. Pero, para entender de modo pleno su poesía, debemos también captar sus temas, participar de los sentimientos manifestados y conocer -si fuera posible- las circunstancias en que vivió el autor. El fluido lírico de que hablaba el abate Bremond, aquel obstinado defensor de la poesía pura en la época de entreguerras, proporciona al lector sensible un goce extremado; pero ese goce se multiplica conscientemente si conocemos además temas, sentimientos y circunstancias. Si al goce primario se añade -de unimismada manera- el goce intelectual, el poema leído o escuchado cobra y revela valores todavía más altos, e imperecederos. Quizá, por fortuna, nosotros los insulares podamos comprender y sentir mejor que otros hispanohablantes la poesía de Saulo Torón. Ella llegará -como sin duda llega- a muchos lectores de distintas y alejadas regiones de nuestro idioma; pero acaso nosotros penetremos más íntimamente en ella, sobre todo si hemos mantenido alguna amistad con el autor de los poemas. De mí sé decir que en los cinco de Saulo –Las monedas de cobre, El caracol encantado, Canciones de la orilla, Frente al muro, Poesías satíricas– hallo siempre al hombre que conocí, cuya conducta admiré, cuyas reacciones generosas (ya movido por la fraternidad, ya por la indignación justa) hube de presenciar en algunas ocasiones memorables, y cuyas ideas estéticas -tal vez distantes de las mías- pude escuchar de sus mismos labios. En otro momento procuraré trazar una semblanza o una etopeya de Saulo Torón.