Agustín Espinosa

Textos escogidos

Del libro Lancelot 28º-7º

Lanzarote es la isla más oriental del archipiélago canario. Un pedazo —insularizado— de África. Una avanzada marroquí. Tiene la forma de un caballo marino en actitud de saltar un obstáculo: las patas delanteras encogidas aún bajo el vientre, preparándose la distensión que producirá el salto futuro; las patas traseras reciamente apoyadas sobre un paralelo. El caballo Lanzarote mira hacia África. Su cabeza la adelanta sobre el obstáculo azul que de la meta africana le separa. Cuando desaparezca la isla de Lanzarote, habrá que pensar, más que en fauce marina, en tragaldabas de África. Acicates de la hazaña: camello, palmera, cisterna.

La isla de Lanzarote está situada entre los 28º de latitud Norte y los 7º grados de longitud Oeste del Meridiano de San Fernando.

Isla potra.

Alzada: 74.000 metros.

Área adimental: 714 km2

Nombre de la infancia: Capraria.

Su producción mínima la acusa el centeno:1.350 kilogramos, según la estadística de 1913. Su producción máxima, la sal: 20.000 toneladas anuales. Signos áulicos.

Sobre esta isla, Agustín Espinosa ha escrito un libro: una guía integral. Su título, culto: Lancelot 28º-7º.

***

I. Lancelot y Lanzarote

[…] La música que salve a un pueblo, a un astro o a una isla, no será nunca música de esta clase. Sino música integral. Sino la creación de una mitología. De un clima poético donde cada pedazo de pueblo, astro o isla, pueda sentarse a repasar heroicidades. Sino aquella literatura que imponga su módulo vivo sobre la tierra inédita. No ha sido de otro modo como el mundo ha visto, durante siglos, la India que creó Camoens; o la Grecia que fabricó Homero; o la Roma que hizo Virgilio; o la América que edificó Ercilla; o la España que inventaron nuestros romances viejos.

Una tierra sin tradición fuerte, sin atmósfera poética, sufre la amenaza de un difumino fatal. Es como esas palabras de significación anémica, insustanciales, que llevan en su equipaje pobre —e inexpresivo— las raíces de su desaparición.

Lo que yo he buscado realizar, sobre todo, ha sido esto: un mundo poético; una mitología conductora. Mi intento es el de crear un Lanzarote nuevo. Un Lanzarote inventado por mí. Siguiendo la tradición más ancha de la literatura universal. Por eso sustituyo un Lanzarote que hoy ya nada dice, que ha perdido su sentimiento efectivo, por Lancelot: héroe de la gran caballeresca bretona; caballero de intensa prosapia; admirable coleccionador de aventuras; huésped famoso del medievo; maestro de Amadís y de Don Quijote. […]

***

ELOGIO DEL CAMELLO CON ARADO

Para ti —camello con arado, de Lanzarote— mi saludo específicamente militar. Para tus andares despaciosos de general retirado. Para tus gestos de incomprendido. Para tu gran sable de madera, sobre todo. Para ese gran sable arador que sabes arrastrar tan garbosamente sobre la tierra plana de Lanzarote como sobre las alfombras de una gran recepción consular. Con una gracia tan triste que únicamente Charlot podría llamarte su maestro.

¡Qué bello eres —camello de Lanzarote— entonces! Tú que, sin arado, eres el más feo de todos los animales. Porque eres feo y porque en ti se nota más la desnudez que en ningún otro. Yo recordaré siempre —camello con arado, de Lanzarote— la primera impresión de tu arante silueta de gran actor de la estepa. Yo recordaré siempre mi sonreír ante tu gran «film» para minorías. (Charlot —únicamente— me ha hecho sonreír de una igual manera.)

Si tú fueras a Nueva York —camello con arado, de Lanzarote— encontrarías el empresario para tus películas. Trabajarías con Pamplinas y con Mary Pickford, con Charles Chaplin y con Harold. Y tendrías tu público infantil que te aplaudiría sonoramente cuando ganaras batallas y tomaras castillos con tu gran sable de madera.

Para ti —camello con arado, de Lanzarote— mi saludo específicamente militar. Y mi saludo —también— de espectador regocijado de tu gran arte inédito. De tu arte incomprendido —camello para minorías: maestro de los actores del devenir.

 

Del libro Poemas a Mme. Josephine

1

El mirar mío
tiene sentido ya.
Tiene su pantalla mágica,
su feria honesta,
su pista elemental.
Su cartel mal herido
y su paisaje adulto.
Ya tiene sentido
mi mirar.

[Mr. Bacchus: eglógrafo puro:
gran barman mitológico:
dancing-master
internacional.
Dame cock-tails atlánticos,
con tapas de hidroaviones.
Y bacantes
de cartón-piedra alemán.
Dame la sed exacta.
El bosque azul reden pintando.
El fauno de espalda numerada.
(Suena en tu flauta charleston.
Haz negro de tu jazz-band
a Sir Pan.)

 

8

Que no sepa Gramática.
Que no sepa Poesía.
Ni Redacción
y composición.
Que sepa del Mar
por la geografía
de su cuerpo. Solo.
Que sepa un Sol de oro.
Inastronómico:
caja de pinturas: avión.
Pero que no sepa Gramática.
Sobre todo.

 

ODA A MARÍA ANA, PRIMER PREMIO DE AXILAS SIN DEPILAR DE 1930

Hablemos de María Ana y de sus axilas sin depilar.
Hablemos también del destino.
Agustín Espinosa, alcantarillero de sueños adversos.
Agustín Espinosa, coleccionador de azucenas innumerables.
Enamorados de María Ana.
Jinetes de su sexo único.
María Ana, vacilante entre los dos Agustines.
¿Habría de acabar la empresa quebrando amistades, como en las canciones antiguas:
HE AQUÍ QUE ES TUYA LA ROSA, VENCEDOR?
Pero dejar 3.114 vellos resabidos, para inventar 489 + 489 vellos olvidados –para
descubrirlos- era ya cosa de aventuras de ahora.
María Ana no había comprado nunca hojas Gillette.
María Ana tenía 489 vellos en el hoyo de cada una de sus axilas.
Y esto lo vieron coleccionador y alcantarillero.
Únicamente por sus vientos propios eran luego uno y otro gobernados.

Fue así.
Fue tras remontar el vientre sin una arruga de María Ana.
Antes que la gota de sudor que bebiera en su ombligo se secara del todo.

Y por huir de su pecho derecho.
Y tras saltar sobre su pecho izquierdo.
Cómo descubrí mi oasis del Oeste;
La axila derecha sin depilar de María Ana.
Cómo descubrí mi oasis del Este;
La axila izquierda sin depilar de María Ana.

Tengo aún en mi boca el cosquilleo de la radiosa axila que María Ana destapó, al levantar su brazo derecho, para celebrar el regocijo de podérseme dar en un bello erizo asustado.
Tengo aún en mis ojos el primer centelleo de la estrella negra que María Ana encendió, al levantar su brazo izquierdo, para celebrar el regocijo de podérseme dar en un bello erizo incendiado.
Con esencia de sudor de tus axilas, María Ana, se fabricará el perfume integral que arruinará a los actuales perfumistas del mundo y acabará con las futuras industrias perfumistas del submundo.
Con el hueco rosa y caoba de tus axilas sin depilar, María Ana, haré el nido blando donde mi lengua empolle sus horas más claras.
Cada vello, y aun cada fragmento de vello, de tus axilas, María Ana, sabe un vocabulario nuevo que enseñar a mi sexo casi analfabeto frente a la sabiduría de 489 vellos de cinco años.
Cada centésima, y aun cada milésima de centímetro cuadrado, de tus axilas, tendrá un recuerdo de mis dientes de aprendiz de mordedor de axilas sin depilar.
Por tu ejemplo, sólo, niña peluda, volverán a flotar rosas doradas o negras junto a los pechos blancos de las mujeres de mañana.
Por tu ejemplo sólo venderá la casa Gillette, en 1931, diez millones de hojas de afeitar menos, y podremos dialogar sobre las axilas de las girls y de las cocotas.
Tus axilas únicamente, María Ana.
No esperes nada de tus pechos, demasiado próximos, para eternizar a lo eternizante y verdadero.
No esperes nada de tus muslos, que el remate de la media negra hace más deseados.
No esperes nada de tus caderas de jaca de reyes.
No esperes nada de tu vientre, que aprendió su curva en una concha bastante rosada.
Ni de tu boca.
Ni de tu cabello.
Ni de tus piernas, siempre de luto voluntario.
Ni menos aún de tu sexo, que semeja una campana recién nacida.
Sólo tus axilas, María Ana, te han traído el epinicio primogénito y te traerán los epinicios futuros.

Al borde de tus dos fuentes negras se asomarán todos los nuevos hombres de Europa.
Beberán, únicamente, los que deban beber; los iniciados en la caricia indeclinable; los verdaderos catadores de axilas sin depilar.
Pare estos, manosearás picos de estrellas y lomos de nubes, María Ana. Despedirás amigos desde extremos de muelles y ventanillas de vagones, desde cubiertas de barcos o desde los bordes del andén.
Saludarás a la manera deportiva, que has aprendido en los campos de fútbol.
Cogerás nidos altos y descolgarás cuadros, estirando tu cuerpo en su estiraje más estirado.
En otros casos, bastará con acariciarte graciosamente las rodillas.

 

Del libro Diario espectral de un recién casado

Cataclismo quebrado

[…] Nunca hasta hoy se había visto —en auras de una isla— un cielo tan bajo. Un cielo que casi se podía coger con las manos. Un cielo que rozaba postes de telégrafos, copas de palmeras y veletas de campanarios.

Yo no me he atrevido a hacer hoy mi matinal paseo cotidiano y he engañado con falsas lecturas y oblicuas perezas de amor a mi alcoba de esta mañana.

Luego, hacia mediodía, ha tirado el buen sol por el cielo, con sus hábiles y tendidos rayos, y lo ha llevado a su pista normal, a su primordial área, a su lejana y justa altura.

Pocos ojos insulares lo han visto, porque andan despistados e inciertos los aislados mirares actuales. Pero el cielo ha estado a punto de caerse y aplastar bajo su comba a una isla que navegaba al pairo en lleno mar Atlántico.

Entre sol, cielo e isla, habrá, bajo el ocaso, un delicioso diálogo de salvador, contumaz y salvada. Un final de película americana de aventuras. Un trío de Amadís, Oriana y Endriago. El cielo jurará venganza; el sol, protección. Y sonreirá, entre ambos, la isla, feliz del jubiloso epílogo de su espeluznante mañana.

 

Del libro Media hora jugando a los dados

[…] Quienes hayan llegado esta tarde hasta aquí en busca de realidades objetivas, de erudición catedrática, de palabras oficiales, de crítica de arte a la manera de un «Juan de la Encina» o de un Camilo Mauclair, han perdido lastimosamente su tiempo. […]

A quienes hayan venido en busca de lo que yo voy a darles, de sugerencias mágicas, de flamígero viento en torno a unas telas luminosas, de cuentos o sueños inventados junto al latir de unos apresurados paisajes o al clarear de unas buidas figuras humanas, a quienes a esto hayan venido no he de agradecerles demasiado su buen juicio, puesto que del seminal acierto van a ser ellos —y no yo— los recolectores. El chasco maleficia, por sí solo, a los chasqueados como beneficia, por sí solo, el acertijo a los adivinadores.

No he de pedir a estos comprensión, efecto natural de su feliz coincidencia, ni incomprensión a aquéllos: propio producto de su equivocación lamentosa.

Para todos, he comprado yo una caja de dados. He comprado, también, para todos, un cubilete, donde se geste cada sorpresa y madure. Vamos a jugar esta tarde un rato a los dados. Perdonad, señoras y señores, que sea yo solo el cubiletero y vosotros los que ganéis o perdáis.

 

Del libro Crimen

Estaba casado con una mujer lo arbitrariamente hermosa para que, a pesar de su juventud insultante, fuera superior a su juventud su hermosura.

Ella se masturbaba cotidianamente sobre él, mientras besaba el retrato de un muchacho de suave bigote oscuro.

Se orinaba y se descomía sobre él. Y escupía —y hasta se vomitaba— sobre aquel débil hombre enamorado, satisfaciendo así una necesidad inencauzable y conquistando, de paso, la disciplina de una sexualidad de la que era la sola dueña y oficiante.

Ese hombre no era otro que yo mismo.

Los que no habéis tenido nunca una mujer de la belleza y juventud de la mía, estáis desautorizados para ningún juicio feliz sobre un caos, ni tan insólito ni tan extraordinario como a primera vista parece.

Ella creía que toda su vida iba a ser ya un ininterrumpido gargajo, un termitente vómito, un cotidiano masturbarse, orinarse y descomerse sobre mí, inacabables.

Pero una noche la arrojé por el balcón de nuestra alcoba al paso de un tren, y me pasé hasta el alba llorando, entre el cortejo elemental de los vecinos, aquel suicidio inexplicable e inexplicado.

No fue posible que la autopsia dijera nada útil ante el informe montón de carne roja. El suicidio pareció lo más cómodo a todo el mundo. Yo, que era el único que hubiera podido denunciar al asesino, no lo hice. Tuve miedo al proceso, largo, impresionante. Pesadillas de varias noches con togas, rejas y cadalsos me atemorizaron más de lo que yo pensara. Hoy me parece todo como un cuento escuchado en la niñez, y, a veces, hasta dudo de que fuese yo mismo quien arrojó una noche por el balcón de su alcoba, bajo las ruedas de un expreso, a una muchacha de dieciséis años, frágil y blanca como una fina hoja de azucena.

 

Luna de miel

Me había dormido entre veinte senos, veinte bocas, veinte sexos, veinte muslos, veinte lenguas y veinte ojos de una misma mujer. Por eso fue mi despertar más angustioso y horripilante: crucificado sobre mi propia cama de matrimonio puesta en posición vertical tras un gran balcón de cristales abierto a una calle desolada. Amanecía tras aquel balcón que me servía de vitrina. Estaba completamente desnudo. Sentía frío y vergüenza de que me pudieran ver desde la calle. Unas finas manos de mujer florecían sobre mis pies como dos clavos blancos, y, probablemente, eran ellas las que me sujetaban a la madera de la cama, aunque yo me consolara creyendo que intentaban desclavarme únicamente. La vergüenza de mi desnudez me angustiaba de nuevo. Inventé, para aquel momento, una oración llena de ternura en la que había mezclados confusos recuerdos de un libro sobre las obras de misericordia que se me hizo aprender de memoria de niño y versos de Paul Claudel y fragmentos de mi Segundo epistolario.

 

EPÍLOGO EN LA ISLA DE LAS MALDICIONES

Esta isla lejana, en que ahora vivo, es la isla de las maldiciones.

Bulle a mi alrededor un mar adverso, de un azul blanquecino, que se oscurece en un horizonte marchito, vacío de velas latinas y de chimeneas trasatlánticas. Hay bajo mis pasos una masa de tierra parda bajo puñales curvos de cactus, higueras mórbidas y aulagas doradas. Sobre unas rocas frontales se desmayan las sombras violetas de unas garzas.

Yo, el hijastro de la isla. El aislado.

Asisto a la apretura del naufragio más largo de los siglos. El anunciado tiernamente por el Apocalipsis. Aquél en que el sol se inmoviliza de pronto, o en que su paso es tan tímido, que la vista o no acierta a seguirlo o apenas si lo advierte.

Presiento que no se va a acabar nunca este ocaso, medido como por un gran reloj cuyo péndulo corriera lentamente en cada oscilación millares de kilómetros. Pendientes de él hay un nacimiento de aventura, un huevo en flor y una pistola engatillada. […]

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