Andrés Servando

Textos escogidos

GESTOS UNA CALLE

Manolito Duque

Doña Orencia le rellenó los papeles a Lala, y al salir Manolo de la cárcel se encontró mudado a Los Gladiolos, vivienda completa, con persianas, zonas verdes, y vecinas por todas partes: el portal, la escalera, la azotea. Con su media calva, delgado bigote, andar cimbreante, con pantalón ajustado y camisa desabotonada, Manolito, con un silbo por compañía y la mirada tras cualquier falda, reposa en su nueva vivienda, ahora en la habitación de los niños, después en la cocina, en el balcón. Han sido dos años injustamente apresado, porque él sí firmó el contrato con la Legión, mas no sabía lo que hizo hasta verse a paso ligero levantando arena en el Sahara, tirándose al suelo cargado con veintidós kilos de armamento, y encima la borlita cosquilleándole la frente sudorosa. Hay que esperar a que suelten a Santiago, su hermano, para comenzar de nuevo; es como más a gusto trabaja: Llegamos y decimos, tanto, compramos los materiales colgamos el andamio y a pintar cantando a dúo y bacilando con las pibas que pasan.

-¿Te acuerdas, hermano, el primer chasquido que dimos?- Me decía Santiago una tarde en el patio.

Y nos reíamos.

Enfrente de casa, vivía una viuda con tres flores, la Loli, la Marisol y la Marisa. Flacas, calladas, y todas de negro. Vivían precisamente en la primera casa de la manzana que se fabricó años más tarde. Por el rincón de Iriarte, detrás de la farmacia, está la ventana enrejada. Trepamos como gatos, saltamos el tejado de la fábrica de alpargatas, brincamos muros, cruzamos azoteas, llegamos a las «liñas» y arramblamos con sábanas, forros de almohadas, servilletas, y hasta bragas. Lo contenta que se puso la vieja. Sí, pero ¡mira que trancarnos por las iniciales! La vieja casi se muere. El bulo en la calle transformó el no oímos nada porque dormíamos en no oyeron nada porque le echaron unos polvos para dormirlas.

Otro que estuvo bueno fue cuando nos metimos en la Estrella Polar y abrimos el boquete en la pared de Peregrina y nos llevamos la loza y los cacharros. La escandalera que armaron cuando llegaron de Tacoronte fue de miedo.

El rumor fue que la cogieron con el querido y no se atrevió a salir del cuarto, mientras le robaban, para que no se enterara el marido.

Todos los rumores salían del bar. Sí, por eso nos trancan siempre.

INFORMES VANOS

Obtuve el título de Informador muy joven, lo que me permitió entusiasmarme con la perspectiva de ascender veloz hasta más altos niveles ante el escalafón profesional. No es acostumbrado en mi ingrata profesión que premien a un joven delegándole la delicada tarea de emitir informes objetivos que permitan a las Altas Instancias resolver sobre las personas puestas bajo la aparente inexperiencia tutelar de un novato. El día de mi graduación pública, desde el podio engrandecedor sobre la masa de compañeros inmaduros quise entender y entendí, creo que también consentí, la poderosa razón que tiene la Jerarquía en ser tan exigente y desesperante en cuestiones de elección de Informadores. La confianza con que se me distinguió me inclinaba más hacia esa Jerarquía que hacia la mayoría inconforme y protestona a la que hasta entonces pertenecí.

Una vez que formé parte de los Informadores, cuando acabaron las recomendaciones, consejos estimulantes, entrega de impresos, asignación de personas para ser vigiladas, partí raudo a comenzar con la ilusión del estreno, la pasión del ambicioso, el ansia de prosperar y el recóndito orgullo de sentir las miradas desconsoladas de los antiguos compañeros o las inquietas de los nuevos camaradas, estos últimos a su vez temerosos de que resultara un talento y puntuara rápido, pudiendo adelantarles hasta la cabecera de aspirantes a Inductores.

Al atardecer, sereno y concentrado, me retiré a la sombra resinosa de un falso pimentero, me recosté en su tronco, abrí la carpeta rotulada con mi nombre y deslicé con regodeo la mirada interesada por los nombres de mis Guardados. Como cuando actuaba de Precipitador de Situaciones la lista no indicaba demasiados pormenores pues abundaba más en nombres propios que en oficios, destinos, afanes, o denominaciones geográficas, por no llamarlas rincones, esquinas, zaguanes. En ese detalle se diferencian las dos categorías, tan cerca la una de la siguiente y, sin embargo, tan diversas entre sí: La primera simple provocadora de anomalías, comparsa, avisadora de cambios o, dicho de manera sencilla, engrasadora de la gran trama que orquesta la Jerarquía. En cambio como Informador tenía la oportunidad exclusiva de seguir a las personas, observarlas, anotar sus comportamientos, sus dichos, sus decisiones o sus recelos, incluso sus pensamientos e intenciones y, con arrojo, a la tergiversación de algunos de estos aspectos.

Desde luego la elaboración de los informes en las horas en que los vigilados descansan no es cómodo pero resulta gratificante la espera del premio final, con el atenuante eficaz de constituir una faceta que siempre me agradó, la de relatar, desde el principio del tiempo. Lo más interesante, lo más sensual, lo que al recostarme en el tronco áspero se me presentó en la mente como una tentación —qué sarcasmo—, y rechacé de inmediato pero que hoy constituye mí único sustento, fue el poder dirigir las acciones de la Superioridad desde mi categoría. Sí, dirigirlas. Porque el simple cambio de adjetivos, el énfasis de una expresión, el aire de una idea, y en función del humor diario de mi jefe superior, el Inductor correspondiente, podría imponer mi deseo sobre el destino de una persona, hacia arriba o hacia abajo.

JUANA LA MADRE

Fue lo último que le oyó. Luego los minutos, las horas, transcurrieron en la esperanza de que Maruca, o Carmita, o alguna vecina que necesitara algún condimento, o que quisiera charlar, acudiera en su ayuda. Pero la tortura de estar imaginando lo que su hijo pudiera tramar para vengarse, la tortura de no saber hasta qué punto él conocía los últimos acontecimientos, la sumió en una confusión enardecida hasta postrarla en el suelo casi exhausta y desmayada, hasta que despertó en un susto de muerte cuando en la penumbra pudo percibir cómo Pablito caía del techo con un estruendo de maderas y sobre una nube de polvo. No tuvo tiempo de exclamar algo, pues una tenaza enorme le tapó la cara, al tiempo que una rodilla de acero le oprimía el pecho. Se horrorizó de cómo la amordazaba con una tirantez que impedía el riego sanguíneo y cómo el nudo era un clavo en su nuca; se sintió un pelele al cruzarle los brazos en las espaldas con una impía brusquedad y un dolor infinito, como quien amarra un haz de leña en el monte. Sólo pudo derramar unas lágrimas de pena al comprobar cómo la criatura que fuera el orgullo de su maternidad iba cometiendo atrocidades cada vez mayores, ante su impotencia amorosa y ante su asombro por un ser que se transformaba en otro tan ajeno a sus propios sentimientos y los de su familia. Lo consideró un extraño, un desconocido. Se torturó con remordimientos por haberlo criado. La izó con ligereza y la colocó sobre su hombro. Se dirigió a la puerta, la depositó sin miramientos en el suelo. Ella, los ojos desorbitados pidiendo auxilio mudo. Él fue hasta la entrada de la casa y miró a los lados del camino para comprobar si alguien lo podía observar. Anselmo salió de la cuadra con las vacas y cruzó ante él. Se saludaron llevándose la mano a la sien. Calculó el tiempo de que disponía para hacer lo que pensaba. Regresó a la casa. Tomó a la madre por la cabellera negra y la arrastró por el patio hasta la trasera, pasó los corrales y las cabras balaron reconociendo a la dueña; continuó por el cantero de lechugas limpiando el sendero con el cuerpo de la madre. Ella adivinó adónde se dirigía y sacudió el cuerpo en un arrebato de desesperación, sobreponiéndose al dolor que el tirón del cabello y las rozaduras le estaban produciendo. Llegó al chiquero apartado de los cochinos. La alzó apoyándola en el borde arisco del goro. Su cuerpo se dobló como una madeja. Él asió la cabellera y la acercó, la apoyó en el antebrazo y afirmó el nudo de la mordaza. Le dio la vuelta al cuerpo hacia abajo, afirmó la atadura de las manos, pero no ató los pies. Ella percibió una esperanza. Él la tiró sobre la comida putrefacta que la cerda gigantesca tenía esparcida por todo el suelo. Intentó levantarse para huir del animal monstruoso, aunque fuera lanzándose por encima del muro. Le vio sonreír, con la babilla colgándole de las comisuras, limpiándose las manos en los fondillos de los pantalones. Juana resbaló sobre la podredumbre y cayó de bruces, ensuciándose la cara con las hortalizas podridas y el cúmulo de bazofia, sobre ácidas horruras que eran las delicias del animal. Él exclamó: «¡Fos, qué asco!».

Se incorporó adhiriendo los hombros sobre la parte seca de las paredes y tratando de arrodillarse pero la cerda, en cuanto veía las piernas moverse, se acercaba y hozaba en las cercanías y olía intermitente. Cerró  los ojos, se encomendó al cielo, lloró, sintió un cosquilleo, un lametazo, lloró, un empujón del animal, gritó muda hasta causarse dolor en la garganta, sintió cómo furiosa y decididamente le hincaba los dientes en la pierna y luego se iba lentamente sumergiendo en un vacío de algodón infecto…

Al regresar Juan Cerón, sin echar en falta a su mujer, que no lo esperaba nunca para almorzar porque a esa hora ella iba a echarle de comer a los conejos, fue directo al caldero que estaba encima del fuego y se dispuso a servirse cuando observó que el mismo estaba vacío pero con señales de haber servido para su habitual menester.

—¡Pablo! —llamó—. ¿Dónde está tu madre? ¿Está metida en alguna parte?

Pablito se limitó a deslizarse del muro, acercarse a la puerta de la casa y esperar alguna otra
indagación de su padre.

ARGAMASA LITERARIA

Casa rescatada

—Ah, escucha, aquí me parece que viene lo bueno.

“… entongando sacos de cemento, halando carretillas por los alrededores del mercado; más tarde, con riesgo de su vida, acechando a los tráiler que enfilaban la ciudad de madrugada, como captador de ciertas mercancías para clientes concertados. Fue a más; su espíritu avispado y emprendedor no podía permanecer como intermediario. Él quería hacerse independiente y adquirió un camión destartalado y, sin documentación, recorrió la república esquivando bandidos y contratando servicios que los demás despreciaban. Y fue en Maturín donde se hizo empresario de corbata, donde se sentó por primera con un teléfono delante. Allí empezó una labor en la que empleó a muchos de sus paisanos y emprendió una marcha hasta los palacios de gobierno en Caracas, haciéndose cargo de las obras públicas que los empresarios despreciaban, sobre todo en la frontera infecta de bandidaje, o en las pestilencias enfermizas de la desembocadura del Orinoco, o en las oscuras selvas de la Amazonía plagada de insectos.

De esa manera quedó doblado nuestro prócer/…/ No se rían señores, salvo que no sepan lo que quiere decir esa palabra. Se la voy a explicar: Es verdad que ningún rey lo ha nombrado eminencia, pero sí el pueblo. Y ¿quién ostenta más soberanía que el pueblo? El pueblo lo ha elevado a la más alta dignidad con un solo mérito, el mérito de su altruismo sin fronteras. Altruismo urdido con cariño a tanto emigrante desamparado en tierras lejanas que, pasando penalidades materiales o desconsuelos espirituales no podían regresar a su tierra a bien morir, a conocer a su descendencia o a contemplar como la prosperidad ha erradicado las viejas miserias, el atraso secular, la molicie conservadora, la rutina inculta. Esos emigrantes, con el esfuerzo de sus remesas de divisas, contribuyeron al enriquecimiento del pueblo, al cultivo intensivo del plátano, a la traída del agua por tuberías, de la luz y el teléfono, a la construcción de las carreteras y a las inversiones, todavía incipientes pero necesarias, en turismo/…/ No protesten señores”.

Pero hija ¿qué es un especulador? Esa palabrota te la ha enseñado ese pretendiente tuyo ¿no? ¡Más le valiera bañarse y pelarse y vestir como una persona decente! No, hija, por lo que más quiera, no te vayas así, escúchame un momento. Es una palabra muy dura, un insulto. Perdóname. Ya sé que son las maneras, las modas de hoy. Discúlpame, pero me sentí ofendida y ese chico, me parece a mí, que no tiene mucho derecho a meterse con tu padre, porque el suyo, sin ir más lejos… Tu padre es un empresario como tantos. Hazme el favor, coge el coche y sube a lo alto del valle. Desde el mirador contempla el paisaje, míralo bien, cada detalle. Distingue lo nuevo de lo viejo. Luego, con calma mira esta foto. Tiene casi cien años. Luego compara el pasado y el presente, piensa en los habitantes que vivían en estos parajes olvidados y los que hoy residen y disfrutan aquí.

Sólo vas a tener una respuesta cuando te preguntes: ¿Quién ha hecho todo esto? El progreso ¿ha venido sólo? Verás como la palabra especulador no tiene sentido.

 

ESPECULACIONES FUGITIVAS

El pleito

7.- Las montañas del horizonte amanecieron nevadas. Las contemplaron complacidas y sujetas en la tiritona, arrebujadas de mantas y risas. En lo que se dieron la vuelta buscando el calorcillo del hogar se apagó el sol y un viento despiadado lanzó un torrente de agua con el olor del mar en sus dardos.
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La tromba repicó en las tejas, se filtró bajo la puerta mal encajada un chorro de agua terrosa y la contuvieron con toallas. Azotes de plomo rebotaban en la pared del sur y los cristales redoblaron amenazas. Acurrucadas en la cama de matrimonio se echaron encima todas las mantas y todos los rezos. Son truenos, decía la madre. Serán truenos, pero están encima de nosotros, como si…No, son piedras.
…………………………………………………………………………………….
Se colocó las botas de agua y el sombrero del marido. Cogió la guataca y ordenó a la chica que la siguiera con el farol de hojalata. Subió por el sendero resbalando pero sujeta a los sarmientos de las parras. La hija agarrada a su espalda. La torrentera la tumbó y cayó de boca. Se apoyaron entre sí para incorporarse. Las piedras rodaban como el odio y golpeaban la pared y el mundo. Cada redoble abría una herida.
…………………………………………………………………………………….
El arroyo las arrastró contra el muro. Este río viene de Lomo Respingo. Abuela siempre lo dice, el día que llueva fuerte ese lomo se nos vendrá encima. Abuelo fabricó en medio de un barranco. Se incorporaron y respiraron en el diluvio. Empapadas, ateridas, sin fuerzas en los dedos para agarrar las herramientas. Escampó despacio. Un rayo iluminó un amaine. Corrieron.
…………………………………………………………………………………….
Por el boquete que se abrió en el andén de la primera huerta manaba una cascada de piedras, barro, ramas de malvas, pedazos de maderas, las mil variedades de hojas de los laureles, fruta magullada, un cabrito con el cuello roto, una tela de gallinero aplastada, un neumático de coche, los hierros retorcidos de un somier, los minerales desencajados de su historia, el agua evaporada ayer en el océano, el olvido de otras inundaciones, las huellas borradas para siempre, las promesas pasadas del alcalde. Pero, seguro, que también semillas. Crujió el envigado de las cuadras y la estructura se vino al suelo con el estruendo de chapas estrujadas.

 

MANUSCRITO EN UN ENVASE

Sonreí al imaginarme las circunstancias de mi presencia en esta capital enorme en ruido e impiedad por la que recorro los cajeros bancarios marcando mi territorio con el hedor de mi chaqueta escocesa pasada de moda pero de lana tibia; de mi aparición en la prensa y la televisión como protagonista extraordinario de un suceso que hacía tanto tiempo no se producía en nuestra sociedad respetable y que, según las apariencias oculares, tenía visos misteriosos, pues las investigaciones, que aún siguen su curso, están plenas de oscuridades e irrealidad. La policía sólo hace mención de mi anonimato y de mi aspecto extranjero; lo hace para adobar los comentarios de los viejos que pasean su colesterol por el parque; las lamentaciones piadosas de las mujeres que rezan sus memoriales de desconsuelo a la puerta de la iglesia o del bingo; para provocar escándalo entre los niños que bajarían hambrientos por los cien escalones de pedernal afilado al ser retenidos, sin explicaciones, a la salida del colegio; para que los comentaristas de radio se enfurezcan temprano durante unos días hasta que aparezca otra noticia mejor. Sonreí ante el mal humor del juez por mi extravagancia, precisamente el día en que deseaba una guardia tranquila para hacer unas llamadas al Consejo General del Poder Judicial y postularse como candidato a cualquiera de las vacantes apetitosas y merecidas. Sentí gusto ante la tarea apresurada de los sanitarios —y sanitarias,
es correcto añadir— enfundados en sus pantalones azules y sus chalecos amarillos estampados con logotipos y anagramas más propios de hombres-anuncio que de fraternales socorristas; por oír en la megafonía de la policía difundir mi incordio con la intermitencia azulada de sus sirenas en las cabriolas moteras que venden la pericia y su vanidad en el sorteo del atasco a las entradas del puente. Veo cómo me miran, cubierto por una sábana, gentes curiosas con las que jamás mantuve relaciones pero a las que mi paso, impreciso y titubeante, les pudo haber desasosegado y se han apartado con prevención, incluso se han cruzado de acera con miedo o con asco. Que disculpen mi descortesía pero, lo siento, me sonrío.

Muchos deberían saber quién soy, quién fui, o quien iba a dejar de ser; pero, lo que se dice conocerme de trato, sólo la más vasta soledad y el hueco que me rodea y separa del mundo me conocen. Aunque algunos perciben mi cuerpo cuando me acuclillo y arrebujo en la esquina más próxima del supermercado para no herir la sensibilidad del usuario, ni enemistarme con el encargado del basurero; o también otros que me amenazan cuando estorbo: “O te largas o llamo al segurita, ¡Jediondo!”; o el de los servicios sociales que me ofrece café pero no me disuade para que acuda al refugio por las noches; debieron conocerme también a los que extiendo la hinchazón de mi mano rayada en negruras de indigente, luego de restregarla bien contra los fondillos del pantalón para asearla mínimamente —hay que tener un respeto para que no se espanten los remilgados—, pues siempre sale alguien que ha comprado alguna chuchería innecesaria o caprichosa, que se ha permitido un lujo que admite el consumismo pero no la conciencia, y estima oportuno raspar sus sentimientos, y me entrega un óbolo misericordioso que atesoro hasta que reúno el par de euros que me permiten dirigirme a un jovencito de aspecto serio pero simpático para que tenga la bondad y vaya a la estantería de vinos y me compre, por amor de Dios, un tetrabrik de vino Don Simón, o similar.

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Desde Chanatel el canto (1981), Ana M.ª Fagundo.

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Configurado tiempo (1974), Ana M.ª Fagundo.

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Diario de una muerte (1970), Ana M.ª Fagundo.

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Claridad doliente (1964), Orlando Hernández Martín.

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Máscaras y tierra (edit. 1977), Orlando Hernández Martín.

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edit. 1975
Catalina Park (edit. 1975), Orlando Hernández Martín.

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La promesa, fiesta en el pueblo (1996), Orlando Hernández Martín.

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