Del libro Navegaciones al margen
Una pasión necesaria
Para que la palabra diga lo que no puede decirse con palabras.
Para que la voz nombre, funde, inaugure, recobre, restañe.
Para que no calle en su silencio.
Para reconocer la apariencia verdadera en la trama de los espejos
Para definirnos, que no explicarnos.
Por ordenar el mundo en la semejanza.
Para disponerlo en una línea
y hacerlo luego entre sílabas a mi manera.
Desde la memoria, el dolor o el deseo.
Sobre las páginas del agua, en el tacto perpetuo de un drago,
Donde la ilesa forja de la lava.
Para por el día no tener pasado y ser milenario con las noches.
Del legado de la estirpe, víctima;
a veces en su esperanza, cómplice.
Nunca entre los publicanos y los verdugos de la historia.
Para defenderme, para desquitarme, para no tener miedo.
Obscenamente puro, humanamente contaminado.
Sin claudicaciones.
Para saberme vivo, aunque alcanzado por el tiempo.
Contra la calma sin imágenes donde crecen las muertes.
Una pasión necesaria.
Sol que reclama desde lo hondo del abismo.
En las islas del verbo, náufrago.
Del libro Mar de fondo
La deriva
Y sin embargo durar en oquedades, revelar el ahogo del latido en el combate, esparcirse y recuperarse en el mismo asedio con que atañe la culpa, apenas intención al borde, dudoso yacimiento donde medra el deterioro.
Y todo desposesión, descarnamiento, legado de brasas y espejos enemigos, vigilancias quietas que cierran y suspenden las certezas, que arrastran hacia otras cisuras más fuego en la médula.
Imposible llegar hasta la impunidad, establecido, pues, en los límites, apenas resta desatajarse y someterse leva a punto cuando, erupción y desierto, la memoria de la muerte asiste.
Y así entregarse luego a la ira y desalmarse queriendo cometer nuevo el tiempo, acometerlo intacto soñándose sin escombros, y acceder entonces al olvido o a la salvación de algún espacio final donde amar o morir resueltamente.
Solo rastros en sus restos de silencio, no es inocente la vida ni el filo de su trama, indicio vulnerable el cuerpo que se devasta con mansedumbre sigilosa, ocurriendo como ocurre un letal mar de jables.
Del libro Ojos de calendario
Vida
Después de tanto todo para nada
¿nada vivo quema a pesar de todo?
Si solo ilusión de la nada es todo,
¿todo acaba siendo final de nada?
«¡A mí, la vida!», grito… ¿Para nada?…
Si digo «¡vida!», «¡muerte!» clama todo.
Ceniza y sombra sé que aguarda en todo
mas, pese a todo, algo queda tras nada.
Vivir es más que preparar la nada.
Es ser eco o sueño después de todo
y fuego siendo fuego sobre nada.
«¡Ah de la muerte!», escribo en la nada.
Y en la memoria que dejé en todo,
todo soy: palabra contra la nada.
Del libro Maresía
Nocturnalia
I
El tiempo no late.
Está explorando la sombra.
II
El atardecer se abre
argumentando razones grises.
III
El yunque de la tarde
fragua rayos de sombra.
IV
Un toro desollado
la noche
abrigando de luto los pasos.
V
Vieja desde que nace
la noche no tiene amo.
Del libro Nacaria
La luna se proyectaba sobre la proa como un mascarón inalterable y lejano que comunicara a la nave un falso sosiego silencioso. Quintero ojeaba las estelas efímeras en la noche y la insistencia de sus ojos rastreando las aguas delataba el deseo de la arribada que, pensaba, se hacía cruelmente morosa. Atrás quedaba su peregrinación transoceánica y los años de su estancia americana. Era un tiempo ya desvaído el que, ahora, desde el cabezoneo funámbulo del navío rumbo al estuario, se le antojaba remoto y difuso en la memoria. Sin embargo, si lo intentaba, Quintero sabía que podía fijar el comienzo de aquella obstinada aventura de errabundez.
«Mejor olvidarlo. Tal vez nunca hubo origen ni principio».
Los maretazos acarreando algas para adosarlas, blandamente mucilaginosas, a la eslora, le ratificaban su ansia por abordar el tajamar isleño. Arrumbado persistía el pasado: desprendido y extraño a la rememoración. Pronto, en Isla Nacaria, como una lenta afirmación de lo imposible, empezaría el tiempo para él. Quintero se aprestaba para cometer su antiguo y permanente proyecto.
Acompasado al peregrinaje del navío el corazón de Quintero repicaba en su cerebro. Los rítmicos aldabonazos eran un continuo y voraz rezumar de ecos que prosperaban y se crecían ante la deseada culminación del viaje. Desde aquella ya añeja ocasión en que quedó deslumbrado ante el ígneo colorido que otorgaba a tafetanes, sedas y casimires la tintura obtenida del pulgón de las chumberas amerindias, Quintero se fijó un único propósito: regresar, poner en práctica su proyecto. Aquella idea lo asediaba como quien sabe que ha nacido para cumplir un solo designio.
«Será lluvia fecundante sobre Isla Nacaria».
Del libro La noche enterrada
He decidido no salir más al exterior. No lo necesito. En realidad, hace tiempo que vivo apartado. Puedo vivir sin los demás. Permaneceré como una carnal y desierta isla es esta isla de lavas, nubes y sueños crecidos en los espejos que el mar ofrece. Yo: mi propia isla. Los límites de La Casa Grande serán, desde ahora, los límites físicos del mundo en que me establezco. Nunca más he de traspasar esa frontera. Es lo que me propongo y mi empeño es firme compromiso, voluntad inalterable. En la finca tengo lo necesario para abastecer mi decisión. No es cierto que la sociabilidad sea tan definitiva de la esencia humana como la libertad. No para mí. Los seres humanos dependen cada vez más los unos de los otros, pero esa dependencia es una relación que se fundamenta en la crueldad, en el sometimiento, en el lento dominio de la muerte.
Como los puercoespines de la fábula. Así podría cifrarse la memoria del hombre sobre la Tierra. Aquel día de invierno, acosados por el viento gélido, envueltos en la nieve de las llanuras y entre los hielos que endurecían la superficie de lagos, fuentes y arroyos, los puercoespines decidieron apretarse unos contra otros, acurrucándose para darse calor. Mas sus púas les impidieron la proximidad que pretendían. No hallaron mutuo refugio ni consuelo, sino recíprocas heridas. Como los puercoespines la especie humana. Por eso nunca más saldré de La Casa Grande.
Del libro El farallón
Y dijo el mar: Cúmplase el destino de la lava.
El mar dijo o diría, con su voz de silencios remotos donde la edad del tiempo es espejo líquido y suma de sueños antiguos, con su lento germinar de anémonas, pólipos y sargazos, con su lengua de algas múltiples y espumas cambiantes, desde su memoria cuajada de salitres rancios, de yodos recónditos, de simas y hoyas profundas, desde el rumor de sus ecos siempre recomenzados, siempre recomenzándose en las esponjas de la arena, dijo o diría el mar que fuese la lava sobre las aguas.
Eso dijo o diría.
En el obstinado vienivá de flujos y reflejos y su respiración encadenada.
En los cristales minúsculos en los que el sol se multiplica y resplandece propagándose sin que los abarque la mirada.
En los rayos de plata de las escamas.
En los caparazones de fuego de los cangrejos y en los tentáculos de los pulpos enrocándose sinuosos.
En las praderas acuáticas del sebadal.
En las estelas que se desvanecen antes de que la mano se ahogue en el vacío.
En los ojos desesperados de los náufragos que habitan las sombras de la sombra de la nada submarina.
Así: intangible, primitivo, inapresable, arcaico. Siendo solo mar el mar.
Así dijo o diría.
Para que se consumara su designio.
Para que hirviera el magma y de fuego se estremecieran las profundidades en un prodigioso nacimiento mineral.
Para desnortar rumbos confundiendo cartas de navegación, sextantes, astrolabios y atacires con el incendio de piedra que suplanta la línea conocida del horizonte.
Para que brújulas y calamitas inauguraran recaladas imprevistas en el derrotar bamboleante de las quillas, en el tesón antiguo de las proas soñolientas.
Absoluto de sí, eso dijo o diría el mar.
Que se cumpla la lava en su destino. Que emerja. Que irrumpa.
Que brote y permanezca.
De la obra de teatro Los ciegos (celebración sabática en un acto)
(En otra página cualquiera del Libro surge ahora otra protuberancia que crece hacia abajo, como un tentáculo que ahondara. Al igual que Bruno, solo los ojos se distinguen en su rostro carente de facciones, alisado como un pergamino del que un agua remota se hubiese llevado los signos escritos. Esta nueva protuberancia que responde por Fernando está situada en el extremo opuesto a la otra, es su antípoda en el espacio. Su voz también parece ajena).
Fernando: La oscuridad no es un territorio ambiguo, ni siquiera monstruoso. Cierto que sus resortes no los mueve lo que aceptamos habitualmente como lógica, pero yo he descubierto que también hay otra lógica: la del desorden, y que igualmente existe una organización de las tinieblas. Brauner sabía mucho de esto. Tal vez él haya sido el único que entendió perfectamente las reglas que están en lo oscuro, en lo desconocido Cuando pintó su propio autorretrato en el que aparece vaciado su ojo derecho por una flecha de la que cuelga la letra D. no hacía sino anticipar lo que habría de ser el hecho esencial de su existencia. Pudo quedarse en Rumanía, pero regresó de nuevo al Boulevard de Montparnasse; regresó justo a aquella casa que un día fotografió sabiendo –estoy seguro que lo sabía– que en ella Óscar Domínguez lo mutilaría. El ojo de Brauner se convirtió en una enorme llaga, en un agujero vacío que solo vislumbraba una D: la inicial que pendía en la flecha de su autorretrato, la inicial de quien hizo cierto aquel cuadro salido de la oscuridad y pintado años antes. Brauner sabía que el sueño, las sombras, lo que parece confuso en ellos, acaba por no serlo. También lo sabía Domínguez, como lo muestra su propio final: su propia muerte que él ya había reflejado en el lienzo… Son ejemplos, pruebas claras de lo que afirmo. Yo creo en la oscuridad. No me aterra. Adentrarme en las tinieblas es hallar explicaciones para nuestra condición y para lo que nos rodea. En lo oscuro nos encontramos.
(Alguien recorre las páginas del Libro, las hace pasar sin orden, como si soplara aspas de un molinete de viento, como si pusiese en marcha una ruleta y se quedara escuchando su sonido hasta que, lentamente, cesa la rotación y el molinete o la ruleta se detienen en un punto impreciso. De inmediato aparece Un Eco y resuena).
Un Eco: … La novela rechaza cualquier intento de limitación definitiva en razón a que es un arte intrínsicamente impuro. Para mí, técnicamente, el fin justifica los medios, pero los medios no justifican el fin. Cuando elaboro los materiales de mi obra no soy un hombre arcaico o mágico, sino un hombre de hoy, habitante de un universo comunal, lector de libros, receptor de ideas, individuo con posición social y política. Detrás de cada logro artístico debe haber una experiencia verdadera… Pero he de aclarar que no concibo la literatura a la manera del realismo de las primeras décadas del siglo. No persigo una descripción del ambiente realizada como un modo de transportar un trozo de realidad a la literatura. Con eso solo se consigue la mayor de las irrealidades, ya que se desconocen las causas que determinan esa realidad. Yo busco al hombre proyectado sobre la realidad inmediata, al hombre empeñado en definir su individualidad y armonizarla con el mundo que lo rodea. Mis ficciones quieren revelar, de una u otra manera, el drama del hombre de hoy y, por tanto, mi propio drama. Quizá sea la literatura la única creación que puede dejar profundo testimonio de ese trance angustioso en que se haya el hombre contemporáneo preguntándose, con mayor urgencia que nunca, qué es, hacia dónde va. Mi obra es la expresión de esa compleja crisis o no es nada…
Del libro Sobre el volcán (A propósito de Canarias)
Geografía sentimental
Ya los posrománticos afirmaban que el hombre es la imaginación de su suelo, que era una manera de decir que el paisaje es la vida y la identidad. Esa definición, que lo resume todo, incluye también el sentimiento. Que la geografía es uno de los disfraces del sentimiento, es algo que, quien más quien menos, hemos podido experimentar alguna vez en emoción propia. Quiero decir que somos lo que somos y nos dejan, pero, además, también somos la presencia o la memoria de la geografía en la que creció nuestra mirada. Luego, el tiempo y la tristeza, el amor y el dolor, esa música callada e incierta que compone la vida ocurriendo hacia la muerte, se encargan de transformarnos la mirada y, en ella, la claridad o el fuego original que alguna vez fuimos. Sin embargo, a solas, despojados ante el espejo, la imagen del cristal nos devuelve no el rostro, sino el sentimiento que lo sustenta. Entonces dejamos de ser los que estamos acostumbrados a que nos dejen ser para convertirnos en una geografía sentimental en cuyos límites suceden los recuerdos y el paisaje que en ellos se convoca. Entonces volvemos a ser el niño cuya mirada no sucumbió al olvido. Nuevamente capaces, entonces, de ser isla entera: la que enseñó a los ojos y al corazón los latidos del mar, sus más secretos sueños.
Entre nosotros, allá por los años 30, Pedro García Cabrera se aventuró a formular una explicación del arte y el ser insular en función del paisaje. El poeta gomero nos enseñó que no podemos reconocernos a nosotros mismos si no disponemos de una mirada integral a través de la cual sentir nuestras islas y, con las islas, los sueños y heridas del mar que las envuelve. Pérez Minik dijo también que el canario siente en todos sus actos la naturaleza de su recinto geográfico. Isla somos. Como un destino inevitable. Y ser isla es vivir a la vez en un purgatorio y en un paraíso. Para lo bueno y para lo que no es tanto, seguimos siendo el sueño del paisaje, la consecuencia de la geografía y su sentimiento.
Del libro Ínsula de Babel
La propia palabra
No hay palabra inocente. El Habitante de la Isla lo sabe. No es posible permanecer ajeno a todas las palabras que en el mundo, en el cuenco de la memoria o el deseo, caben. Sin embargo, la salvación por el verbo no ha de venir de fuera. Bastardo y mestizo, provinciano y universal, de tierra y mar, de cielo y lava, el Habitante de la Isla sigue intentando descifrar los signos que identifican la propia palabra. Huye de la costumbre del lenguaje, de ese verbo que no nombra, ni revela ni inaugura, sino que repite sin sentido lo ya dicho como una moneda o una luz gastadas. Reconoce los ecos en que su voz se establece y siente que resuena más armonioso el americano que el europeo. A ninguno renuncia. Ni siquiera a los que aún no conoce, a los que han sido o a los que el tiempo ha de cumplir. Mas sabe que la palabra verdadera solo surge en la más íntima y descarnada soledad. Por eso ahora el Habitante de la Isla permanece exiliado de todo y de todos, isla a solas, encerrado en la geografía del silencio, desierto y desnudo idéntico a sí mismo, náufrago en las islas del verbo, para así poder descubrir su propia y verdadera palabra, la auténtica: esa que nos devuelve al origen; una que al fin sobre la tierra sea más poderosa que los hechos.