DEL LIBRO BRISAS DEL TEIDE
¡MÁS ALTO QUE EL ÁGUILA…!
Si no te sientes águila, no quieras volar
con el pensamiento por encima de los abismos
León Tolstoy
Grilletes en los pies, venda en los ojos;
prohibidas la acción y la palabra;
en las puertas fortísimos cerrojos
y castigo ejemplar al que las abra…
No poder expresar con el acento
lo inmenso de un amor avasallante;
envejecer el cuerpo macilento
sin realizar tu anhelo un solo instante…
Todo eso puede, y mucho más, hacerte
el que sobre tu ser manda e impera;
¡siempre sobre la “mano”, por más fuerte,
ha de poder la “garra” de la fiera…!
Porque el cuerpo es esclavo; la materia
dócil se dobla al brazo del tirano;
por eso podredumbres y laceria
hacen su nido sobre el cuerpo humano…
Mas en esa materia hay un sagrario,
foco de luz espléndido y divino,
¡rayo de sol que cruza temerario
rasgando las tinieblas del camino…!
Se llama ese sagrario “el pensamiento”,
que quiere y que aborrece, el “alma”, en suma
¡libre como los pájaros y el viento!
¡cual se remonta el Sol sobre la bruma!
Podrán tu cuerpo aprisionar feroces,
tu boca amordazar como a las fieras,
¡pero no te podrán quitar los goces
de pensar y adorar lo que tú quieras!…
¡Bendito sea el pensamiento humano!
¡Por los siglos sin fin, bendito sea…!
¡que por cima del déspota inhumano
el espíritu, libre, vuela y crea…!
Y venciendo crueles opresores,
inmaculado siempre y siempre fuerte,
porque le dan más savia los dolores
y triunfa del martirio y de la muerte,
mientras la “garra” la materia oprime
y el cerebro con rabia pulveriza,
para matar la idea que redime
—vencida la materia en esta liza—,
el pensamiento escapa victorioso
y de espacios más grandes vuela en pos;
en un valiente impulso luminoso,
va más alto que el águila… ¡hasta Dios!
TU NOMBRE
Lleve este libro el cierre de tu nombre sonoro,
extraño y presuntuoso como el broche de oro
que sujetase el manto de un magnate oriental.
De ese nombre de música y mil veces querido
que resuena incesante como un timbre en mi oído,
despertando mi alma del marasmo letal.
Este libro que tiene mis esencias mejores
quisiera deshojarlo, como si fueran flores,
al balcón de la vida pudiéndome asomar.
Que los versos volaran como lluvia bendita,
pero el broche, certero, a la frente proscrita
de aquellos que quisieron mi vida aniquilar.
DEL LIBRO CANTOS DE MUCHOS PUERTOS
REBELIÓN
Ven y dame tu mano, que en la mía
será como de bronce,
y así fundidas
romperemos el mundo, si en el mundo
vallas levantan manos enemigas.
Iremos muy erguidas las cabezas,
con Cupido en los brazos, hecho carne,
para decirles,
a los sordos y ciegos de la Vida,
que deshicimos torres de prejuicios
golpeando con las frentes en las piedras;
que quitamos las uñas a las garras
de los buitres rastreros,
y libertados,
hicimos mariposas con las hojas
de las leyes antiguas,
y juguetes a nuestro Cupidillo,
con las viejas argollas
de las cadenas de la Tierra…!
LA PATRIA
Salí ayer de mi patria, y ni un temblor
estremeció mis párpados,
y el alma
permaneció tranquila y sosegada,
esperando, serena, un horizonte
con menos sombras…
Yo considero mi potente esfuerzo
como el del águila caudal, que huyese
de donde el cazador la persiguiera
y va a parar su vuelo
en una roca abrupta en lejanía
que nunca conociera.
Y aquél, será su nido,
y allí tendrá sus hijos,
y sobre aquella roca hospitalaria
creará sus amores y su patria…!
La patria es voz absurda
de tiempos medievales.
El estado del alma de los seres
dice cual es la patria.
La patria es la que tiende
la mano al caminante;
la patria es aquel suelo
donde se encuentra redención y aliento,
la patria es una tierra,
cerca o lejana,
donde se enjugan lágrimas candentes
y se convierten en ardientes besos…!!
CUMBRE
Tengo un enorme orgullo de todas mis acciones
y venero los pasos que he dado en el camino.
Los admiro uno a uno,
me exalto al recordar,
y todos los daría de volver a empezar…
Es tanto lo que adhirió la gesta de mi vida,
que aquellos que la ignoran
me inspiran compasión.
Me desconocen —pienso, —mas si me conocieran,
las gentes me darían
hueco en su corazón…
Porque ignoran mi siembra de flores en las rocas;
las fuentes de agua clara que me dio el arenal…
La negación estéril perdió forma en mi mano,
y apagando el infierno
sembré un rubio trigal…!
Hoy descanso adorando mi recuerdo en las horas…
A las gentes procuro enseñar lo que “es ser…”
No miro más paisajes que el mar de las estrellas,
y no leo más libros que vidas ejemplares:
de Cristo y Mahatma Gandhi…
…de Simón Radowitzki y Sacha Yegulev…
DEL LIBRO ÉL
Hacía unos días que Él y yo no nos hablábamos. Un contratiempo sin importancia motivó una de sus explosiones de furor, y más tarde su rencor y mis temores sellaron nuestros labios.
En esta situación es como mejor estábamos: callados y hoscos, el silencio tejía a nuestro alrededor sombras alucinantes, pero las estridencias no tenían lugar en la casa raída por el paréntesis de inquietud.
Una mañana al entrar en una habitación me dijo:
—Hoy te estoy queriendo mucho ¿sabes?
Y me estremecí de terror, oyendo ya el ruido que hacía el silencio al romperse, y sintiendo en mis carnes, aún cárdenas, el dolor renovado de sus nuevas feroces caricias…
*****
El jardín me atraía.
Por las mañanas muy temprano y por las tardes, cuando caía el sol, me bajaba al jardín para regarlo y luego de rodillas sobre la yerba quitaba las hojitas secas de mis violetas. Cuidaba con amor a aquellas florecitas perfumadas que nadie descubría ni visitaba más que yo. No las corté jamás, ni hice más que hundir la cara entre las hojas húmedas para aspirar su olor. Allí olvidaba yo, allí descansaba, allí parecía que mi alma se refrescaba en un remanso de sosiego y paz… Peor una tarde Él descubrió mi retiro, y con las cejas enarcadas y el rostro reflejando desconfianza, subió los escalones de madera de una pequeña escalerilla que tenía para limpiar las enredaderas y estuvo largo rato observando los miradores vecinos.
De pronto desde la torrecita de un convento cercano sonó el toque del Ángelus y Él, prorrumpiendo en un “¡ah, ya!” mordaz y violentísimo, bajó la escalerilla rápidamente. Yo miré y comprobé que desde mi jardín se veía al fraile campanero como un muñeco lejano.
…y al día siguiente amanecieron arrancadas todas mis violetas…
*****
Corre, tren, corre sobre mi pena; oscurece mi dolor con tu humo negro como la cabellera del demonio, aleja de mi alma el drama entero de mi existencia rota, de mi presente de lucha, de mi porvenir incierto… Corre, tren, y con el ruido espantoso de tus cadenas y de tus brazos ciclópeos de hierro, evita que se forjen los pensamientos en mi cerebro, y patea, desgarra, pulveriza los recuerdos de trágica odisea que me enloquecen, y que a mi alma primitiva, sencilla, ingenua, torturan con las pesadillas reconstructoras de lo pasado… (heridas, sangre, gritos, insomnios dolorosos, un soñar de calentura que aplasta mi sana complexión bajo su peso…).
En lontananza se va quedando el manicomio con sus torrecitas altas, y sus pabellones iguales pintados de blanco y rojo —huesos y sangre me semejan—.
Y yo sola, enlutada, con un luto triste porque es el que en la vida se lleva por uno mismo, miro a las lejanas torrecitas bajo cuyas techumbres se queda Él y me parece sentir aún las estridentes risas y las voces incoloras que he dejado. Y miro el porvenir y veo las piedras de mi hogar rodando clamorosas río abajo, río abajo…
*****
La casa me recibió en paz.
Los corredores soleados, las salas amplias, sin Él.
El jardín rumoroso, las azoteas blancas sin Él. De noche me abrió sus puertas mi alcoba en sombras, sin Él.
Reposé en mi lecho casto, sin Él…
*****
Los días al sucederse me traían la seguridad de mí misma. Por fin me encontraba. Era una mujer que regresaba., Un alma que volvía a la envoltura corporal. A todas horas me palpaba y me repetía hasta convencerme: “Soy yo”. Y sentía dentro de mí alzarse lentamente una alegría indefinida.
*****
Al correr de los meses, algunos parientes y muchas otras gentes me miraban con desconfianza. Las razonadas cartas de Él hacían en ellos la impresión de que era tal vez víctima de mi poco deseo de reanudar mi vida anterior a su lado.
—Hay ya que pensar en sacarlo— decía alguien de la familia., Y aun los amigos que más me habían compadecido me hacían preguntas capciosas.
Yo sufría en silencio, pero ¿qué es lo que querían aquellas gentes? ¿Por qué se empeñaban en no comprender que allí no había más que un enfermo que era Él y una víctima que era yo? ¡Oh! Lo repetiré siempre. Cuando en un matrimonio ocurre lo que en el mío, las multitudes bárbaras necesitan culpables. La irresponsabilidad no satisface la cruel voracidad de las gentes. Les es preciso enfangar a alguno de los cónyuges, y si fuera posible a los dos, mucho mejor. “El marido es muy mal hombre, pero es que también ella…”
¡Y la solución de una enfermedad no es suficiente pasto para ciertos espíritus ambiciosos de fango!
*****
Pues bien, ¡anatema sobre vosotros los cobardes que no levantasteis la voz para defenderme! ¡Sobre vosotros y sobre vuestros hijos recaiga mi dolor —¡todo el amargo manantial de mi dolor!— y el hambre y la sed, y los insomnios torturantes, y todo el cruento palpitar de mis tremendas y apocalípticas horas de soledad!
Por los hombres cobardes abandonaré mi hogar y mi patria: por aquellos hombres miserables y ruines que se envolvieron el alma con túnica de mujerzuelas para recibir al infeliz demente con sonrisas melifluas, y lanzar a sus espaldas murmuraciones e intrigas miserables; perderé tal vez cuanto tuvo mi calor y fue mío. Por aquellos médicos que mintieron certificados de salud a un enfermo, cometiendo un acto delictivo, por no exponerse a las iras de Él, o a las de la «mano predestinada y trágica» que va tras Él, quedará tal vez mi fama en entredicho, y sobre las cabecitas de nuestros hijos flotará una sombra indecisa. Anatema, anatema sobre aquellos que impulsaron mi vida hacia caminos desconocidos; anatema sobre los que desarraigaron mis pies del adorado suelo en que nací… Anatema mil veces sobre los hombres ruines que no supieron levantar la voz viril para defender mi verdad. Y cuando los que yo adoro mueran lejos de mi lado y cuando el suspiro último de mi madre se exhale en la soledad, sin que sus ojos recojan la luz de los míos, el eterno anatema de mi alma enorme recaiga sobre los cobardes, los traidores, los malvados, que por no perder la amodorrante paz de su vivir, acallaron sus voces, contentándose con escuchar pacientes las alucinaciones de que el infeliz Él esmalta su existencia, y viendo maliciosos y pérfidos cómo mi porvenir se ensombrece, quedando sólo a la débil merced de mis manos.
Pero, ¡oh!, sociedad rastrera que haces esto conmigo, ¡no importa! Que en mi alma de mujer existe la semilla heroica que vuestros padres no pudieron sembraros y sobre la cadena de los dolores, tal vez el tiempo corone un día las sienes pálidas, que vosotros, indiferentes a mi agonía, ¡supisteis taladrar…!
DEL LIBRO ELLA
Entre los amigos de que primero hago memoria hay un señor joven, de barba muy rubia, con el cabello plateado sobre las sienes y los ojos azules. Este señor era director de un periódico de mi país, y había sido muy amigo de mi padre, según me decían. Venía a casa con cierta frecuencia, y siempre con dos o tres señores elegantes, que a mí me parecían de gran autoridad, que me tomaban en sus brazos, pasándome de mano en mano, haciéndome preguntas y quitándome el cabello de sobre la frente, exclamando:
—¡Es la misma cara! ¡Cómo se le parece! ¡Qué lástima que esta criatura no haya sido varón…!
Un día me llevaron al Ateneo, y me enseñaron muchos retratos, que había colgados de las paredes, de señores muy serios, con trajes antiguos y uniformes muy raros.
El periodista me preguntó:
—¿Cuál de estos es tu papá?—y yo, levantando mi mano, señalé el retrato de un señor de barba…
Entonces me tomaron en brazos, me besaron mucho, y el periodista sacó el pañuelo y se lo pasó por la cara como si llorase.
Yo puedo decir ahora que no sé absolutamente por qué señalé aquel cuadro, pues ya no recuerdo cómo era mi padre, y además era aquel un retrato muy malo, hecho por un aficionado del pueblo. Pero es de suponer que alguna sugerencia levantó en mí aquella figura pintada, o que en algún sentido la uní, tal vez inconscientemente, a mi ya muerta remembranza del caballero y el libro de estampas.
Al regresar a casa, los señores aquellos le dijeron a mi madre que yo tenía un talento asombroso, repitiendo nuevamente en distintos tonos «¡que era una gran lástima que yo no fuese varón…!»
Por entonces cumplí cinco años. Tengo que hacer notar la circunstancia de que aquellos señores y otros que también fueron amigos y admiradores de mi padre, al visitarnos o encontrarnos en la calle, no se preocupaban lo más mínimo de mi hermana, contentándose con darle unos golpecitos en la cara y sin que al parecer les diera lástima ninguna «el que ella no hubiera sido varón…»
En cambio, yo estaba muy orgullosa con mi parecido, con mi frente tan ancha, «igual a la de él», que inducía a los amigos a regalarme y mimarme más…
También me iba penetrando poco a poco «de que yo tenía mucho talento», cosa que ya no me satisfacía tanto, pues aunque no sabía en lo que consistía ni lo que significaba, servía sin duda, por lo pronto, para que mi madre me lo recordase continuamente, mezclándolo con enojosas reprimendas:
¡Parece mentira que una niña de talento como tú se ensucie con tanta frecuencia los vestidos…!
*****
No tendría seguramente cinco años cumplidos cuando mi familia realizó un viaje a Agaete, pueblecillo encantador de las Islas Canarias. Sólo cinco horas de barco separaban nuestro pueblo de aquel, realizándose el viaje en un hermoso velero propiedad de la casa de mis abuelos. Con el corazón palpitante me dejé conducir a las entrañas malolientes del barco aquel. Nunca hasta entonces había mi olfato experimentado tan fuerte sensación. El olor a brea, unido a los peculiares del mar, los muelles, los cargamentos de materias diversas, el fuerte tabaco de las pipas y el acre aroma que se desprendía de las velas y las ropas de los marineros, dejaron por un momento los pulmones de la niña ciudadana como ahogados en aquella atmósfera violenta y desconocida.
Un perro pequeño, gordo y alegre, vino juguetón a saludarme. Aquel saludo me tranquilizó. Si el perro no se ahogaba allí adentro, seguramente podría respirar yo. Y seguida por él, bajé una escalerilla.
Diez horas viví en el barco aquel. Con un buen viento hubiera podido realizarse el viaje en cinco, tal vez en cuatro; pero una calma absoluta reinando sobre el mar hizo inútiles las velas del barco, el coraje y la decisión de los hombres, cuyas imprecaciones más violentas acallaría la presencia de señoras a bordo.
Muchos viajes realicé desde entonces en los barcos de vela. Comí con patrones y marineros, y supe de las salsas picantes, de las carnes saladas, cocinadas por hábiles manos marineras; sentí en mis narices el ardor del tabaco humedecido por el salitre, y disfruté también el placer romántico de dormir envuelta en un manto de luna, en el «frágil velero que va sobre la mar»…
Pero nunca llegué a aumentar la confianza, el aplomo y la seguridad magnífica de aquel mi primer memorable día de navegación, al tomar plena posesión de «La Rosa», barco de cabotaje que hacía bisemanalmente la travesía entre los puertos de Santa Cruz y Las Palmas.