De Las tardes o el deseo (1954)
Esta vida que es tuya, porque es mía,
es una vida en dualidad completa,
un ser en y no ser entre tu ausencia
y un besar de narciso cuando beso.
Tu cuerpo es ya tan mío, que parece
como si me mirara en un espejo.
En ese espejo verde de tus ojos,
que son mis ojos y son los tuyos.
Pero tengo tu ausencia y sin embargo vivo.
Y no es vivir este vivir sin ti,
que es como estar y ser y no ser luego
y vivir y morir y vida y muerte.
Estoy tan dentro de tu ser, que siento
deshojada mi vida por tus manos,
cuando tus labios fríos acaricias,
esperando en la tarde mi presencia.
Y así vivir es casi muerte viva
y morir es la vida en lejanía.
Al compás de tus manos me refugio
y me muero viviendo, por tu cuerpo.
De Las preguntas del silencio (1956)
Como la aguja de un espanto.
Llegaste a mis oídos.
Como la espina de la rosa.
El sonido te aguardaba para hacerse logro.
Te sospechaba el aire que corre entre las ramas.
Ya dentro de mi tiempo,
eres como un querer y no querer,
existiendo y necesariamente dándote,
en la angustia del silencio.
Porque eres sólo cuando se te dice.
Sólo cuando se pronuncia tu idea y se da a otro oído,
no cuando estás en mí, tenso y casi disparado, lleno de soledad,
necesitado de la voz y del labio susurrante.
Porque has de ser creado en voz baja,
soterradamente, como una traición, o una espada
Así eres tú, solamente desde ayer,
En que una boca se acercó a mi oído.
Así, no antes ni después, en el mismo presente.
Eco de mi voz y penumbra de mi luz.
Tengo que darte otro
para dormir tranquilo.
Eres un pulso transmitido y ajeno.
Te busco, o no te busco y vienes a mí.
Pero no te rechazo.
Esa cuerda tensa del pensamiento eres tú:
Te llamas secreto.
De Elegía para un hombre muerto en un campo de concentración (1956)
¡Cuántas veces miraste aquella ventana,
la última ventana frente a tu frente!
Se veían los árboles lejanos,
y cada media hora,
de una manera monótona,
era rota la monotonía,
por la bayoneta del
centinela que pasaba
casi exactamente.
Primero se oían sus pasos acercándose.
Uno, dos, tres. Y buscabas
En tu olvido la llegada.
¡Si fuera tarde!
Como un telón que se descorría,
mínimo y vertical,
frente a la conocida escena.
¡Qué desesperado llanto!
Y así te morías.
Y era bueno que lo hicieras.
Rezábamos por la noche.
Los hombres no saben nada de nuestro Dios,
ese que está detrás de las alambradas
y los subfusiles automáticos.
Porque es un Dios pobre y bueno
que no castiga.
Él nos decía:
«Hay que morir.
Y tenéis que construir la muerte;
cada uno la suya».
Tú estabas edificando
la mejor muerte del mundo.
¡Ay la sangre
otra vez en el suelo!
¡Cómo la tocabas con la mano
hasta que se enfriaba!
Y me decías:
«Soy yo, ¿la ves?
cálido y derramado».
¡Ay, cómo me dolía
entonces el corazón!
Entonces construías tu muerte, amigo único,
frente a la última ventana,
midiendo tu tiempo
la manecilla del reloj angustiado
de un centinela.
¡Ay, tu sangre!
De El llanto alegre (1957)
Si tengo que atardecer
porque es fuerza que lo haga,
dame en la mano a beber
la canción de tu mirada.
Si he de vivir este tiempo,
porque es fuerza que lo viva,
no te vayas de mi lado
y cambia de rumbo al viento,
no dejes que a la deriva
vaya con mi sentimiento.
Si me tengo que morir,
porque es fuerza que me muera,
quiero verte sonreír.
Y si mi mano se enfría,
porque es fuerza que se enfríe,
Sonríe siempre, sonríe.
Así comienza la mañana,
nueva, distinta, siempre otra.
Y hay que dejar el viejo llanto
en la almohada, bien dormido.
Y hay que mirar la luz
y contemplar la calle desde la ventana
y arrancarse el corazón.
Y que el corazón mire también
la risa de la flor, la nube,
cosas nuevas todas,
siempre nuevas,
recién salidas del horno de la vida,
cosas que antes no estaban.
Y si todavía el viejo llanto
nos borra el aire o la lluvia,
compadecerle.
Es la costumbre, ojos, párpados.
Es estar llorando por lejanas posibilidades,
por deseos que están
en las raíces del arco iris.
Es estar llorando.
Pero si la mañana ha nacido
reidora y sencilla,
angélica e inocentemente púdica,
como un niño,
un llanto alegre debe nacer con ella.
Y así, las lágrimas serán
un adelanto del mar,
de ese mar próximo, amado, limpio, azul.
Y el viejo llanto dormido soñará.
Y todo, la vida misma,
Será un llanto alegre.
EL HÉROE (I)
De Como un grano de trigo (1965)
Tengo que cantar
a quien no tiene
un nombre que ponerse
No hay héroes. ¿Dónde la Dulcinea del piloto
de una nave estelar? ¿En qué planeta,
estarán los molinos girando y con qué brisa?
No hay hombre señalado, no hay hombre previsto
Tripular una nave es cosa de las máquinas.
Cerebros de metal pensando y ordenando datos,
dando respuestas a preguntan, calculando las órbitas.
No hay héroe. La máquina hace su oficina ahora.
Qué importan los nombres de los héroes
ni en qué país nacieron.
Son hombres de la Tierra hablando del mismo idioma
de números y cálculos
Mirad cómo se preparan para el camino,
cómo tienen que aprenderlo todo;
el peso enrome que en sus pechos se detiene
apretando el corazón
cuando el impulso de la nave crece.
Mirad el rostro deforme y aplastado.
Mirad a los héroes del espacio
con cascos de cristal y uniformes precintados;
habitantes de un mundo de metal
con ojos y oídos de segunda mano.
Mirad a nuestro héroe
hecho con pensamientos de los sabios.
Miradlo bien. Miradlo.
No tiene nombre que ponerse.
Es sólo un corazón de barro
latiendo entre cables, micrófonos y plásticos.
Nuestro héroe. El menos seguro de los aparatos,
el menos importante, el más barato.
Y sin tener un nombre que ponerse.
Como una grano de trigo que hubiera el viento alzado.
EL SOLDADO
De Las horas del hospital y otros cuentos (1966)
(fragmento)
Llegó a su compañía y le destinaron a una escuadra. El cabo le enseñó a vestirse con propiedad y cuidar de sus armas. El problema comenzó cuando tuvo que abrocharse el capote a la derecha los días impares y a la izquierda los pares. No encontraba razón ni nadie pudo dársela, de tal medida. Pero estaba escrita la razón: el deterioro de la prenda necesariamente debía ser igual por ambos lados.
Aprendió las obligaciones de un centinela, llevaba bien su arma, marchaba con soltura y aire y hacía fuego con prontitud y orden. Había que respetar a todo el mundo, obedecer a todo el mundo, tener gran exactitud en el servicio y saberse casi de memoria las leyes penales, para no alegar ignorancia de ellas que, en algún caso pudiera eximirle de la pena correspondiente a la inobediencia debida.
Saludaba sobre su marcha, sin inclinar la cabeza, ni pararse, llevando la mano derecha a la visera de la gorra o parte equivalente de la prenda de cabeza (jamás halló equivalencia alguna) a las justicias por su respeto y a las demás personas visibles. La cuestión del saludo a las personas visibles era ampliamente discutida entre el personal ya que difícilmente esas personas visibles llevaban en la cara los signos de autoridad o dignidad, que las definía como tales.
Cuando iba de paseo marchaba con despejo…
De Sin alba ni crepúsculo (1967)
Y no digas ahora
que te faltó quererme más,
besarme más,
que amor me diste todo el que tenías,
aunque piensas que nunca fue bastante.
Mi corazón siempre estaba al principio
de aquel eterno mar
que tu caricia era.
No digas que pudiste…
Que si no hubieras hecho…,
que si hubieras tenido…
No creas, no, que más amor me diera
todo lo que dejaste por hacer.
Hay en toda esa ausencia
una mayor ventura.
En esa soledad que crece hoy,
más compañía.
Y estoy cerca de ti, más cerca.
Que nunca estuve así,
siendo tú misma…
De Unas Cosas y otras (1974)
No me despiertes nunca cuando sueño contigo
antigua novia mía, mujer, esposa, amante.
Caminas por mis sueños con el amor seguro
y llevas en tus brazos mi vida, como un niño.
No me despiertes. Deja que ese prado de angustia
donde la primavera no volverá a su tiempo
florezca cada noche, cuando tú lo visitas
con tus pies encendidos y tus manos desnudas.
Déjame siempre el sueño. Acompáñame pura
en él, como la nube, como la limpia rosa
en el parco jardín que fabrica mi espera
cada noche en la noche, cada día en el día.
En el justo silencio que nace entre la niebla
de un comenzado octubre, tu voz me nombra. Y vuelvo
en la gris madrugada a sentir vivo el gozo
de tenerte completa para mí, sin las cosas,
que me roban tus horas, aire que necesito.
Deja mi sueño quieto. No rompas la ternura
que tu visita ofrece cada noche a este frío
corazón que no late si tú no estás presente,
novia mía constante, mujer, amante, Delia.
De Estío (1981)
El clamor de la luz.
La fuerza entera de la luz
cayendo sobre el día.
Blanco el aire
detenido, en la mano
brilla, en las hojas
y en la sombra brilla.
La quietud
y el sonido distinto
de las voces, los ruidos,
las alas de las palomas
en la tarde, lentísimas.
¡Dejadme en el estío!
¡No toquéis este instante!
Me he puesto un traje blanco
y estoy en el jardín
de este eterno verano.
Ella, a mi lado, siempre.
Este verano nuestro es de jardín y prado.
El sol en las terrazas, la sombra de los árboles.
Llegan de la distancia sonidos apagados
de voces que en la calma de un claro
mediodía
rompen así el silencio
de la luz derramada.
Este verano nuestro es de ventana abierta
y verde transparente y gabinete oscuro.
La tarde trae a veces una brisa ligera
y el color de las cosas renueva su apariencia.
Se acostumbra a salir cuando el sol ya se ha puesto,
se riegan los arriates, se refresca la hierba.
En la paz de la tarde
estival se descansa
y se espera la noche.
De De los días perdidos (1982)
Cualquier tiempo pasado fue mejor
Jorge Manrique
No es que fuera mejor, es que ya no lo tengo.
Ni cabe la esperanza de vivirlo de nuevo.
Voy a sentirlo siempre pesando en mis espaldas.
Eurídice se esfuma si vuelvo la cabeza.
Sé que no lo he perdido, pero no me acompaña.
¿Son distintos los ojos y el paisaje es el mismo?
Vuelvo con él al recuerdo al instante inocente,
la memoria me dice que no es ese el camino.
Nombro las cosas idas y ya no tienen nombre.
A veces la respuesta me llega en una tarde,
la frescura y la brisa parecen repetirse,
cruza un pájaro el aire y no es el mismo día.
Del tiempo que se fue pasó fugaz un ala.
Siempre igual el amor, dulce, nutriente signo.
Y es que cualquier pasado fue mejor, nos decimos.
No es que fuera mejor, es que ya no lo tengo.
Buscamos otra vez la caricia y el beso.
¿Dónde está la ternura de los labios amados?
Sigue allí, lo sabemos, perdurará en la noche.
Sostiene la memoria un obstinado canto.
Un aire de batalla mal perdida me azota.
Recorro con los sueños los dorados países.
Volvería otra vez a mi mundo pasado.
No es que fuera mejor, es que ya no lo tengo.
De Un poco de humo y otros relatos (1984)
UNA PRESENCIA PELIGROSA
(Fragmento)
Cuando el Dr. Bertrand Trenton y su esposa Claire abordaron el avión que los llevaría de nuevo a Londres, estaban sinceramente apenados. Sus vacaciones en México -tres inolvidables semanas en las que pudieron descansar, visitar exóticos parajes, las intrigantes y bellas ruinas de Chichen Itzá y Uxmall, en el maravilloso Yucatán, hacer un viaje a Acapulco como auténticos turistas y llevar una vida alegre en Ciudad de México, con cenas en «San Angel Inn», la antigua Hacienda de los Goicoechea, las fiestas charras, los paseos por Avenida Juárez y los aperitivos en «Muralto»-, habían pasado con extraordinaria rapidez.
Gentilmente atendidos por el personal de a bordo, pasaron al compartimento de primera clase y ocuparon sus asientos, mientras la azafata colocaba los abrigos y equipajes de mano en el lugar adecuado.
-Viajaremos casi en soledad- dijo Claire sonriendo.
En primera clase, una señora de edad indefinida y un hombre de cincuenta o sesenta años eran los únicos pasajeros, además del matrimonio Trenton.
El viaje iba a ser largo y los Trenton creyeron conveniente presentarse a sus compañeros de viaje. La Sra. Forster resultó ser una excelente jugadora de bridge y Mr. Ensor un caballero educado y con grandes conocimientos sobre toda clase de hechos históricos. Realmente el viaje se prometía agradable y tranquilo, el tiempo era magnífico y las primeras palabras del comandante de la aeronave fueron para asegurar una travesía sin problemas.
Después de un despegue perfecto el jet se estabilizó. La vida a bordo comenzaba. Tomaron unas copas de champagne y conversaron durante una media hora porque, apenas transcurrido ese tiempo, comenzaron a ocurrir las cosas.
Una imperceptible vibración se apoderó del aparato. No podía decirse que fuera alarmante, pero producía una sensación de agobio y opresión que fue aumentando hasta hacerse casi insoportable. El aire acondicionado funcionaba con dificultad y en el interior del compartimento comenzó a notarse que la temperatura descendía notablemente. Mr. Ensor tocó el timbre y la azafata acudió con prontitud.
-¿Qué ocurre? -le dijo Ensor-. ¿Tenemos algún inconveniente?
De Objetos de desván y trajes de pasamanería (1986)
El antiguo esplendor
(Fragmento)
Había la posibilidad de que las relaciones se establecieran sin un aparente acuerdo, dando origen a complicadísimas situaciones, en las cuales, buscar las raíces de las interdependencias era de todo punto imposible.
«Se preguntaba, además, si las relaciones eran sólo fortuitas o realmente, entre las cosas, había desconocidos lazos no entrevistos, aunque pensaba que existían sólo las relaciones y que las cosas tomaban sus posiciones en el suceder, ordenándose como si ellas fueran las causantes de la unión de unas con otras, sin tener en cuenta que, o las cosas o las relaciones, fallaban en alguna parte y daban pábulo a los más ingentes comentarios acerca de cómo se llegaba a establecer una cohesión comprensible. Y si bien esto parecía un juego, la realidad era que sólo el componente de la tragedia daba sabor a una tan compleja ocasión para las averiguaciones pertinentes acerca de lo que acaecía.
De La trampa de la noche (1989)
Perdida la esperanza
retorno al tiempo que construyó el pasado.
No hago preguntas. Me detengo en la rosa
que duerme entre las páginas de un libro
donde la voz descansa.
El aire mueve la limpia luz.
La tarde se repite.
Señala así la noche
su condición eterna.
De El destino de la melancolía (1997)
A merced del destino, levanto en la mañana
el estandarte limpio de la primera rosa,
anuncio de los días que por vivir esperan,
otoños venturosos, en la memoria siempre.
Largo, el pasado mira desde el balcón abierto
las tardes de un estío inacabable y puro
donde el amor nacía entre los prados blancos
y el sol iluminaba los tenues trajes verdes.
Augurales muchachas reían a la sombra
de pinos olorosos. Caliginosas nieblas
cubrían como sueños las tardes más tranquilas,
único tiempo mío: el eterno verano
que fuera el corazón de la amada. Y ahora,
ya no soy otra cosa que un solitario mundo
habitado por sueños que no comprendo nunca.
De Aprendizaje del silencio (2003)
Hace días que no me vengo a ver,
porque estoy insufrible.
No sé cómo soporto el tedio visceral
en el que estoy hundido.
Por ello, hacerme una visita
puede ser una larga tortura
y prefiero olvidar la amistad que me tengo
y dedicar el tiempo
a esa mala costumbre en que consiste
la vida en relación, aquel saludo,
una conversación sobre política local
inaguantable.
Espero mejorar la próxima semana.
Entonces me diré unas cuantas verdades,
a ver si así, las cosas se componen
y vuelvo a tolerar mi compañía.
De Los hombres se van (2006)
(Fragmento)
Un día se fue en un pailebot que marchaba a Australia. Pasaron años y no se supo nada de él. Algunos amigos le creían muerto y como fue reclamado para servir otra vez y no se presentó, le declararon prófugo. Fue entonces cuando la Guerra Civil, pero como después se supo que se había presentado en un Consulado español y que había prestado servicios a la patria, la detención quedó sin efecto y le permitieron regresar a la isla después de una breve estancia en un campo de concentración. Cuando regresó, pasados más de veinte años de su marcha, estaba gordo y llevaba un panamá. La sortija que tenía en su mano izquierda -un solitario grueso- era buena. Compró una casa en las afueras de la ciudad y volvió al muelle. Pero esta vez ya sabía cual era su trabajo. Si vino desde Haití y dejó su empleo de capataz en una plantación porque se enteró del «negocio» a tiempo y quiso ser el primero en sacarle partido a la emigración.