Segundas personas
Los ecos de la noche
Ya se sabe, aunque la razón impida reconocerlo: a las tres de la madrugada, todo es posible, porque
las cosas adquieren a esa hora perfiles, colores, temperaturas diferentes a los que poseen durante el día.
Mutan de modo imperceptible a partir de medianoche y, así aumenta la gravedad de los hechos efímeros o pierden importancia ciertos actos trascendentes. Un portazo a mediodía, por ejemplo, no es más que un portazo, alguien que sale con prisa o sin ganas de ir a la compra. En la noche, en cambio, un portazo es siempre un sobresalto, una crisis, una caída al centro de la desgracia. Por eso, cuando Fidel escuchó el insulto proveniente del otro lado del tabique, a la tarea del calor húmedo y la factura pendiente vino a unirse aquella injuria para coronar la labor del insomnio. Decidió levantarse y beber un vaso de agua antes de regresar a la habitación e intentar, por enésima vez, abandonarse al sueño. Pero la voz masculina, ebriamente gangosa, prosiguió con su rosario de insultos a ella, la otra voz, femenina y sumisa, que pedía tranquilidad, pensando, quizá, en el descanso del vecino, de Fidel, que ahora prendió la lámpara de la mesilla preguntándose quienes serían los moradores de aquella casa que hasta entonces siempre había sido el silencio y la puerta cerrada, el apartamento vacío desde hacía tanto.
La voz del hombre fue subiendo de tono hasta que llegó el chasquido, el grito ahogado, un cuerpo de mujer que se estrella contra el suelo arrastrando un ejército de porcelana y vidrio, cifra del hogar digno y la vida honesta. Después, las palabras que el hombre pronunció con serenidad y nitidez, decisión más que amenaza, aquel te voy a matar precediendo a los golpes y quejidos que provocaron en Fidel verdadero temor e hicieron que se levantase y llamara a la policía, con la que no logró comunicar. Al fin, determinó ir él mismo y volvió al dormitorio para calzarse. Pero ya no hizo falta, porque un silencio azul y denso (probablemente el silencio de un hombre arrepentido frente a un cadáver) había invadido las paredes y el suelo. Quizá se habían reconciliado o, por el contrario, el hombre había realizado sus propósitos y, en cualquiera de los casos, el hecho de un Fidel en pijama tocando a una puerta en la penumbra resultaba inútil y embarazoso, cuando no arriesgado. Eso le hizo preferir un valium y la cama hasta que llegase el día.
Por la mañana, todo fue tan fácil que casi no se acordó del asunto, pues un café con tostadas y posterior ducha caliente podían hacerle olvidar incluso un crimen. La calle se había llenado de los ruidos inevitables que siempre le recordaban que vivía entre seres humano s, mientras, como solía ocurrir, se le hacía tarde entre cigarrillo y cigarrillo.
Sin embargo, al bajar las escaleras, fue inevitable, la portera en el zaguán, abriendo la puerta doble y el camión verde aparcado ante el edificio. Con sonrisa sonrisa-buen-vecino, Fidel preguntó si alguien se iba, dejando colgar la mandíbula al escuchar que no, que era alguien que llegaba, precisamente al apartamento contiguo al suyo. Ante el rotundo no puede ser , la portera desplegó su amplio abanico de explicaciones y comentarios, dejando bien claro que era un profesor retirado y viudo quien se mudaba el piso, desocupado durante un año: que traía muchos muebles porque en el piso no había ninguno; que era sesentón y muy simpático y todos los largos etcéteras de porteras subsiguientes subsiguientes. Fidel, claro, comprende que tiene que parecer que ha entendido mal, se disculpa porque llega tarde al trabajo y desea un buen día a la portera al tiempo que se dice a sí mismo que está seguro, que no dormía, pero que la noche y el calor son traicioneros y mienten.
Ceremonias de interior
Manuscrito hallado en un elevador
En memoria de Augusto Monterroso
Amo los ascensores porque son un país de lo indefinido en medio de la previsible jornada. Porque suponen la indescifrable posibilidad de encontrar te con tu peor amigo, tu mejor enemigo, con el amor de tu vida, con el hombre destinado a ser tu verdugo. Amo las miradas perdidas de ascensor, los ojos que se clavan en algún punto al azar en el suelo o en el techo, porque en realidad no son miradas perdidas, sino el reencuentro con la propia mirada. Amo las conversaciones de ascensor, en las que lo nimio se vuelve importante hasta rozar lo crucial, para sumirse luego en la niebla del olvido nada más abrirse la puerta e ingresar nuevamente en lo que creemos la realidad. Y amo también los silencios, los encantadores silencios de ascensor, adobados por el zumbido de la maquinaria. Es en esos momentos cuando más profundamente siento la humanidad de los otros, cuando de forma más clara veo la indefectible condición de hombre, agazapada tras el pudor. Pero también amo los ascensores por lo que ellos tienen de emoción y peligro, por la sempiterna sospecha de caída o atoramiento, de muerte segura o sufrimiento vago, de atraco violento o repentino contacto sexual.
Amo las precarias historias de amor que transcurren en los ascensores. También los fugaces antagonismos. Los efímeros odios. Las momentáneas simpatías. Amo, en fin, los ascensores y lo que sucede en ellos. Lo que me sucede en ellos. Amo los ascensores, porque todo ascensor es amenaza de ascenso a los cielos. Porque todo ascensor es promesa de caída al vacío.
Algunos textículos
Exhalación
A Antonio Becerra
Colecciona suspiros. Le ha costado mucho tiempo y esfuerzo reunirlas y catalogarlas, pero, al día de
hoy, dispone de cientos de botellitas de cristal etiquetadas, cada una de las cuales alberga un suspiro dado por alguien en un determinado momento. Suspiros exhalados por caballeros circunspectos, señoras sofocadas, jovencitas románticas, modelos decadentes, camareros agobiados, conductores en enojo, viejecitos tristes. Suspiros de alegría, de impotencia, de placer, de impaciencia, de alivio, de lástima, de nostalgia, de pasión, de olvido, de amor, de hastío.
El problema es que no puede disfrutar de su colección pues, si abriera cualquiera de las botellitas etiquetadas, el suspiro contenido en la misma escaparía para siempre.
Tres funerales para Eladio Monroy
(Fragmento)
Los camiones de la basura, las cubas municipales, los vehículos de desinfección, los taxis vacíos
van dando paso a los turismos, a las guaguas, a los camiones de reparto, a los taxis ocupados.
La luz se derrama sobre los barrios altos (que aquí son los barrios bajos); sobre las instalaciones portuarias; sobre los bloques de viviendas con paredes de cartón; sobre los riscos nimbados de pequeñas casas que se amontonan en multicolor cascada; sobre el empedrado y los muros de piedra de las calles del barrio colombino; sobre las céntricas avenidas; sobre las playa s desoladas que acogen a bañistas prematuros; sobre oficinas bancarias y sedes oficiales; sobre cuarteles y hospitales; sobre colegios y cocheras; sobre plazas diáfanas y sombríos callejones sin salida. De nuevo se ha producido el milagro del amanecer sobre esta ciudad santificada y putrefacta. La mañana vuelve a poner en marcha el hormiguero como si una descarga eléctrica lo hubiese sacudido y sus habitantes corriesen de un lado a otro sin saber exactamente el cómo, el cuándo y, sobre todo, el porqué de su actividad frenética.
De nuevo el amanecer está ahí: casi cuatrocientos mil actores regresan al escenario. A media mañana, como casi siempre, los yonquis tuvieron que levantarse porque Casimiro abrió las puertas del bar Casablanca. Aún tranquilos (no empezarían a inquietarse y a entrar y salir del barrio hasta cerca de mediodía), ocuparon, unos metros más allá, el trozo de acera protegido por la sombra que daba el balcón de la vivienda de Casimiro, no sin antes dar los Buenos días, jefe al propietario y único camarero camarero-cocinero-freganchín-encargado de la limpieza y administrativo de sus horas. […]
Eladio Monroy entró, como casi siempre, a las doce. Pidió un cortado y se sentó a leer el periódico en una de las dos mesas de chapa galvanizada. Alto, corpulento, con la cabeza rasurada, una letra K tatuada en el antebrazo izquierdo y un chirlo en la mejilla derecha, dejaba que sus ojos castaños y cansados merodearan por las páginas, paseando letra arriba ilustración abajo, todavía demasiado aletargado para entender a fondo las informaciones que le ofrecía el matutino.
La noche de piedra (La iniquidad I)
En la televisión, una agente del FBI con poderes extrasensoriales intentaba dar con el paradero de una niña raptada por un psicópata sin que nadie le prestara la más mínima atención. Estrella pasó ante las máquinas tragaperras, solas y aburridas a la entrada del local. Cuando Casañas entró, unos segundos más tarde, se enfrentó al invariable matiz de reproche que siempre reconocía en la mirada de Adalberto. Tal vez le guardaba aún rencor por lo de su perro, o, sencillamente, él mismo proyectaba su propio sentimiento de culpa en el dueño del bar La Parada (Tapas Caseras), que le saludó con su habitual Buenas noches, buena gente. Manolo y Segis se volvieron hacia l a entrada y saludaron a su vez. Estrella había ido directamente al baño, saludando con la mano. Él, en cambio, se sentó a la barra y preguntó a los dos clientes si habían estado de cacería.
−Qué va− se quejó Manolo señalando con el pulgar a su compañero compañero−. A lo mejor el domingo. Éste trabajó hoy. Y a Adalberto no lo separas del jodido bar ni con agua caliente.
−A ver− protestó Adalberto mientras hacía los habituales carajillos de Estrella y Casañas−. La cosa está floja floja floja. O le echamos horas o comemos mierda. De todas formas, si hubiéramos ido hoy, estaríamos enchumbados.
−Bueno, la temporada está empezando− opinó Segis−. Si algo sobra, son consejos.
−Eso no. Conejos de sobra nunca hay− dijo Casañas con una sonrisa lasciva y burlona, para acentuar el doble sentido.
La carcajada de los otros comenzaba a extinguirse cuando Estrella volvió del baño y se situó junto a Casañas.
−¿De qué hablaban?
−De conejos− respondió Casañas, provocando una risita ahogada en Segis y Manolo.
−¿De los que corren corren?
−Más o menos.
Sólo los muertos
(Fragmento)
El Hotel Madrid era un vetusto pero agradable edificio. Su restaurante, con las paredes atestadas de fotografías de famosos y no tan famosos que habían pasado por allí (incluida, paradójicamente, la de Francisco Franco, que se había alojado en el hotel entre el 17 y el 18 de julio de 1936), tenía fama de ser el punto de encuentro de la intelectualidad, el artisteo y el rojerío de la capital. Pelándose del frío en una de las mesas d e la terraza (en el interior habían prohibido fumar), Gloria y Monroy dejaban que la noche se les echara encima ante una botella de Barón de ley y un plato de queso frito con confitura.
El busto de Cairasco, aguantando sufridamente las cagadas de palomas y los balonazos de los hijos
de los clientes de la terraza (que solían ir a esa plazoleta para soltar a los críos y hacerse los autistas finlandeses mientras que ellos se dedicaban a hacer la vida imposible a los transeúntes), les daba la espalda con indiferencia, quizás preguntándose de qué le había servido tanta ilustración y tanto trabajo para terminar aguantando las pedorreces de una docena de niños mimados y la mierda de unas cuantas ratas con alas.
−Pero en qué movidas te metes, Eladio de mi corazón−decía Gloria mojando una porción de queso
en la confitura, antes de zampárselo de un solo bocado.
Monroy se encogió de hombros, dándole la razón pero dejando claro que no había nada que hacer.
−No sé yo si me gusta todo esto.
−Bueno, no te estoy pidiendo nada especial. Solo que si el tipo asoma el hocico por Ei2, me des un
toque al móvil.
La fuga
Las cosas fueron tomando una apariencia de normalidad en medio de aquel absurdo. Por las tardes nos dejaban permanecer en cubierta. Desde allí, mirábamos por estribor hacia el puerto y hacia la playa de San Antonio, donde divisábamos los corrillos que observaban los barcos. Entre ellos, siempre había un familiar, un amigo, una esposa, haciéndonos señas con pañuelos o espejos.
Solo uno de nosotros miraba siempre a babor: Francisco Sosa. Se pasaba las horas mirando al horizonte, más allá de los roques de Anaga. A veces utilizaba la mano a modo de visera. Por eso le apodábamos Paco, el Almirante. Una tarde, el Poeta y yo nos acercamos a él.
−Paco, ¿qué estás mirando, muchacho?− le preguntó Pedro.
−Espero a los nuestros. Ya viste lo que decían los periódicos. Aparte de esos traidores, la Armada sigue siendo fiel a la República. En algún momento vendrán.
El Almirante se pasaba los días así, soñando con la aparición de los destructores o los submarinos del ejército leal. Y, a veces, nosotros también compartíamos sus sueños.
Los días de mercurio (la iniquidad II)
(Fragmento)
Decidí chantajear a Uribe por dinero. No se me ocurre otro motivo para hacer algo así.
No le odiaba. Ni siquiera me caía mal del todo. Daba buenas propinas; cuando estaba de buen humor, me llamaba para preguntarme mi opinión sobre el tema de la tertulia o para contarme alguno de sus chistes de putas y marineros; alguna vez me regaló un farias.
Pero yo necesitaba el dinero, él lo tenía, y yo sabía unas cuantas cosas vergonzosas sobre él. No me resultó difícil combinar esas tres circunstancias y convertirlas en una oportunidad para huir con Pilar de aquella ciudad gris donde yo llevaba un par de años llamándome Pedro y ella toda una vida convertida en un trozo de carne.
Le pedí prestada la máquina de escribir a Pepe Viera. Era una Underwood . Aún recuerdo las teclas redondas y la letra m fuera de línea. Compré papel del bueno y escribí a dos dedos una breve nota acusatoria en cuya redacción puse toda la literatura que había podido aprender de las novelas de gánsteres. Por último, metí la nota en un sobre en el que había escrito su nombre.
Cerca de su casa había un callejón discreto. Allá me aposté. Sabía que, cada tarde, su mujer y su hija iban a rezar el rosario donde don Cosme. Esperé a verlas salir para estar seguro de que Uribe estaría solo. Me acerqué, como quien da un paseo, a la entrada de la casa y, cuidando de que nadie se fijara en mí, deslicé la carta por debajo de su puerta. Luego golpeé con la aldaba y seguí caminando. Por desgracia, no podía quedarme a ver la cara que pondría el pelirrojo al leerla.
Los tipos duros no leen poesía
(Fragmento)
Estoy grabando esto porque van a matarme. Era una frase melodramática y gastada, pero, dadas las circunstancias, a Eladio Monroy no se le ocurría otra mejor. Pulso el botón de pausa en la grabadora. No sabía cómo continuar. Él, allí, aislado y herido . Los cadáveres en el amplio salón, convertido en un dantesco paisaje después de la batalla. La grabadora en su mano. La inminencia del motor de un coche acercándose en cualquier instante por la pista de tierra: todo aquello parecía
una secuencia de película barata con pretensiones.
Se apretó el torniquete del muslo. No sabía cuánta sangre había perdido. Lo que sí sabía era que no llegaría muy lejos caminando. No solo por el dolor (el dolor siempre puede llegar a soportarse), sino porque había abusado de las pocas fuerzas que le quedaban y sus últimas reservas le iban abandonando. Pese a la calidez de la noche, pese a estar a cubierto, sintió un frío de témpano en los pies. Se le estaban adormilando. Aquel cuerpo suyo no le serviría ahora ni para huir ni para defenderse. Así que prefería aprovechar para atacar con la palabra.
Cuando ya no te queda nada más, te queda la palabra, pensó. Inmediatamente, se llamó a sí mismo
pedante por haber tenido ese pensamiento. Pero había algo de razón en eso, porque, ciertamente,
esta era la única oportunidad que tenía.
Sacó la punta de la lengua y se probó la sangre en los labios hinchados, tumefactos. Ya se habían inflamado casi completamente. Eso era bueno, porque marcaba el fin de esa hemorragia. Todavía brotaba del inferior un hilillo carmesí, pero ni siquiera llegaba a la barbilla. Se limpió con la manga de la camisa. Tenía otras heridas menores y todavía le dolían la cabeza, la espalda y el riñón izquierdo, donde supuso que estaría surgiendo un moretón del tamaño de una sandía, pero no le preocupaban tanto como la herida de la pierna, que no dejaba de sangrar y que prácticamente le había inutilizado esa extremidad. Seguramente, la cuchillada había seccionado algún músculo. Volvió a accionar la grabadora y continuó hablando donde lo había dejado.
Morir despacio
(Fragmento)
En esa mañana más caliginosa que la anterior, Monroy recorrió la Avenida Marítima hacia el Puerto. Pasada la playa de Las Alcaravaneras se introdujo en los túneles que daban a la rotonda que había frente a su odiado centro comercial (aquel cubo de cemento que le ocultaba el paisaje) y continuó conduciendo con los muelles a su derecha hasta la plaza de Belén María, donde una rotonda y la escultura de un faro señalaban la zona d onde la hija adolescente de un portuario había muerto atropellada durante una protesta portuaria. Después emprendió el ascenso por Pintor Juan Domínguez Pérez, la larguísima calle que hacía las veces de espina doral del polígono. Una espina dorsal, por cierto, aquejada de escoliosis galopante. A su derecha, ocultándole el mar, podía ver los enormes e innumerables depósitos de combustible. A su izquierda, las últimas viviendas antes del costado del Cuartel de Artillería, con una alta tapia de color marrón que llegaba hasta las naves industriales y se extendía más allá, en dirección oeste, hacia Las Coloradas. Siguió adelante por la calle que continuaba hacia el noreste bordeando la costa e introduciéndole en aquel universo de mayoristas de fontanería, concesionarios automovilísticos y almacenes de todo tipo. En torno al depósito municipal de vehículos comenzó a ver aquí y allá, sobre las azoteas, grandes antenas repetidoras de radio. Esta parte de la ciudad que jamás verá ningún turista, pensó; fea como el coño de su madre, imprescindible como el agua.
La estrategia del pequinés
(Fragmento)
Para almorzar, pidieron chino. Comieron viendo la tele. Después de ver el informativo local en televisión (triple homicidio en el polígono de Arinaga), abreviaron la sobremesa y leyeron las ediciones digitales de los periódicos. Se hablaba de los tres hombres, de los vehículos, de los objetos de valor, de que se barajaba un ajuste de cuentas. De cualquier modo, decidieron poner el dinero en una sim ple bolsa de playa. La bolsa de viaje estaba manchada de sangre. Tito no hubiera podido decir que la sangre era de Felo o del Rubio, pero lo implicaba igualmente en los domicilios, así que la metieron a su vez en otra bolsa de basura. Había que deshacerse de ella. Antes, insistió Cora, había que esconder bien el dinero. La casa no era muy grande. Cualquier rincón del salón quedaba descartado. Barajaron el congelador, pero ninguno de los dos sabía lo que ocurría al congelar un billete. También pensaron en el armario empotrado, un sitio demasiado evidente. Al fin, Tito tuvo una iluminación: levantó una de las placas del falso techo del baño y metió allí la bolsa.
Por último, decidió que también sería un buen escondite para la pistola del Rubio. Se sintieron más tranquilos.
−¿Y ahora qué? qué?− preguntó Cora.
−Ahora voy a salir salir− respondió Tito, mientras acababa de vestirse vestirse−. Tengo que ir a casa de mi hija. Mi yerno se acaba de pillar un coche nuevo y todavía no ha logrado vender el viejo, así que se lo voy a pedir prestado para que nos podamos mover estos días. No podemos ir por ahí en el mío.
−¿No le parecerá raro?
−No veo por qué. Hace un mes ya tuve una avería y me lo prestó un par de días, mientras tenía el
Fiesta en el taller.
−¿Y yo?
−Tú descansa, que dormiste menos que un ojo de cristal.
La última tumba
El Pueblo Canario es una edificación rectangular de argamasa y piedra de cantería que remeda una supuesta plaza de pueblo tradicional con su ermita y su torreón, en cuyos extremos se sitúan respectivamente un bar y un museo en memoria de quien tuvo la idea del artefacto, Néstor Martín Fernández de la Torre, pintor y diseñador modernista, impulsor de todo el proyecto junto con su hermano, a la sazón arquitecto. Me pareció una buena opción: es público, pero, a esa hora y en día laborable, suele estar muy poco concurrido; resulta un lugar céntrico (está situado en Ciudad Jardín, junto al parque Doramas y el Hotel Santa Catalina) con aparcamientos cercanos y, además, no queda lejos de la casa del presi, de don de, con toda seguridad, saldría una parte del dinero. Por último, había algo de preferencia estética en esa elección: con ese embuste arquitectónico, Néstor de la Torre contribuyó a la
uniformidad de una identidad insular artificial, donde acaso quede una pizca de verdad, lo suficientemente diluida como para poder venderla a los foráneos en su macedonia de cachorros, naifes, timples, bandurrias y fajines. Esta estada etnográfica resultaría un sitio perfecto para citarme con el último vástago (por el momento ) de la vieja Willy era eso: el puente que prolongaba el maridaje entre los viejos zánganos y los nuevos poderosos; el ejemplo viviente de que las castas de la opresión se prolongan solamente si son capaces de inventar nuevos mecanismos de control del poder, cada vez más sutiles, más ocultos. De vez en cuando, para fingir que el sistema es justo, que funciona, que tiene sus garantías y es democrático, trincan a alguno de ellos con las manos pringadas, normalmente por la denuncia de otro que es d e su mismo palo; pero la Ley siempre es más lenta, más torpe y está menos interesada en llevar al talego a estos hijos de la gran pauta que a los cuatro miserables que sobreviven a base de vender mandanga o dar tirones.
El viento y la sangre
Vinnie Miller, alias el Cojo , miró por enésima vez el reloj que colgaba de la cochambrosa pared de la cocina y calculó que hacía ya 24 horas que Douglas y Morton debían haber regresado. Durante ese tiempo se le habían ocurrido cientos de posibles explicaciones, que la angustia, el cansancio y la botella de Bell’s ahora vacía habían reducido a dos: que les hubieran tendido una trampa en el lugar de la recogida (lo cual implicaba que ambos estuvieran ahora fríos, pues, de lo contrario, hubieran cantado La Traviata y alguien se hubiera presentado ya allí) o que le hubieran traicionado, mandándose a mudar con la pasta y dejándolo a él con el paquete. Esta última posibilidad le parecía increíble, no por Danny Morton, a quien consideraba una rata de cloaca, sino por Walter, que era su socio desde hacía años. No obstante Vinnie no era tan ingenuo como para no saber que las lealtades más firmes se tornan endebles si hay de por medio veinte de los grandes.
Se maldijo por dejarse meter en aquel negocio. Sí, sobre el papel, parecía un buen plan. Pero, sobre
el papel, ¿cuál no lo parece?
Se rascó la barba que había dejado crecer durante el último par de días en su rostro grosero y grasiento, se apoyó un momento en la pared y regresó al salón, tan sucio y desordenado como la cocina, pero aún más oscuro. Sobre el sofá había un periódico deportivo, junto a una escopeta
paralela del calibre 12, con los cañones recortados hasta el guardamanos. Estaba cargada. La había cargado el día antes, cuando comenzó a sospechar que algo se había torcido. Se sentó en el sofá y estiró la pierna mala sobre la mesita, para dejarla descansar. Supo que iba a llover. Ocurriría a media mañana. Como tarde, a mediodía. Y sería una gran descarga. Siempre era un gran chaparrón cuando sentía que su rodilla era como acerico.
Hacía tiempo que había hecho sus propios planes: si a mediodía no tenía noticias de Walter y Danny, tendría que deshacerse del paquete y convertirse en humo. Aquellos dos se habían llevado el Oldsmobile, pero tenía el Dodge. No tardaría en llegar a Joliet, donde aún vivía su hermana. Ella le acogería unos cuantos días, hasta que supiera qué hacer, dónde esconderse.
Las flores no sangran
(Fragmento)
Una licenciatura. Un máster. Tres idiomas. Alta capacitación en TIC, en Relaciones Internacionales. Becaria en una multinacional. Cuatro años de experiencia administrativa. Todo eso da lo mismo, porque te llamas Diana Padrón Castellano. Sí, esa Diana Padrón Castellano, hija de ese Padrón, Isidro Padrón Afonso, el gran hombre, el tiburón, el Yunque de Tafira, el que se puso las botas con la importación de carne, el que fundó Islocasa y ahora, junto con su amiguito Marcos Perera, el Martillo de Tejeda, mete cuchara en todo lo que huela a negocio, sobre todo a negocio público. Siendo hija de quien eres, quién va a fijarse en tus cualidades, quien tendrá en cuenta tu capacidad laboral, tu tendencia al esfuerzo o el número de horas seguidas que eres capaz de trabajar, si a quien ven no es a una trabajadora, sino a Diana Padrón Castellano, la hija de Isidro Padrón Afonso, la progenie del amo, la vástaga, la heredera. El mismo David, antes de recoger sus bártulos y marcharse, no se privó de decírtelo.
La otra vida de Ned Blackbird
Como eso no figura en los papeles, ignoro en qué fecha exacta llegó Carlos Ascanio Sánchez a la ciudad, pero sé que vino para cubrir temporalmente la plaza de Méndez -a Méndez lo había incapacitado inesperadamente un cáncer de próstata- y de ahí infiero que debió de hacerlo, como muy tarde, a finales de agosto. No resultaría complicado averiguar si pasó sus primeros días en algún hostal o pensión de la zona del puerto, aunque el conocimiento de datos precisos al respecto es totalmente innecesario. Lo que nos interesa es que, a mediados de septiembre, tras buscar un alquiler conveniente por todos los barrios del centro, hizo que le mostraran el apartamento B de la segunda planta del viejo edificio situado en el número 21 de la calle Es pinosa. Nada demasiado lujoso: una vivienda de tres habitaciones, cocina, cuarto de baño y recibidor, con mobiliario antiguo pero en buen estado. Se la enseñó el propietario de la finca, quien se había presentado como Germán Villanueva con un burocrático apretón de manos.
Villanueva era un hombre de unos cincuenta años, estatura mediana, exacerbada curva de la felicidad y ojillos inexpresivos. Su aspecto general era de una monotonía absoluta. Vestía con pulcritud y se resistía a aceptar con dignidad su alopecia, por lo cual peinaba de lado los cabellos ralos que quedaban en la parte superior de un cráneo ligeramente ovalado. El resto de su fisonomía era, no obstante, muy hirsuta, como si se hubiera cumplido en él la norma según la cual la madurez consiste en que desaparezca el pelo de dónde debe estar y surja donde no debe existir. La barba crecida, la pelusa negra en el dorso de las manos, el vello que nacía en su cogote y se dirigía hacia la espalda, los mechones que le brotaban del fondo de orejas y fosas nasales eran pruebas repugnantemente tangibles de esa teoría. Así lo describe Ascanio en su diario y yo, que vi a Villanueva en una ocasión, constato que no hubiese podido describirlo mejor.
La princesa cautiva
(Fragmento)
Soy Panchatantra Kid, el Gallo Tuerto, pero, como seremos amigos, puedes llamarme Pancha. Si vives en la ciudad, seguramente no lo sabes. Seguramente no lo sabes, mas, durante generaciones y generaciones, los gallos hemos tenido los vicios de despertar a la gente. Cantamos cada día justo antes del amanecer.
En eso no tuve suerte: siempre se me pegaban las sábanas. Además, me expulsaron del Real Conservatorio de Gallos, porque, al parecer, tengo poquita voz pero desagradable.
Así que tuve que buscar otro oficio. Cuando yo era joven, estaban muy de moda las peleas de gallos. Y a ello me puse. Tuve mucho éxito en casi todos mis combates. Panchatantra Kid, el Gallo Valiente, era mi nombre artístico. Llegué a ser subcampeón de peso cresta. No obstante, poco a poco, fui aborreciendo la violencia, porque eso de pelearme no me hacía feliz, la verdad. Uno se pone en el lugar del otro y piensa en cómo duele. A esto se sumó la lesión en un ojo que me produjo mi último combate contra Bombardero Kirikí, para convencerme de que la pelea tampoco era lo mío.
Me dediqué a vagar por el mundo. Y, en mis numerosos viajes descubrí que había muchas historias que escuchar y muchas historias que contar, pero que todas las historias, pese a sus diferencias, se parecían mucho, así que las personas que las contaban, también pese a sus diferencias, debían de ser, en el fondo, parecidas.
Ahora, ya anciano, soy feliz en casa del coronel O’Flaherty, un anciano militar británico retirado hace años. Posiblemente porque como yo está un poco loco. ¿ A quién se le ocurriría tener un gallo como animal de compañía y amiguete de lecturas?
Sí, amiguete de lecturas. El coronel tiene una inmensa biblioteca y nunca me canso de leer con él los cuentos que ya tantas veces he oído, que siempre son los mismos, p ero son siempre distintos. Porque, entre nosotros, te contaré un secreto: aunque todos los cuentos sean el mismo cuento los cuentos están vivos. Cambian cada vez que alguien los cuenta y otro los escucha y vuelve a contarlos.
Y, si no me crees, lee este cuento que te cuento a continuación y prueba tú a contarlo a otra persona. Es un antiguo cuento indio. Tiene ogros y princesas y objetos mágicos. Lo he titulado: La princesa cautiva.
La historia del bufón Alegre Contador
Esta es una historia de princesas y sabios, de magos y ogros, de bufones y objetos mágicos. Sucedió hace mucho, mucho tiempo. Antes de que hubiera televisión y antes de que hubiera radio. Por eso tú todavía no la conoces. Es una historia sobre historias. Y las historias están hechas de palabras. Así pues, al tratarse de una historia sobre palabras, solo con palabras puede contarse. Y como con palabras me la contaron, con palabras te la contaré yo.
El protagonista de esta historia es Alegre Contador. Alegre era bajito y contrahecho. Tenía los pies muy pequeños y las manos enormes. Tenía, también, un ojo más grande que otro. Tanto que no parecían ser los dos de la misma cara, porque, además, miraban siempre en direcciones distintas. Su nariz… Bueno, su nariz era como un huevo. No me refiero a que su nariz fuese redonda. Que también lo era. Sino a que era igual de grande que un huevo en medio de su cabezota. Su pelo era rojo y rizado, tan encrespado que no hubo jamás forma humana de peinárselo de una manera decente. Y la boca de Alegre era como las de los muñecos de plastilina. ¿Alguna vez le has hecho la boca a un muñeco de plastilina con un palillo? Pues así era la boca de Alegre Contador.
Así que el protagonista de esta historia era feo feo. Más feo que un pie. Tan feo como un codo. Feo como la fealdad misma. Y, sin embargo, no te quepa duda: Alegre Contador es el protagonista de esta historia. El héroe del cuento. Porque este cuento es un cuento de princesas y sabios, de magos y ogros, de bufones y objetos mágicos, y no falto a la verdad al decirlo (los que contamos historias nunca mentimos), pero también es cierto que no he dicho en ningún momento que su protagonista fuera un príncipe azul. Ni siquiera verde. Sino Alegre Contador, un contador de historias que llegó a conseguir trabajo como bufón en un reino lejano.
Los perros de agosto
Cuando salí a la calle ya había empezado a oscurecer. Me pregunté a mí mismo qué haría, qué podía hacer. Una de las ideas fue llamar a Harry el Sucio y consultar con él. Pero, reconozcámoslo, lo de pensar nunca ha sido su fuerte, pobre hombre. Por lo pronto me pondría el casco, me subiría en Babieca y arrancaría, probablemente en dirección a casa. En esas estaba, cuando sonó el móvil. Se me puso de punta hasta el último pelo, pensando en la posibilidad de que fuera otra vez mi amigo Garganta Profunda. Llamaban desde una cabina y no era el matón, sino, sorprendentemente, Chano.
—Me dijiste que te llamara… llamara…—me dijo, sin solución de continuidad, tras identificarse.
—Sí. Eso es. ¿Te acordaste de algún detalle?
—No. No me acordé de nada. ¿De qué me voy a acordar, si la maldita droga me tiene destrozado?
—¿Entonces?
—Es que pasó algo que tienes que ver.
—¿Dónde?
—En casa de Andrés.
Aquello me olió a chamusquina. Supuse que necesitaba dinero, que estaría con el mono y querría sacarme algo.
—¿Y qué puedo hacer yo?
—Venirte, porque es muy posible que te interese. Alguien se metió en la casa.
—¿A robar?
—Creo que no. Ven y te lo enseño.
—¿Y por qué no llamas a la policía?
—Porque yo me estoy quedando a dormir allí y no quiero que me echen. Y, encima… ¿quién me va a
hacer caso a mí, mi hijo?
No le faltaba razón al flaco.
—Te espero delante de la casa. Dentro de media hora —dijo antes de que sonara el pitido de fin de
llamada—. ¿Qué? ¿Vas a venir o no? -alcanzó a decir antes de que se cortara la comunicación.
Las fauces de Amial
El miedo y el amor llegaron a mi vida el mismo día. Fue el viernes 20 de agosto de 1920. Yo tenía once años y volvía de jugar en la plaza. Había pasado el fin de la tarde haciendo rabiar al perro del ciego Casimiro. Acababa de anochecer cuando entré en el zaguán y mi madre me recibió preguntándome si sabía algo del niño desaparecido. Al parecer, había un niño del barrio que no había regresado a su casa y todos estaban preguntándose dónde andaría. La madre del chico había pasado por nuestra casa a preguntar. Sus tías y una hermana mayor andaban también de un lado a otro como locas, preguntando y avisando a los vecinos, y a punto de dar parte a la autoridad.
Mi madre pensaba que debía de haberse entretenido por ahí, jugando o haciendo una gamberrada, pero mejor era asegurarse. Si yo lo había visto, o sabía algo, más me valía decírselo enseguida.
Como de esto último me informó con la mano derecha alzada ante mi cara, me esforcé mucho por recordar si había visto a aquel niño en la plaza. Pero no. Aquella tarde había estado con los de siempre: Ñito, el Flaco y Juan de Dios, jugando a las escondidas con los otros chicos y chicas. Además, si lo hubiera visto, quizá no hubiera podido acordarme, porque, estando ocultos tras el baobab, mientras el Flaco buscaba a todos, Paula me había dado un beso y yo, desde ese momento, anduve como flotando. El niño que buscaban no solía jugar ni en el parque ni en la plaza. Él iba con los chicos de la Alameda del Puerto. Así que se lo expliqué a mi madre, que, por suerte para mí, fue bajando la mano, después de decirme que fuera a lavarme para la cena y que si recordaba algo no dejara de decírselo.
En ese momento no pensé en ello, ni en que pudiera llegar a afectarme personalmente, pero aquella desaparición fue la primera señal en mi vida de eso que llamamos el horror.
Las pruebas de Maguncia
Desafortunadamente, no son las hadas madrinas los únicos seres mágicos que se han adaptado a la vida moderna. Los trols también lo han hecho. Han dejado de ser gigantes asquerosos, moscosos y malolientes. Se han hecho algo más listos y se han infiltrado en todas las capas de la sociedad. Hay trols maestros de escuela y trols profesores de universidad, trols periodistas y trols matemáticos. Hay trols trabajando en los bancos o como funcionarios. Hay también trols conduciendo vehículos de transporte público o dedicándose a las altas finanzas o a la política. Alguno ha llegado a concejal e, incluso, hubo una vez un trol alcalde. Igual que las hadas madrinas, pero con la intención exactamente contraria. Están aquí, entre nosotros, disfrazados de honrados ciudadanos, peinados, afeitados, trajeados, con los zapatos limpios y las uñas cortadas. Se visten de manera normal, aunque con evidente mal gusto (tienen, entre otras, la fea costumbre de combinar los mocasines negros con calcetines blancos); caminan y comen de manera normal. Nada hay de extraño en ellos, salvo dos cosas. En primer lugar, odian a las hadas madrinas. Y, como ellas son mujeres, los trols, por si acaso, odian a todas las mujeres. Por eso no les gusta que sean profesionales de la enseñanza o del transporte o de las finanzas o de la política, pues temen que se trate de hadas.
En segundo lugar, los trols comen caramelos de eucalipto o mastican chicles de menta. Hacen eso porque, aunque han logrado imitar en todo a los humanos, hay algo que son incapaces de disimular: su horrible, nauseabundo, repugnante y hediondo mal aliento. Sin los caramelos de eucalipto, sin los chicles, un espantoso hedor a ciénaga podrida brotaría de sus bocas y los delataría. Así pues, los trols también están ahí y también intervienen en nuestras vidas, pero haciendo el mal. Porque si un trol pasa un día sin hacer una mala acción, siente un dolor terrible en la tripa y no puede dormir por la noche. Eso es así. Se ha comprobado.
Las ratas de noviembre
(Fragmento)
Esa mañana me tocó ir a la Ciudad de la Justicia, para cubrir a un juicio. Fue un tostón. Era una querella de un político contra un periódico digital. Por lo visto, el periódico lo había acusado de prevaricación por haber aceptado de un magnate de la construcción un viaje en un jet privado a los fiordos noruegos en vísperas de la concesión de un concurso público. Parece ser que el periódico no mentía, pero como el político había dilatado la causa con recursos hasta que el delito prescribió, al final fue absuelto. Y ahora, el político, absuelto no porque fuera inocente sino porque se las había arreglado para librarse, había tenido el cuajo de demandar al periódico por injurias, difamación y atentado al honor.
En fin, si ya es aburrido contarlo, solo tienes que imaginar por qué me quedé dormido durante la vista, hasta que una compi de otro periódico me avisó de que iban a terminar y corrí a la puerta, a hacerme un hueco para intentar conseguir declaraciones del político entre los compañeros de otros medios. Por el camino me crucé con Paco Parra, que llevaba la dirección contraria y me lanzó un guiño rápido. Por supuesto, ni él ni yo nos detuvimos: él, porque no le conviene que lo vean conmigo; yo, porque cuando estás en uno de esos corrillos de periodistas hay que tener la velocidad y la mala uva de un delantero de rugby para poder llegar a colar tu grabadora de forma que llegues a alcanzar con ella el morro (en este caso, nunca mejor dicho) del personaje. Y, total, para atrapar unas cuantas mentiras que luego habrás de incluir en tu artículo entre comillas.