Josefina Zamora Lloret

Los brazos de Irene (fragmento)

En mis largos insomnios maldigo el momento en que la conocí: tan apacible, tan segura; recuerdo el momento en que me habló con voz que encerraba la luz y el olor de la miel, con una voz tan indefinible, tan poco sonido, que parecía el roce de una ola moribunda, que te deja la huella de una gota de agua llena de sol, una voz que produce el efecto de esa lluvia suave, dulce, que llena la ciudad de rumor de sol y que te moja sin que te des cuenta; es una de esas raras voces que se oyen más en la piel que en los oídos, es una voz para el tacto.

Aquella voz y el blanco resplandeciente de su piel me hechizaron; era, además, muy bella y me escuchaba con tanta atención, casi arrobamiento, con tanta vibración de su ser que, para justificar esta devoción, a mi perfección natural quise añadir la perfección que da la sabiduría y, en verdad, lo conseguí.

Las filosofías dejaron de tener misterio para mí, todo conocimiento que llevara a la perfección del ser humano dejó de serme extraño. Pero también ella subió en la escala de su amor hacia mí, tan sumiso amor que, si no hubiese sido por su perfección, se me habría hecho intolerable. Todos sus gestos eran como su voz: miel. Cuando comes miel, comes luz y olor.

Por la mañana me despedía con un beso tan dulce, tan persistente, que yo notaba que aquel beso formaba parte de algún hechizo, que hacía que toda mujer con quien tratase quedara castrada de todo rasgo femenino para mí.

Al volver me recibía siempre como el agua nos recibe, digo agua y no mar, ni lago, ni río, porque el agua en mar, lago y río se abre para acogerte, te rodea, se cierra a tu alrededor, quizá decir solamente agua tenga el sentido cósmico que tenía aquel beso para mí.

También sientes que esa agua no se entrega del todo, que se reserva una parcela que tú no alcanzas y que pertenece a la región del miedo, es una sensación que apenas dura un parpadeo.

Por el tiempo en que empezó esta historia, yo ya era un cirujano de renombre, pero mi afán de superación hizo que al mismo tiempo que conseguía mi perfección como persona, la consiguiese como cirujano.

Me especialicé en todas las ramas de la cirugía: ojos, piernas, senos, cerebro, no tenían secretos para mi bisturí. Todo esto lo hice sin tener un claro designio de por qué lo hacía. Pero de pronto un ramalazo de luz iluminó mi espíritu, fue un atardecer: estaba yo envuelto en sus brazos, recuerdo el instante vívidamente, le declaré una vez más mi amor, le recordé su promesa de suicidarse después de mi muerte, y al fin se lo pedí. Noté el estremecimiento de todo su ser, sus envolventes brazos se hicieron más posesivos que nunca y dijo… sí. Respiré hondo y, poco a poco, recuperé la serenidad.

Primero fue un pie y era ridículo ver tanta belleza desnivelada, los amigos se extrañaron, ya que nunca había estado enferma: dijimos que fue una motocicleta, este accidente y los sucesivos ocurrían en nuestros viajes. Por aquel entonces yo asistía a muchos congresos de cirujanos, siempre acompañado por mi mujer.

El muñón de la rodilla dio mucha lata para cicatrizar, fue en París. Apenas podía mantener el equilibrio, dependía de mí pero no del todo, yo no quería que usase muleta, prótesis, no me gustaba tocar nada ajeno a su cuerpo.

No sé cómo lo conseguía, pero estaba siempre perfectamente arreglada y la casa impecable, aunque ya habíamos despedido, de común acuerdo, a la cocinera y a la criada; ella porque le dolían las miradas de conmiseración de las dos mujeres, yo por no sé qué extraño sentimiento de defensa.

De Alemania vino ya sin uno de sus muslos y era curioso el esfuerzo que hacía para no caer, el grito tan extraño que daba cuando caía y que nunca pude desentrañar, aunque lo intenté. Ella decía que no gritaba.

Yo retiraba de su alcance todo aquello que le pudiese servir de apoyo:  las sillas alineadas a lo largo de la pared parecían esperar a los asistentes a un duelo, pero ella saltaba obstinada hasta llegar a mí con una sola pierna y rodearme con sus brazos de aquella manera absoluta, tenía los brazos tan llenos de amor que yo me sentía desfallecer, a veces se me llenaba el alma de pena por su belleza, por mi amor insaciable y lloraba con lágrimas incontenibles y entonces ella abría enormemente los ojos en un intento de absorber mis lágrimas.

Cuando oía mi llave en la cerradura venía hacia mí como un avestruz con una sola pata, yo veía el aletear de sus brazos, que la hacían mantener el equilibrio. Cuando llegaba hasta mí me envolvía con su abrazo, cuyo olor y suavidad yo no había olvidado, de los que yo estaba impregnado y que me llenaban de una extraña inquietud, que aún no he sabido definir.

Del viaje a la India volvió sin la pierna que le quedaba. Ya, ahora, dependía totalmente de mí: yo la llevaba y traía del baño, y cuando después de bañarla la depositaba en la cama para vestirla hacíamos el amor, no sé si era amarla o poseerla, pero era para mí aquel acto más que respirar.

Al principio, hacer el amor con un cuerpo sin piernas era muy doloroso, pero no podía resistirme; aquella mujer jamás ha perdido para mí la novedad, nunca ha dejado de pasmarme, la ausencia de sus piernas aprisionando mis caderas, el no tener el roce de sus muslos me volvía casi loco y, sin embargo, jamás le dije nada, hasta que me acostumbré.

Su voz se hizo más presente que nunca y más envolvente, aquella voz me pedía las cosas de la vida cotidiana, las cosas del amor, las del silencio y las de la acción, como ya he dicho. Yo vibraba tanto con su voz que me parecía oírla más en la piel que en los oídos. No sé el tiempo que pasamos así.

Todo lo ocurrido sólo era un intervalo antes de emprender la siguiente etapa, lo tenía todo cuidadosamente preparado. La llevé al quirófano, pero al verla allí, dormida ya, se me secó la boca y no pude hacerlo: era el miedo.

Lloré abrazado al cuerpo dormido y me lo llevé ante la consternación de mis ayudantes. Al regreso de Estambul no volví al hospital, ni a la Universidad, conferencias y simposios se acabaron para mí. Me quedé en casa.

Hicimos algún viaje, ella en su silla de ruedas; yo era muy feliz, jamás le pregunté si ella lo era, me bastaba con sentirla feliz. Lo bueno era el regreso, sumirnos en el perfume de nuestra casa, hundirnos en nuestra rutina.

Todos los años, a finales de otoño, llegaba el circo a la ciudad. Una tarde le propuse ir, ante mi invitación palmoteó con alegría infantil. Era uno de esos circos que tienen una mujer barbuda, la cabeza de una mujer que habla, una mujer serpiente y una mujer tan gorda como dos mundos. En los circos, lo extraño, lo monstruoso es siempre femenino y todos están familiarizados con su rareza.

Fuimos al circo todas las tardes de aquel invierno. Nos hicimos amigos de aquella encantadora tropa, sobre todo de un joven muy guapo que cuidaba de los animales, este joven nos colaba en un buen sitio para que Irene, desde su coche de ruedas, lo pudiera ver todo sin llamar la atención. Noté que la voz de luz de mi mujer lo tenía hipnotizado, le preguntaba solícito cualquier cosa: si había dormido bien, si estaba cómoda, el calor, el frío, los viajes; ella le miraba divertida pidiéndome, con la mirada, permiso para contestarle y al ritmo de su voz por las mejillas del muchacho se deslizaban unas inocentes lágrimas.

A mí me divertía comprobar que, a pesar de los años, aquella voz de miel todavía seducía. Tuve un ramalazo de celos, cosa que me enfureció por su incongruencia y durante muchos días dejamos de salir. Nos quedamos en casa, yo la amaba tan apasionadamente, sin darme cuenta de que era una obsesión.

Después del baño ya no la vestía, la quería tener sin nada que no fuera yo, sus brazos me seguían enloqueciendo, la total sumisión con que me envolvían, a veces, me hacía llorar, pasaba largos ratos con ella sobre mis rodillas acariciándola una y otra vez, sintiendo su piel bajo mis dedos, una y otra vez, sumergido en un estado de no ser, que era, como todo lo que venía de ella, una delicia.

Supe que el circo ya se había marchado y volvimos a salir.

Todavía me encontraba con mis viejos alumnos que me saludaban con cariño y respeto, yo siempre supe que aquellos jóvenes culpaban a Irene de mi jubilación.

Es evidente que no puedo exculparla. Aquel año nos amamos desesperadamente, nos parecía que apurábamos los últimos momentos de su vida.

A finales del verano empecé a sentir los primeros síntomas de esta enfermedad que me está deshaciendo.

Puntual, con los últimos días del otoño, llegó el circo y empezamos a ir. El muchacho de las cuadras vino alegre a saludarnos, yo lo retenía con una conversación anodina.

Irene tomaba parte con su voz de miel intemporal, que electrizaba al joven, para el que yo desaparecía.  Irene me interrogaba con la mirada, ante mi despliegue de amabilidad para con Paolo. Yo sabía que aquello la intrigaba, pero cuando estábamos solos jamás me preguntaba nada. Impaciente porque la situación que yo quería provocar no avanzaba, porque el joven se limitaba a reprimir sus lágrimas ante mi esposa, le propuse que viniese a casa como mayordomo, como hombre de confianza, pero el joven no aceptó, me dijo que necesitaba de los caminos para vivir.

Avergonzado, confieso que utilicé una estratagema para doblegar la resistencia de Paolo, que así se llamaba el gañán del circo, y durante varios días dejamos de asistir a las funciones. A veces, desde mi ventana veía acercarse a Paolo a la puerta de nuestra casa y alejarse sin pulsar el timbre. Al fin, una tarde, me presenté yo solo en el circo.

El muchacho, solícito, se interesó por Irene, le dije que se encontraba bien, pero que la lesión de mi espalda me impedía sacarla, que habíamos renunciado a algunas de nuestras pequeñas alegrías. Paolo, en seguida, se ofreció a llevarla al circo un poco antes de que empezara la función, que el tiempo que tenía libre, después de atender a las fieras, nos lo dedicaría. Acepté muy agradecido. Así empezó la conquista de Paolo.

El primer día que vino aquel gañán a casa. Verán que, aún ahora no puedo reprimir mis celos: dijo que le daba miedo bajar a Irene en la silla, los dormitorios están en el piso alto, bajó primero la silla y subió por Irene, ella me miró desolada cuando el muchacho la cogió en sus brazos, le rodeó el cuello con el mismo gesto envolvente, con la misma entrega posesiva con que rodeaba mi cuello. Hice un esfuerzo para no gritar, estaba tan furioso que puse alguna excusa y los dejé ir solos.

Al mediodía siguiente vino Paolo, dispuso la mesa en el comedor, donde hacía tiempo que no comíamos, bajó a mi esposa en brazos, noté que el joven temblaba más que yo. Nos sirvió la comida que yo había preparado, ella le daba las gracias muy gentil y yo terminé por pedirle que compartiera nuestro almuerzo.

Irene no me ayudó a convencerlo, él se sentó con nosotros y un vaso de vino hizo que perdiera su timidez y nos contara anécdotas del circo. No nos habló de su vida, rehuía la mirada serena de ella, hablaba dirigiéndose a mí con tanto agradecimiento en todo él, que llegó a impacientarme.

Cuando dejó cocina y comedor en orden, cosa que despertó nuevamente mis celos y que, sin embargo, le agradecí, la llevó al sillón junto a la chimenea, noté que aquel gañán respiraba casi tan hondo como yo; los ojos de la mujer nos miraban serenamente, aunque me pareció observar, y conozco tan bien esos ojos, que tienen el color de la miel de su voz, una chispa de ironía. ¿Había una nota de desafío en el envolvente movimiento de sus brazos? Me acerqué y la besé apasionadamente, ella trasladó sus brazos a mi cuello y me besó con su beso tan nuevo siempre para mí. El gañán se despidió perplejo.

Paolo venía todos los días a la hora de la comida. Irene ya estaba arreglada y él la bajaba con los brazos de ella anudados a su cuello.

Tuve nostalgia de mi bisturí, añoré el olor del quirófano y maldije el lejano día en el que tuve miedo
[…].

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