LA FORTALEZA
Un día el hombre pasó, errabundo tal vez, por el teso de la colina y gustó de las laderas áridas. Desde lo alto contempla un contorno gris, la seca tierra ondulante. El cielo sin nubes, de un azul tan pálido que a ratos pareciera blanco, lejano, desvaído. Sarmentosos arbustos presos en la esterilidad se enfrentan en torturado retorcimiento, inacabablemente hostiles. El sol chupando sus jugos y estría las corcovadas ramas, secas como los brazos de un viejo. Es un sol que traspasa la tierra y deja en el aire un sordo latir de lejanía y de olvido.
Y él se sintió conforme con aquel cielo ilimitado, sin nubes y sin azul; con el paisaje duro; con el aire torpe y denso. Creó una esperada y propia fantasmagoría: entre las nieblas del polvo y las de su mente previó, en la redonda altura, un signo de victoria, de inmortalidad, de poder para todos los tiempos. Como un confuso alcázar, un castillo casi catedral, cuyos puntiagudos extremos se alzarían como un símbolo en el paisaje solemne. La pétrea campiña vibra visible lanceada por el sol. Tras los horizontes acaso una tierra verde, húmeda y a la vez cálida, creadora dócil de la carne suave y de los violentos y turbios torbellinos de los extendidos colores.
Contrató hombres que le ayudaran. Hombres que arrancan trozos de basalto y los tallan con afanosas manos. Hombres silenciosos y tenaces, de rostros inmóviles. Bajo su tesón la fábrica va surgiendo y ya, desde la cúspide, se domina más allá de los próximos collados resecos. El mundo se dilata, se agranda, incluso hasta los altos del cielo.
Sus ojos se cierran al atardecer. En lo alto de los muros incompletos su fantasía descansa en el paisaje. Y queda rendido el cuerpo hasta la mañana siguiente. El sol, sin barras de nubes sobre el confín, aparece como una gran bola roja sobre las líneas lejanas. Los ayudantes se desperezan y los muros siguen subiendo, suben cada vez más. El trabajo tiene algo de agrio, de una rigidez que se apaga hasta que siente los brazos inmersos en una energía que casi no es suya, que está girando alrededor todo del ajeno contorno. Si quiere, puede pensar que acaso procede de las invisibles estrellas.
* * *
Una mañana, al despertar, tuvo ante sus ojos el telón confuso de una mujer que lo mira y sonríe. No entiende, y retira el cuerpo. La sigue mirando y ve cómo se concreta su figura.
Ella sonríe ante su estupor, y la sonrisa varía con un leve movimiento de sus labios. Finalmente ella vuelve la cabeza hacia abajo: los obreros suben los pesados bloques. Sigue, admirada, su lento desplazarse. El hombre continúa confuso y silencioso y en su cabeza se deshacen y forman como unas extrañas nieblas. Quizá de siempre, confusamente, la esperaba, y quizá también de esta manera mágica e imprevista. El sol naciente matiza de rojo sus cabellos y la lisa piel de su brazo desnudo.
Permanecieron inmóviles, sin hablarse. Ella, llevando la espera en la contemplación de los obreros, y él sin un claro pensamiento.
Si, sencillamente ella apareció un día; y de su origen sólo respondió con un vago gesto hacia el horizonte.
Uno de los torreones insinuaba su definitiva forma. Se completó con un techo de sarmentosas
ramas.
* * *
Se concluyeron las numerosas bóvedas del primer piso Ya sólo falta la cúspide, enormes torreones aguzados; las almenas, las fuertes puertas de roble.
Pero los hombres recibieron con odio a la mujer y aunque ella ayudaba graciosamente subiendo pequeñas piedras, y les sonreía, abandonaron el trabajo. Primero los más débiles; luego, los otros. Cesó el sonido del hierro del basalto y el lento, firme, laborar. Ahora la piedra está quieta y en toda la obra, un aire de desánimo y abandono, de impotencia y de fracaso. Unos cuervos vinieron anidar en los huecos de las abandonadas paredes y el martillo y el cincel fueron sustituidos por sus graznidos ásperos. Dan vueltas sobre el alcázar y lanzan al hombre sus acompasados chillidos de escarnio.
Porque está solo. La mujer marchó con el último de los obreros.
Solo, y quiere acallar su tristeza trabajando. Pero al caer la noche ya no le rinde el cansancio en un sueño de olvido o de fantasía. Desde un torreón, sus ojos insomne ven la llegada de las sombras y aparecer en el cielo, en 1a atmósfera diáfana, las estrellas, enormes y luciente. Ahora sí que el cielo es azul; tan azul que se hace negro y los collados vecinos se enfantasman de castillos. Abajo las plantas tampoco duermen. Están poseídas de un insomnio frenético. Hincan sus desesperadas raíces en la roca reseca, en los guijarros calcinados, en la tierra arenosa. Hienden la peña, dispersan sus tentáculos en busca de una sombra del agua. Luchan desesperadamente en noche en un combate inacabable por conservar sus vida Sus doloridas raíces hurgan en un angustiante vacío, sin redención ni esperanzas. Un día, cualquier día, nacieron a la vida. El sol las sorprende en su agónico afán. Entonces miran hacia arriba, hacia el astro sin clemencia y se cierran a él. Se retuercen aún más, vigilan sus menores ramitas, taponan sus mínimos poros. Sigue la lucha por no dejarse matar.
* * *
El alba le saca de un sueño de cadáveres descompuestos y burlones. Tan cansado está que observa indiferente el lento elevar del sol, y el cansancio lo tiene muy adentro. Las obras recientes parecen muy antiguas, abandonadas de siglos, ruinas. El soberbio alcázar no se terminará jamás.
Un resto de energía le hace descender y cargar un sillar sobre sus casi indiferentes espaldas. En la mañana clara, el aire sereno da gran profundidad al paisaje. Lo vuelve inmenso, poderoso, apasionado. Se siente lo infinito, sin fronteras. Recuerda el país de detrás de las más lejanas colinas con sus valles húmedos, verdes; los regatos que nacen de las breñas llevan su agua, fría y móvil, por entre los árboles musgosos y se unen en un riachuelo entre orillas cubiertas de álamos, y que se remansa formando estanques donde el agua se oculta bajo las plantas acuáticas.
No quiere pensar en ello. Sube despacio con su gran piedra. En lo alto, el cielo vira hacia un gris blanco, inhóspito. Allí, soledad, y en torno. Todo es una ruina in-mensa.
Se detiene y descansa. Ahora le parece que su obra es tan ilimitada y sin sentido como el paisaje. Está cara a un cielo cruzado por lentas blancas nubecillas, echado sobre la hierba húmeda, sobre la tierra blanda. Ver humear las casitas en un valle plácido. Oír el paso de los campesinos. Tener un verde tallo entre los labios.
No tiene sino decidirse y emprender el retorno. Todo fue sueño, tontería, enseñanza. Pero, no.
Dos cuervos graznan sobre su cabeza, describiendo el mismo cerrado círculo. Los mira unos instantes. Luego carga con la piedra y sigue la lenta, agotadora ascensión.
(del libro de cuentos, Siemprevivas)
Fetasa
(Fragmento del capítulo I)
RAMÓN está sentado en un parapeto medio derruido, a la orilla del mar, las manos en el muro y la mirada en la negra superficie del agua. Sus pensamientos confusos han doblegado su débil cuerpo, inclinado hacia adelante, y vidriado estúpidamente sus ojos. Tiene sensación vaga de lo que le rodea. Incluso sus propias ideas están amordazadas, inoperantes en un fluido denso y aceitoso.
Es más de media noche. Las estrellas lucen claras en el firmamento y a su débil claridad se levantan bruscos y negros los accidentes de la costa. Dentro de poco saldrá la luna. Entonces tendrá que salir. El mar está quieto, negro y manso, amenazador y frío en su quietud, sin fin hacia el horizonte, agobiante con su masa enorme. Apenas si unas leves ondas chapotean en la playita y, de tarde en tarde, ponen una roseta blanca en torno a las rocas cercanas. Más lejos, la costa se adentra bruscamente en el agua en una punta audaz y afilada. Allí tiene que ir.
Tiene el cuerpo cansado y dolorido. Le duelen los hombros. Y las manos apoyadas en el suelo. No obstante, sigue en la misma posición, en su aire de sorprendido estupor. La imposibilidad de comprender lógicamente sus últimos pasos han llenado su alma de miedo y de frío su cuerpo. Se siente inerme ante fenómenos extraños, abandonado a fuerzas caprichosas, pero terribles y hostiles. De la masa de las sombras pueden concretarse figuras malignas nacidas no se sabe cómo, pero que querrán martirizarle y hundirle en la desesperación. Y no sólo de la noche. También surgen de los mismos luminosos rayos del sol. Todo es fuerte, grandioso. Únicamente él está desvalido, juego arbitrario de una Naturaleza desconcertante. El Universo cambió su faz en unos solos instantes.
La noche tiene en su placidez un latido de miedo. Muy lejos, hacia el extremo del mar, la luna va surgiendo de las aguas. Ramón quiere desperezar su embotado cerebro. Buscar alguna cosa, encontrar un asidero.
Aquella mañana se encontró, sin saber cómo, atravesando un paraje solitario, sin bullir de vida, ni siquiera del viento. Iba ascendiendo una larga pendiente, falda de una montaña antigua y desgastada, de sucia tierra amarilla y piedras blanquecinas. A ratos, al abrigo de las peñas, aparecían algunos matojos de hierba reseca y matorrales sarmentosos. Tenía la sensación de muchas horas de marcha. Entonces sentía cansancio y maravilla, porque dentro de su agotamiento vislumbraba un manantial de energías ignorado. Existía una fuerza extraña que le impele a caminar. Caminar incansablemente, sin meta fija. Algo fantástico se estaba atravesando en su metódica vida. No le molesta aquel cielo sin color, ni el páramo triste, ni el silencio completo. Todo queda amortiguado por una emoción entrañable, interna, que le impulsa a seguir. El polvo iba cubriendo su cuidado traje negro y la frente sudorosa. No le importaba. Se sentía muy lejos de los mármoles de su oficina, de las grandes mesas cubiertas con planchas de cristal, de su meticulosidad exigente, de los amables saludos de los subordinados. Estaba olvidado. Aspiraba la enorme, la íntima alegría de aquel ascenso inacabable.
Entonces no pensaba en nada. Su pensamiento se reduce a la percepción de la estrecha faja de tierra que va hollando, como un pensamiento sólido, confundido y a la vez creado con la tierra y, ésta, creación de su espíritu. Durante unos momentos anduvo más despacio para gozar del silencio, porque se sentía sumergido en él, traspasado su pecho por sus incontables agujas. Después el sendero embocó por parajes menos penosos. Culminó la curva de la montaña. Apareció ante él una pequeña meseta de bordes difusos y tan árida como el campo recorrido. En la distancia divisó una construcción gris, achatada. Era un gran edificio, cubiertas sus fachadas iguales por muchas ventanas que se alejaban en innumerables ringleras. El tiempo destiñó las pinturas de puertas y ventanas. Emana de su cuerpo una tristeza solemne y un abandono desolador. Se introdujo por una amplia puerta de gruesas maderas. Recorrió muchas estancias. En todas ellas las paredes estaban cubiertas hasta el techo de grandes estanterías llenas de pesados libros, unos modernos y otros con la señal de los muchos años. Finalmente, al entrar en una amplia sala, idéntica a las demás, unas palabras amables le llamaron desde un rincón.
Se encontró ante un anciano venerable. Tenía por única vestidura una especie de sábana, impolutamente blanca, en torno a su enteco cuerpo. Su cabeza era grande, potente, dotada de inteligencia, rezumadora de un gran poder anímico. Sus ojos claros sonreían cariñosos. Pasada la sorpresa, se sentó, a instancias del anciano, en una silla de madera tallada, separado de él por una pulida mesa de exquisito material. El anciano, mientras extendía sobre la mesa un amplio libro de registro, le tranquilizaba con miradas bondadosas. Se siente beatíficamente cómodo después de la larga caminata. Su interlocutor sacó un brazo descarnado de entre los pliegues de la sábana, empuñando una pluma de ave que mojó en un tintero. Mientras efectuaba estas operaciones le dirigía miradas tranquilizadoras.
—Yo sé, mi buen amigo, que muchas personas sienten un terror desmesurado al tener conocimiento de cierto hecho capital. Por eso quiero tranquilizarle, demostrarle lo infundado de tales aprensiones. Pero usted mismo puede asegurarse. Ahora se encuentra bien, perfectamente. Usted no siente nada raro. La vida, querido amigo, no es una cosa extraña, como tal vez haya oído centenares de veces, sino algo sencillo y sin trascendencia. Es un simple fluir que en un punto determinado cambia de dirección.
[…] de Fetasa.
Parhelios
(fragmento)
Capítulo I
Sería casualidad que alguien, fuera de cierto círculo, conociera los extraños cuadros de Manero. Uno me impresiona: dos espantapájaros crucificados en unos palos. Los brazos en alto como en los fusilamientos de Goya, el cuerpo y la ficticia cara en trance de disolverse. Una apariencia de carne, fibrosa cera inmunda y agoniosa, en intento desesperado e inútil de mantener su forma; se estira, se descompone… Y por detrás de ellos unos campos de rastrojos pardos y sobre negro horizonte unas franjas rojizas y amarillas. Manchones confusos figuran un cielo que nunca ha existido. La angustiosa factura pone en sus caras una sonrisa de muñecos de trapo, sonrisa de ruina, mueca de momia embalsamada hace cuarenta siglos. Y se siente que no hay pájaros que espantar, ni ninguna otra ave, ni ninguna clase de vida. Los rastrojos no son de trigos ni de hierbas: manchas, pinceladas que ocultan y se disfrazan. Cuando por la tarde, bajo cierta luz, el cuadro se enciende y se llena de atmósfera y de calor, se acentúa la impresión de un mundo desierto, anhelante de que, por lo menos, un perro atraviese su paisaje y que respire de su aire.
El pintor, Manero Gil, hace veinte años que no trabaja. Fue afirmación de juventud. Hoy es un hombre hosco y reseco a quien casualmente conocí y que, con indiferencia casi desdeñosa, me lo regaló.
La soledad de ese cuadro, en mi a veces quebrado pensamiento, es la creación de otro mundo, otro planeta Tierra que no es el nuestro. Soñar en huir hacia dentro del cuadro, como en otros realizaron otros hombres, caminar por su campo nuevo donde no hay animal ni persona y sí sólo su magnética vegetación; caminar hacia el oscuro horizonte, una laguna oculta por plantas pantanosas, llegar más atrás y perderme más lejos de lo que el espectador puede desde fuera contemplar. Y una vez traspasado este cuadro, este plano primero, está uno seguro de que, aunque no aparezcan hombres, sí habrá muchos pequeños animalillos y que los lagos y los arroyos tendrán sus aves y sus lentos peces multiformes. Podrás sentarte a sus orillas y dejar que las horas pasen mientras el viento mueve las hierbas y lo alto de los árboles. O echarte de espaldas a tierra y ver cómo pasan las nubes, cómo brillan las estrellas. Ser, en ese planeta, como el único centro del Universo, en que los días se sucederán apacibles e infinitos. Nadie podrá intentar aconsejarte, porque no hay nadie. Ni el político vociferará lloroso y mandón: «¡Nuestros niños abandonados, nuestros niños tristes! Hay que llevar alegría a sus corazones, juguetes a sus manos. Darles libros. Hacerlos verdaderos hombres. Si no nos esforzamos en ello, en el día de mañana, ¿qué clase de cadáveres vamos a sepultar en nuestros cementerios?». Pero estas ideas se me ocurren cuando estoy así, como ahora, mordido por la inseguridad de una conjetural injusticia. Cuando las leyes las hacen esta y otra variada gente, y la hacen cumplir sobre tu corazón. Supongo que ellos tendrán una grande y honesta satisfacción.
Estamos aquí, ahora, precisamente en pretendido olvido de esos caóticos rencores. El Tirano ha dicho: «Venid, hijos míos. Arreglemos las diferencias. Colaboremos todos juntos para un fraterno futuro»… Oblígate tú también, pobre diablo, deja tus paisajes de espantapájaros, de bosquecillos serenos, de tranquilos arroyos. Busca otra compensación a la mediocridad de tu vida. No te engañes con esa farsa de vivir peligrosamente, de ser motor de importantes acontecimientos… Ya te compensan. Debes envanecerte de estar con éstos. Te convocan con los grandes… Vamos a esa fiesta de la reconciliación, a la gran concentración de la Unión de las Ideas, y demás literatura. Están convocados los hombres importantes del país y también los hombrecillos que pueden llegar a serlo. Es preciso honrar a los futuros Nobel, que cualquiera sabe.
Este paisaje, el de fuera, es diferente, pero es el de todos. Lo vamos atravesando, traqueteados por nuestros coches. Avanzábamos por la deshecha carretera, sin firme alguno, hundidas las ruedas en los profundos surcos laterales. Cruza campos de matorrales y llanos desérticos. A ambos lados, el paisaje se diluye e incapacita para retener la atención. Conseguimos apoderarnos de un viejo automóvil descubierto: nosotros dos, yo y Samuel. Y otros cuatro más, gente de arte y de letras que de tanto verla conocíamos. Seguían y precedían otros coches cargados de personas de su categoría. Y tipos de la industria y del comercio. Que ya se sabe que son razas inferiores. Todo lo que produjera la intelectualidad de los últimos años. Una confiada mezcla de lo regular y lo mediano […].
LITERATURA Y VIVENCIA
[…] Pero el verdadero camino, una mayor madurez, la expresión más en conformidad conmigo, apareció en las obras posteriores, tanto en cuentos como en la narrativa larga. Influyó poderosamente en ello mi estrecha relación con Rafael Arozarena. Habíamos simpatizado bastante rápidamente y establecido una fuerte mutua influencia. Él tuvo una niñez también, en cierto modo, independiente o recogida en un propio pequeño universo. Estas infancias, similares en algunos puntos, hizo que habláramos largamente y se fuera aclarando en mi cabeza eso que después llamaríamos Fetasa. Las charlas tuvieron una orientación que rozaba con temas filosóficos vitales que llenaban vacíos y orientaban direcciones, hablando aproximadamente, a nuestras indecisas vidas. Arozarena hablaba largo y nosotros, pues también estaban con él Antonio Bermejo y José Antonio Padrón, le escuchábamos y discutíamos. Si no llega a ser por esta relación, mi obra, si es que hubiera llegado a continuar, hubiera sido diferente. Como producto primario de esta transformación mental surgió mi novela Fetasa, que sería admitida al premio «Viera y Clavijo», convocado por Goya al principio de los años cincuenta.
Sí… Se va a cumplir medio siglo de los primeros pasos dados para constituir lo que se llamara el grupo fetasiano. En un intento de describir y situarnos en aquellos primeros años, en que fue perfilándose en ese grupo una cierta comunión de ideas, podemos suponer un cuadro, una diluida y a la vez clara y oscura, por partes, imagen fuertemente surrealista, en que nos vemos en un espacio abstracto que envuelve un indefinido cielo, nuestros pies sobre la llanura seca, y el aire quieto. Nada tiene forma; si acaso puede que un viento anterior haya arrastrado figuras y cuerpos deshinchados y los haya arremolinado, recogido, inertes y tristes en su abandono, en algún rincón extremo del solitario paisaje. Sus ojos, los de algún polvoriento personaje, sin embargo miran serenos la infinidad de los cielos. Un cuadro de inmovilidad con sus misterios comunes, en el que late la esperanza de un despertar en que esas figuras muevan sus brazos y sus cabezas […].
Si la base fue el desierto, porque con el orgulloso pensamiento arrasaron con lo existente, el temor hacia el vacío hizo a la fuerza inventar el necesario orbe, y en su formación hubo de recurrirse a lo anterior, a lo que un tanto presuntuosamente consideraron materiales de desecho. No se puede prescindir del aire que durante siglos dio respiración y ánimo a tantas gentes. En verdad que en unos tiempos primeros totalmente fuimos parte del conjunto y cantamos, intentando hacerlo bien, al unísono de lo imperante. Y es que jamás se puede partir de la nada. Pero ya no resultaba correcto el manipular de lo excesivamente sobado. Es contrario al entusiasmo de unas primeras conciencias.
Y así se hubo de arrinconar los romancitos lorquianos que con más o menos independencia se producían; las aventuras barojianas, las regurgitaciones unamunescas, los esteticismos de Azorín. Dejar eso atrás, ya gastado y poco convincente para la nueva era, despreciarlo y trabajar en consonancia con unos supuestos nuevos tiempos. Y entonces, por consiguiente, meterse en mundos fantasmales todavía no hechos, dar forma a aquello que no la tiene, mover espíritus con unos concordantes ritmos.
Sí, allí se encontraron con un casi total vacío que de alguna manera era preciso llenar. Colocarse en un proceso de verdadera y amplia creación. A su alrededor estaba lo de siempre, lo viejo. Los nuevos aires exteriores quedaron cortados por las altas montañas creadas por las políticas y las guerras. Pero todos somos hijos de una misma cultura, ésta de Occidente que se ha hecho universal y dominante; las otras quedan en anécdotas y contentamientos regionales. Y esa cultura, sus formas literarias, habrían de evolucionar partiendo de un mismo nivel. Durante unos años se desconocieron sus posibles logros en el ámbito de los escritores famélicos y desinformados que fuimos.
Puntos del anterior surrealismo se mezclaron con un propio reciente existencialismo. Una mezcla tenue, distinta, y sin embargo perteneciente a esa moderna orientación desconocida. Porque la existencia de ese fetasianismo implicó un alejamiento de las cuestiones que primariamente ocupaban a las gentes, las cegadoras y torpes políticas desaparecieron y quedó un hombre más desnudo, más allegado a lo que pudiera ser su integridad, despojado de componentes sociales, de pasiones combativas en la convivencia de los unos con los otros. El hombre se encuentra solo; sus posibles acompañantes son las propias ideas justificadoras de su soledad, sobre su esencial ser, sobre el hombre que puede llegar a ser verdugo de sí mismo.
Está situado, ciertamente, en un paisaje surrealista. Los primeros planos, necesariamente inficcionados, han desaparecido y vivo y llega a ser una parte del hombre. Se siente la tierra con hondura, más extrañablemente, sin dialécticas añadiduras, sin torpes arreglamientos. Llegado el momento, en nuestro cuadro que por instantes pareció aclararse y sus figuras adquirir perfil, todo se vuelve a empalidecer y a disolverse en ese imaginado lienzo, porque nada ha de perdurar de estas historias nuestras, si no es acaso en libros restringidos o en estudios de eruditos.
Del DISCURSO DE INGRESO (ACADEMIA CANARIA DE LA LENGUA).