6ª Viñeta apócrifa
– Don Aarón…
– ¿Sí?
– Que han venido los clientes del jueves pasado a pagar la cena.
– ¡Joder, Rubén! El jueves pasado era Pascua, y vino a cenar aquí todo Dios. ¿Cómo quieres que me acuerde de qué clientes se trata?
– Seguro que se acuerda, don Aarón: los raros.
– ¿Cómo los raros?
– Sí: los que pidieron el salón grande del primer piso porque querían sentarse todos por el mismo lado de la mesa.
– ¡Ah, ya! Aquel grupo tan extraño de hombres solos que parecían forasteros. ¡Mira que hay gente que tiene caprichos…!
– Y eso que usted les dijo que cabían de sobra en el reservado pequeño de la azotea: donde viene Magdalena con los fariseos. Pero ellos, erre que erre, que pagaban lo que fuera pero que querían sentarse así. Debían tener muchísimo interés, porque la verdad es que el capricho les salió por un ojo de la cara: cincuenta denarios de más, que usted les pidió por adelantado, además del veinte por ciento de la factura, que el canijo de la bolsa lo pagó todo sin rechistar: contando las monedas una a una, eso sí, pero pagó.
– ¡Hombre…! Es que si no, no cenan. No voy a desperdiciar, así como así, un comedor en el que caben más de veinticinco personas; y menos una noche como aquélla, con el local repleto de clientes. Entonces, ¿liquidaron la factura?
– Sí, y dejaron cinco denarios de una propina. – ¿El canijo de la bolsa?
– No.
– Ya me parecía a mí.
– No ha venido él. Me dijeron que había fallecido aquella misma noche: de accidente.
– Es que en estos días el camino del lago de Tiberíades se pone peligrosísimo.
– No, por lo visto fue aquí mismo, en Jerusalén. También me dijeron que al día siguiente tuvo otro accidente gravísimo el que parecía el jefe, el que hablaba todo el rato; pero que, afortunadamente ya se ha mejorado. Lo que han venido a pagar son el calvo de edad que se pasó toda la noche discutiendo de gallos con el jeje, ¿se acuerda?
– Así, de pronto…
– Bueno, da lo mismo. Y aquel jovencito que era un poco así, usted ya me entiende… – ¿El que se le iba la manita?
– Ése. Están aguardando abajo, porque desean comprar la copa en la que bebió el jefe aquella noche. Bueno, al final bebieron todos de esa misma copa, porque se la iban pasando de unos a otros, diciendo unas palabras raras, como en arameo: lo vi al servirles el postre.
– La verdad es que desde el primer momento me parecieron raros. Como si alguien pudiera saber en qué copa bebió cada uno aquella noche, con el tráfago de clientela que hubo.
– Entonces, ¿qué les digo?
– Si tanto interés tienen, que paguen. ¿No pagaron un disparate por el reservado? Pues que paguen mucho más ahora. Coge una copa cualquiera de latón, de la vajilla de diario, límpiala bien, y les dices que, como me desbaratan la vajilla, si la quieren tienen que pagar cien denarios.
– ¿Cien denarios? ¿Tanto?
– Y, si eres listo, mucho más. Todo lo que saques por encima de cien, para ti.