Geografía sentimental
Ya los posrománticos afirmaban que el hombre es la imaginación de su suelo, que era una manera de decir que el paisaje es la vida y la identidad. Esa definición, que lo resume todo, incluye también el sentimiento. Que la geografía es uno de los disfraces del sentimiento, es algo que, quien más quien menos, hemos podido experimentar alguna vez en emoción propia. Quiero decir que somos lo que somos y nos dejan, pero, además, también somos la presencia o la memoria de la geografía en la que creció nuestra mirada. Luego, el tiempo y la tristeza, el amor y el dolor, esa música callada e incierta que compone la vida ocurriendo hacia la muerte, se encargan de transformarnos la mirada y, en ella, la claridad o el fuego original que alguna vez fuimos. Sin embargo, a solas, despojados ante el espejo, la imagen del cristal nos devuelve no el rostro, sino el sentimiento que lo sustenta. Entonces dejamos de ser los que estamos acostumbrados a que nos dejen ser para convertirnos en una geografía sentimental en cuyos límites suceden los recuerdos y el paisaje que en ellos se convoca. Entonces volvemos a ser el niño cuya mirada no sucumbió al olvido. Nuevamente capaces, entonces, de ser isla entera: la que enseñó a los ojos y al corazón los latidos del mar, sus más secretos sueños.
Entre nosotros, allá por los años 30, Pedro García Cabrera se aventuró a formular una explicación del arte y el ser insular en función del paisaje. El poeta gomero nos enseñó que no podemos reconocernos a nosotros mismos si no disponemos de una mirada integral a través de la cual sentir nuestras islas y, con las islas, los sueños y heridas del mar que las envuelve. Pérez Minik dijo también que el canario siente en todos sus actos la naturaleza de su recinto geográfico. Isla somos. Como un destino inevitable. Y ser isla es vivir a la vez en un purgatorio y en un paraíso. Para lo bueno y para lo que no es tanto, seguimos siendo el sueño del paisaje, la consecuencia de la geografía y su sentimiento.