Pensando en el atraconcillo que me dio Soledad cuando me acechó y trincó en las laderas de Chil con el pilfo de Matildilla la de Las Cuevas, me sentía halagado por aquel arranque de sus celos y por la llantina caliente que colmó sus ojos castaños, tan vivos, tan alegres y tan queridos… a pesar de mis ambulantes trasteos. Pero me suspendía otro pensamiento: «Nunca le has dicho nada, Pepe Monagas: ni que la quieres, ni que no la quieres… Nada. Tú vas y vienes y ella está a lo suyo. De otra parte, lo mismo ella que tú, son poco más que unos vagañetes. ¿Y entonses, mano Pepe, qué…?».
Pero forzados por la cercanía de nuestras casas, nos veíamos cada día. Yo le daba alguna que otra broma; ella se me quedaba mirando con su carilla entre ingenua y pícara… Así pasaban los días, las semanas, los meses…
Con este correr del tiempo crecíamos, claro, estirándonos los dos y agravándonos. A mí se me empezó a afianzar el habla y volvióme la nariz a su ser, al tiempo que, bajo ella, el bigote iba negreando en creciente. A Soledad se le afirmaban, de popa a proa y de babor a estribor, todos los sabrosos salientes de su condición y de su edad pintona. Notaba en aquel instante incierto que si por echarme yo fuera, a cazar o de pesca, o por estar ella malucha, no la veía, me entraba como un desagallo, aliviándoseme aquel desconsuelito del ánimo en cuanto le echaba la vista encima.
Cuando nuestros respectivos cascarones se quedaron en el camino, definitivamente desprendidos, con lo cual ya podíamos mirar para el cañizo sin aguantar bromitas y sin andar tapujados, seguimos aparentemente igual. Pero en el fondo surgió una situación nueva. Soledad se desandó porque yo acudiera al engodo con que a dos manos, aunque sin malas mañas, ni relajos, eso sí, llenaba cada día el trocito de marea de su pulido y azulado patio. Yo seguía emperrado en la cómoda y ancha libertad de mi primer tiempo, dispuesto a defenderla con uñas y dientes de toda tarraya, aunque la lanzara su linda y geitosa figurilla. ¡Infeliz de mí, que ignorante del poderoso jalío del amor, quería navegar como en los tiempos de La Loma y Las Arenas…!
¡Compadre Pancho del alma,
mi barca no puede andar,
ni con velas, ni con remos,
ni con las olas del mar…!
Llegó entonces de la Cumbre una prima segunda mía. Venía a aprender de costurera y se nos metió en casa, sin que maldito agradeciera el catre y la manducatoria -para la cual, por cierto, no era floja- ni con un mal cestito de piñas tiernas. No me crea por esto un alegantín. Yo me he propuesto decirle la verdad en todo y la voy soltando a jecho, lo mismo si en las memorias se cruzan parientes que particulares.
Era una tora la muchacha, pero con unas carnes más bien flojonas, que en el andar se le estremecían como un flan. Tiraba en la color a manzana de las que llaman sangre de doncella. Se la voy a detallar algo más, porque vea que yo estaba cargado de razón al hacerle «fos». Tenía una mata rubianca de pelo, que le bajaba de las corvas, hasta el extremo de que para peinarse las puntas le era preciso tirar de ella como quien arrima chinchorro; la cara era buchuda y le alumbraba los carrillos un rosicler que mal empleadito para una habanera; los ojos tiraban a trasconejarse bajo el cerro de la aguda naricilla, y lo que tenían de juntos y de saltones procuraban a su mirar un visaje ratonero. De tal rostro, por no llamarlo de otra manera, lo único bonito era la boca, pero se lo encharcaban las clareas de sus dientes, los dos lantreros cayendo paletudos, y los de abajo tan encaramillados que parecían ajos plantados a voleo. Desde el cogote, alcanzado por el cercano reboso, pegaba a ensanchar. Y ya no paraba hasta el nano y pantorrilludo basamento. Todo este continente, sin pizca de reburujón, dígame usted… Tan suspensa tenía la figura entera, que para resultar una ampliación, de las que usted habrá visto colgadas sobre las cómodas isleñas, no le faltaba más que una barra con purpurina y metro y medio de tarlatana verde. Ahora envuelva el total en un aroma entre de salpreso y flores revenidas, porque también olía lo suyo, y tendrá usted el retrato completo de la parienta cumbrera.
Los padres de tal prenda habían hecho algunas perras con la consabida cochinilla. Luego compraron algunas cadenillas de tierra, que acrecentaron metiéndoles el hombro y dos burros, así como unos arrifes que plantaron de almendreros. Añádales que eran Alejandro en puño y tendrá usted la razón de que Iluminada, como se les ocurrió bautizar a esta exclusiva hija, fuera un partido, en lo que cabe, o sea sin pasar la raya del pueblo. A esta utilidad añadía ser buenísima hasta caerse de culo.
Dio mi madre en calibrar estas últimas condiciones, olvidando, la pobre, en su cariño, todo el restante y tremendo matalotaje, y así fue que empezó a metérmela por los ojos, sedita, sedita… Yo no le podía decir que frente a su plan casamentero se levantaba como el muro de un castillo un consejo del abuelo Lucas.
-Cásate -decía el viejo-, que es cosa natural, y a veses hasta buena, ¡pero…! con mujer flaca y asiada, porque con baña y jedionda, ya se te virará.
Me dejé ir para el pie, cierto de que todo aquello se disiparía como los flecos de una brumilla. Pero un tiempo tuve que cargar con Iluminada, dedicándole los domingos. La llevé al puerto para que viera los barcos y le compré mis cobuchos de golosinas. Ella se consintió… Las muchachas pegaron a mirarme con ese aire distinto con que clavan los ojos cuando un pollo se estaca, más o menos, al pie de una persiana, o acompaña más de una vez a una niña y lo consideran «al caer».
La presencia de la campurria en mi casa, y sobre todo mis salidas con ella, le cayeron a Soledad como unos zapatos nuevos. Incapaz de dominar su genio vivo, estaba de la mañana a la noche que cogía las vigas del techo. En el patio, si yo cruzaba, me hacía tales jocicones, que se meneaban hasta los geranios. Comentaba suegra Catalina, viéndola sordamente elementada: «¡Qué bicho te habrá picao…! Yo no sé que le ha entrao a esta niña, usté, que de ahora pa dispués, ha virao como si tuviera fuego salvaje. ¡Tal repunansia…!».