9 de la mañana
(Fragmento, pp. 35-36)
Sobre la madera del mostrador, el ejemplar de El Correo llenaba el local de olor a tinta fresca: en primera página, a tres columnas, gruesos titulares anunciaban el desembarco de nuevos marines en las costas de Vietnam; al lado, con una fotografía de archivo, se daba noticia del viaje realizado por el señor Fraga Iribarne. Completaba la página un artículo sobre política regional. Edelmiro volvió a repasar los títulos del primer artículo, calculando aproximadamente cuáles serían los comentarios que se oirían a la hora de la tertulia.
En realidad, en la tertulia de la tarde los comentarios de política nacional e internacional se solían hacer muy de pasada, y Edelmiro sabía sobradamente que en igualdad de condiciones siempre había preferencia por los de política nacional, pues, como solía argumentar don Cecilio, teniendo un material tan rico en nuestro país, ¿para qué nos vamos a desplazar a los otros? Sólo en ocasiones excepcionales, tales como la destitución de Kruschev, el asesinato de Kennedy, o la concesión del Premio Nobel a Jean Paul Sartre, recordaba Edelmiro que se hubiesen decidido por esos temas; pero, por regla general, los comentarios versaban más bien sobre Literatura, sobre Arte, sobre Poesía, sobre Pintura…, cuando no degeneraban en un altercado dialéctico en el que –medio en broma, medio en serio– se insultaban unos a otros, echándose en cara sus respectivos defectos, cosa que molestaba sobremanera a Emilio Jiménez Cuéllar, el poeta, que siempre protestaba diciendo que si los intelectuales honestos no eran capaces de considerar seriamente su posición, cómo podrían crear una labor, o exigir el menor respeto para su Obra –Emilio Jiménez Cuéllar siempre llamaba Obra a lo que hacían los de la tertulia: poesía, pintura, crítica, lo que fuera…–, o pretender hacer nada de nada. Pero Domingo Cacho le respondía que él lo que era es un tímido que tenía miedo de que se metieran con él. Y la verdad es que en parte tenía razón.