La propia palabra
No hay palabra inocente. El Habitante de la Isla lo sabe. No es posible permanecer ajeno a todas las palabras que en el mundo, en el cuenco de la memoria o el deseo, caben. Sin embargo, la salvación por el verbo no ha de venir de fuera. Bastardo y mestizo, provinciano y universal, de tierra y mar, de cielo y lava, el Habitante de la Isla sigue intentando descifrar los signos que identifican la propia palabra. Huye de la costumbre del lenguaje, de ese verbo que no nombra, ni revela ni inaugura, sino que repite sin sentido lo ya dicho como una moneda o una luz gastadas. Reconoce los ecos en que su voz se establece y siente que resuena más armonioso el americano que el europeo. A ninguno renuncia. Ni siquiera a los que aún no conoce, a los que han sido o a los que el tiempo ha de cumplir. Mas sabe que la palabra verdadera solo surge en la más íntima y descarnada soledad. Por eso ahora el Habitante de la Isla permanece exiliado de todo y de todos, isla a solas, encerrado en la geografía del silencio, desierto y desnudo idéntico a sí mismo, náufrago en las islas del verbo, para así poder descubrir su propia y verdadera palabra, la auténtica: esa que nos devuelve al origen; una que al fin sobre la tierra sea más poderosa que los hechos.