LA TIERRA. El olor de la tierra. Recuerdo la primera vez que lo sentí, a media mañana, en la puerta de mi casa. Después de largos periodos de convalecencia, mi madre me preparaba de nuevo para mezclarme con el mundo: me sacaba de la redoma de cristal en que convertía el cuarto en el que transcurrían aquellas larguísimas semanas, me vestía con la pulcritud que consideraba adecuada, me abrigaba para neutralizar cualquier nuevo riesgo y me llevaba a la puerta de la calle. Acababa de llover y la tierra —entonces era de tierra la calle de mi casa— llegó hasta mí como un olor penetrante, como una celebración humeante de la vida. Ese fue el primer olor de la tierra, la tierra propiamente dicha: circular, húmedo, tangible e inesperado. El primer olor del que guardo recuerdo.
DESCUBRIMIENTO. Aquellos largos periodos de convalecencia tenían un efecto muy singular sobre mi carácter y quizá también sobre el de mis padres y hermanos; tener un enfermo en casa, supongo ahora, exige explicaciones cotidianas: qué le ocurre, por qué está tanto tiempo en cama, ¿es incurable? Todas las preguntas relativas a la enfermedad y a los enfermos, en los pueblos y fuera de ellos, incluye cierto grado de morbosidad, así que las respuestas deben estar preparadas para afrontar ese tono y ello exige una fuerte disposición psicológica para contrarrestar la íntima repugnancia que se siente ante un enfermo pertinaz. Al enfermo, esa situación de indefensión permanente, de incertidumbre, le convierte en un objeto, en una caricatura de ser humano: atado a una cama, imposibilitado de ir y venir, ha de inventar allí un universo para seguir viviendo. La verdad es que poca gente creería que la cama termina siendo el lugar de una aventura, sobre todo para los enfermos adolescentes. En las horas en que se abandona, todo adquiere unos contornos nuevos, imperceptibles sin duda para los que habitualmente se hallan en el mundo de los sanos.