PENSAMIENTO XIX. <em>Sobre algunos viajeros y modo de que los viajes sean útiles<em>. Tomo 2, pp. 159-188.
Ya deben saber los que me leen que mi natural curiosidad me conduce a todas partes a examinar del modo que puedo los vicios y las ridiculeces de los hombres, que de algún tiempo a esta parte son mi único estudio. Así no debe causar admiración verme introducido unas veces en las tertulias, otras en los Estrados, algunas en el paseo y no pocas en la comedia. Mi ánimo es aprender en la conducta de los hombres a reformar la mía, y volverles para su corrección las lecciones que ellos mismos me han dado.
Concurrí días pasados a una casa donde había cierto español recién llegado de correr Cortes. Alégreme a los principios, porque me había propuesto solicitar una conversación particular con este viajero a fin de instruirme en varios artículos tocantes a la policía, gusto y literatura de las naciones que él acababa de tratar; pero me duró poco el gozo que había concebido en mi proyecto. Mi español empezó a aturdirnos las cabezas con una declamación tan descortés contra los españoles, sus costumbres y talentos, y a hacer tan grosero alarde de su parcialidad a favor de las naciones extranjeras, que no sólo me hizo dudar si había nacido en el seno de España sino que me pareció que, a cualquiera que tuviese menos ideas de la utilidad de los viajes, hubiera sido capaz su desatento proceder de persuadirle que estos sólo sirven de pervertir el juicio y hacer despreciables a los hombres.
Jamás he dudado que los viajes sean útiles a las naciones. Los hombres son como las flores y los árboles que, si no se trasplantan, rara vez logran aquellas toda su hermosura y estos el dar frutos sazonados. Los viajes dilatan por precisión las facultades del alma, la apartan de muchas preocupaciones nocivas al bien de la sociedad y la hacen conocer puntos fundamentales de observación y de conducta que no llegan a nuestra noticia cuando no salimos del rincón en que hemos nacido, o cuando sólo conocemos a los extranjeros por los libros.
Un hombre que viaja, se halla precisado a ver y tratar naciones de quienes puede aprender mucho y cuya cultura, urbanidad e industria lo han de admirar muchas veces, por más estúpido que lo supongamos. Un viajero debe andar siempre, por decirlo así, con la combinación en las manos: observar el gobierno de los pueblos por donde pasa y enterarse de los varios sistemas de legislación de que proviene la discrepancia de las naciones. Merecen ocupar su atención la naturaleza y espíritu de las leyes, los medios puestos en práctica para hacerlas observar¸ el poder de los Pueblos y los principios de que dimana; las causas de su decadencia, y el influjo que todo esto tiene sobre el papel que hace una Nación entre las demás que forman con ella un sistema político.
No sólo reduce a estos puntos sus observaciones el que viaja con ánimo de lograr una instrucción útil a su patria. Examina con igual cuidado las Artes y Ciencias que florecen en los países que ve, averigua la protección y fomento que encuentran en el .gobierno; el uso que este hace de la aplicación de los particulares: el arte con que sabe dirigirla al fin de su constitución; y sobretodo procura indagar cuál es el talento dominante de cada pueblo. Un hombre que hubiere viajado de esta manera, puede ser de grande utilidad en la República: de vuelta de su giro debe conocer mejor a su misma misma nación: con la facilidad de combinar, que ha de haber adquirido combinando continuamente en sus viajes, compara lo que ha visto fuera con lo que es práctica en su país: ve lo le falta y lo que le sobra: toma de cada Pueblo lo que le parece más digno de ser imitado y más análogo al genio de sus compatriotas; y acierta mejor con los medios que han de contribuir a una reforma que introduzca lo que falta y destierre lo que daña.
(…)
Un español que se propone viajar, además de las miras comunes a todo viajero sensato, debe tener la de contribuir por su parte a borrar el bajo concepto que tienen de nosotros los extranjeros. No es esto imposible, ni es difícil, como lo presumen algunos. Añada el español a una cortesanía regular, que bien puede adquirir entre los suyos, un conocimiento mediano de los escritores que en otros tiempos ilustraron a España, y de los libros publicados con objeto de desterrar algunos abusos que reinan en ella, y con esto hará callar a aquellos extranjeros superficiales y atrevidos que, confundiendo los tiempos y el tronco con las ramas, nos consideran como hombres que nunca pensaron, y como fomentadores obstinados de algunos males cuyo remedio nunca estuvo en nuestra mano. Por esto no culpo del todo a los extranjeros, que nosotros mismos trabajamos poco en desimpresionar fomentadores obstinados de algunos males cuyo remedio nunca estuvo en nuestra mano. Por esto no culpo del todo a los extranjeros, que nosotros mismos trabajamos poco en desimpresionar. ¿Qué pueden pensar en efecto de nosotros cuando ven a un español que ha salido de su tierra con la doble certeza de la mala crianza civil y literaria, que se le ha pegado en los patios de un colegio, o entre los pedantescos alborotos de una universidad? ¿Cuándo ven que nuestra conducta da crédito a tanta relación hecha por algunos viajeros de otras naciones, que habiendo venido a España sólo por ganar dinero, no pesaron mientras estuvieron aquí sino en averiguar si eran de ley los doblones que cayeron en sus manos?
(…)
Para evitar en lo posible los abusos que frecuentemente cometen los viajeros, quisiera yo que, antes de emprender ellos su peregrinación, se hallasen adornados de aquella política, amenidad de espíritu, dulzura y arte de ganar las voluntades, que son tan esenciales para hacerse estimar en el comercio del mundo, y que sólo se adquieren en la juventud. También quisiera que tuviesen algún conocimiento de literatura, poseyesen algunas de las lenguas vivas, y se hubiesen formado un cierto estilo para la conversación y los escritos, que sin ser el que ordinariamente se llama florido, lleno de tropos, y figuras, tuviese gracia y energía. Con estos principios tendrá bastante cualquiera para hacerse un buen lugar entre las gentes: circunstancia sin la cual es imposible aprovechar en los países extranjeros, donde el nacimiento, la riqueza y otras ventajas accidentales, son inútiles para lograr ser admitido en la buena sociedad, si el mérito personal no las acompaña.
(…)
Mas no todo el Pensamiento se lo han de llevar los viajeros: el modo con que acá acostumbramos recibir las luces adquiridas por tal cual que ha viajado como filósofo, merece también su párrafo. Entre nosotros han tomado algunos ya por estribillo el tratar de herejes a los que leen libros o han corrido países extranjeros. Si uno de ellos procura sacarnos de alguna de aquellas preocupaciones que nos salieron al encuentro al empezar a tener uso nuestra razón, y que ordinariamente suelen acompañarnos el resto de la vida, al instante levantan el grito los ignorantes, y lo dan por sospechoso en la religión. ¿Pero esto acaece sólo cuando se controvierte algún punto dogmático? No por cierto: en todas materias sucede lo mismo. Los necios tienen un amor propio más tenaz que todos los demás hombres: miran como desaire el que se les haga conocer que han vivido en error; y estiman más continuar en él a pesar de la razón que dar su brazo a torcer, como suelen decir. ¿Vense atacados en alguna materia? ¿No hallan modo de salir victoriosos del lance, o porque las razones del antagonista son tan sólidas que no admiten réplica, o porque su falta de instrucción no les permite replicar? El modo de quedar airosos les muy fácil. Acógense al sagrado de la Religión: tratan a su contrario de Ateo, declaman contra las ruinas que acarrea la lectura y la comunicación de gentes y libros extraños; y el vulgo, con quien suelen estar acreditados, no sólo les da por suyo el campo de batalla sino que mira al contrario con el mismo oprobrio que merecería si fuere cierta la calumnia. Delante de semejantes gentes necesita un viajero, o un hombre instruido ir con mucho tiento en las materias que trate. Solo el oírle hablar de oscilación, cohesión de partes, fuerzas centrales, percusión directa u oblicua, fibras elásticas u otros semejantes términos de la física, basta y aún sobra para que lo declaren rotundamente por hereje, o lo destinen al infierno, como hizo nuestro Quevedo con el Abad Trithemio, por su inocente Esteganografía, que creyó invocación de espíritus infernales. Tan ridículos como esto suelen ser nuestros compatriotas, a quienes tiene cuenta tal vez fomentar la ignorancia, aborreciendo todo cuanto pudiera contribuir a desterrarla: hombres que miran como vanos los principios de la ciencias naturales que nunca llegaron a saludar, y como peligrosos sus adelantamientos; que no saben el cuidado con que muchos de los Santos Padres procuraron cultivar sus entendimientos con el estudio de las Ciencias profanas; que ignoran que en Francia, Alemania y aún en Inglaterra, hay católicos igualmente fervorosos que ilustrados; y en Italia y en Roma mismo, capital del orbe cristiano y centro de nuestra Religión, se cultivan y promueven aquellas Ciencias que ellos se esmeran en despreciar y perseguir; hombres por fin, en cuyo concepto son inseparables la advertencia y la impiedad, e incompatibles el Catolicismo y la Ilustración.
¿Cuándo llegará el día en que tengamos juicio y discernimiento, y en que, sin ser esclavos de la necia credulidad ni de la preocupación, miremos las cosas con ojos filosóficos? Yo no lo sé. Bien podría hacer alguna profecía política que tal vez no saldría errada; pero esto de profetizar no es un Pensador.
PENSAMIENTO XVII. Las Tertulias. Tomo 2, pp. 95-124.
Quéjanse algunos de los que leen mis pensamientos de que la mayor parte de los que he publicado hasta aquí, se dirigen más a las señoras que a los hombres; y no ha faltado quien ha mirado esta preferencia como un encono poco cortés y algo indecente. No me empeñaré en rechazar este baldón, bien que injusto. Baste decir que si fuera menos apasionado de las prendas naturales que adornan a las damas, no repararía tanto en los defectos con que suele afearlos en algunas la mala crianza que les dieron sus padres, o los errados consejos de la lisonja. Si no bastare esta satisfacción, procuraré dar otras en lo sucesivo; y por ahora suplirá la de este Pensamiento en que, dejando los estrados y andando de tertulia en tertulia, nadie hará papel sino los hombres.
Antes que llegase a experimentar este humor pensativo que se ha apoderado de mí, tuve algún tiempo en mucha estimación estas juntas o academias vespertinas que llaman Tertulias, y deseé con ansia concurrir a ellas, por lo mucho que me las habían alabado. Las consideraba como una escuela de que podía sacar mucho provecho, porque, según había oído decir, se formaban de hombres de letras de todas clases, teólogos, juristas, filósofos, poetas, críticos, etc., que, por medio de una amistosa conversación, se comunicaban mutuamente todas las noches las varias especies que habían adquirido con el estudio del día. Valime para introducirme en ellas de un amigo mío que las conocía todas, y que las había observado con cuidado para dar asunto a su genio algo bufón y propenso a la mordacidad, que disimulaba con un semblante naturalmente serio. Hizo cuanto pudo para quitarme la vocación de tertuliante; pero, a pesar de todas las ridiculeces que me refirió, no pudo persuadirme, y le fue forzoso darme gusto. No tardé en arrepentirme de mi obstinación: bien presto conocí que si las asambleas habían sido de provecho en algún tiempo, yo había tenido la desgracia .de conocerlas demasiado tarde, y que sólo podía andar tras de ellas algún ocioso que pensase en recoger materiales para pintar al natural el abuso de las letras, o escribir el elogio fúnebre de la urbanidad.
(…)
La segunda tertulia a donde fuimos se juntaba en casa de un Literato que verdaderamente tenía traza de haber leído mucho y en quien una penetración singular se hallaba unida con una memoria portentosa. Sobre cualquier asunto que le preguntasen respondía al instante con bastante oportunidad; pero vertía luego un torrente de erudición tan descomunal, que si llegaba por fin a dejar de hablar, lo que sucedía muy rara vez, se quedaba en ayunas el curioso, confundido con la disparatada muchedumbre de noticias. A este flujo de boca juntaba aquel memorión dos circunstancias, que inutilizaban muchísimo su aplicación: mucha escasez de juicio, y grandísima y ciega veneración a Aristóteles, con cuya autoridad quería imponer silencio a sus tertuliantes. Nunca hablaba sin citarle, fuese o no del caso, como sucedió aquella misma noche, que con un montón de textos de aquel filósofo griego quiso probar su parecer sobre la cuestión de si el chocolate quebranta el ayuno.
(…)
(Siguen dos ejemplos más de tertulias negativas, enjuiciadas con humor y cierta mordacidad).
Ya ha hecho usted sus pruebas, me dijo mi conductor al salir de la tertulia de este frenético: es tiempo de que lo introduzca en la casa de N. donde verá una Tertulia sin pedantes: tertuliantes sin pedantería, y eruditos sin afectación en quienes la cortesía da un nuevo realce a la advertencia. N. es un Caballero, que no se precia de saber, aunque sabe; no admite gentes en su casa para que admiren su erudición, sino para dar lugar a cada uno de hacer lucir a tiempo la suya. Hermosea el conocimiento, más que mediano, que tiene de varias Ciencias, con un juicio muy sólido, y un gusto igualmente fino que seguro, con lo que ha formado una Librería muy selecta de libros de instrucción y de deleite. La moderación se su ánimo lo ha librado del furor de los partidos: nadie domina en su Tertulia: quien decide en ella sobre los asuntos es el dictamen de la razón.
Esta pintura tan aventajada de la tertulia de Don N. me dejó sin sosiego, hasta que tuve la fortuna de conocerla. La primera vez que fui presentado, me recibió con un noble despejo y una natural afabilidad, en la bien se echaba de ver, que en él la aplicación había siempre corrido parejas con el trato de la buena compañía. Hízome varias preguntas muy discretas, con las que procuró darme lugar a tocar algunos puntos de la ciencia a que le habían dicho que yo me había dedicado. Supe después que así solía practicarlo con todos los recién introducidos en su Tertulia; porque no era de aquellos, que creen hábil a un hombre solo porque lo oyen decir. Halló adecuadas mis respuestas, y me convidó a concurrir a su casa cuando quisiese, lo que practiqué conforme deseaba.
Los Tertuliantes no eran muchos; pero tan escogidos que aunque pocos, abrazaban jumos todos los ramos de las letras. Nos juntábamos tiempre a una hora señalada, y empezaba la conversación por hablar de los libros recién publicados: se hacía su crítica con gran moderación: todos los Jueces eran inteligentes, porque todos estaban muy instruidos, y nunca se mezclaba la Historia secreta de los autores con la censura que hacíamos de sus obras.
Las Comedias, la declamación de los cómicos y su modo de accionar, solían dar mucho asunto a nuestras reflexiones. Hablábase algunas veces de las Bellas Artes: otras de Comercio y Política: otras de Derecho Público; y otras de la necesidad de las Matemáticas. Por fin, todo asunto útil tenía el derecho de ocuparnos; y si alguna vez llegaba a ser demasiado seria nuestra conversación, procurábamos divertirla, refiriendo Pasos de alguna Comedia representada el mismo día.
Ninguna materia se apuraba en esta Tertulia: Se decía de las que ocurría hablar lo que bastaba para imponer en los principios a los que la ignoraban; y sobre todo, nadie tenía la pesada libertad de molernos con citas de Autores, porque á todos los despreciábamos luego que la razón no hablaba en abono de sus dictámenes.
Dos eran las Leyes, que se observaban con más rigor en aquella Tertulia, y que la buena crianza debiera hacer observar en todas partes: nunca hablaban dos tertuliantes a la vez, y a ninguno se le permitía el hacer degenerar en disputa la conversación.
Esta Tertulia fue la Escuela donde aprendí en seis meses más de lo que me habrían enseñado en diez años en la Universidad. Concurrí a ella mientras vivió don N. que por mi desgracia murió a pocos meses después de haberlo yo conocido. Su muerte separó para siempre la Tertulia, sin que hasta ahora se haya formado otra, que se le parezca.
PENSAMIENTO XIX. Sobre algunos viajeros y modo de que los viajes sean útiles. Tomo 2, pp. 159-188.
Ya deben saber los que me leen que mi natural curiosidad me conduce a todas partes a examinar del modo que puedo los vicios y las ridiculeces de los hombres, que de algún tiempo a esta parte son mi único estudio. Así no debe causar admiración verme introducido unas veces en las tertulias, otras en los Estrados, algunas en el paseo y no pocas en la comedia. Mi ánimo es aprender en la conducta de los hombres a reformar la mía, y volverles para su corrección las lecciones que ellos mismos me han dado.
Concurrí días pasados a una casa donde había cierto español recién llegado de correr Cortes. Alegreme a los principios, porque me había propuesto solicitar una conversación particular con este viajero a fin de instruirme en varios artículos tocantes a la policía, gusto y literatura de las naciones que él acababa de tratar; pero me duró poco el gozo que había concebido en mi proyecto. Mi español empezó a aturdirnos las cabezas con una declamación tan descortés contra los españoles, sus costumbres y talentos, y a hacer tan grosero alarde de su parcialidad a favor de las naciones extranjeras, que no sólo me hizo dudar si había nacido en el seno de España sino que me pareció que, a cualquiera que tuviese menos ideas de la utilidad de los viajes, hubiera sido capaz su desatento proceder de persuadirle que estos sólo sirven de pervertir el juicio y hacer despreciables a los hombres.
Jamás he dudado que los viajes sean útiles a las naciones. Los hombres son como las flores y los árboles que, si no se trasplantan, rara vez logran aquellas toda su hermosura y estos el dar frutos sazonados. Los viajes dilatan por precisión las facultades del alma, la apartan de muchas preocupaciones nocivas al bien de la sociedad y la hacen conocer puntos fundamentales de observación y de conducta que no llegan a nuestra noticia cuando no salimos del rincón en que hemos nacido, o cuando sólo conocemos a los extranjeros por los libros.
Un hombre que viaja, se halla precisado a ver y tratar naciones de quienes puede aprender mucho y cuya cultura, urbanidad e industria lo han de admirar muchas veces, por más estúpido que lo supongamos. Un viajero debe andar siempre, por decirlo así, con la combinación en las manos: observar el gobierno de los pueblos por donde pasa y enterarse de los varios sistemas de legislación de que proviene la discrepancia de las naciones. Merecen ocupar su atención la naturaleza y espíritu de las leyes, los medios puestos en práctica para hacerlas observar¸ el poder de los Pueblos y los principios de que dimana; las causas de su decadencia, y el influjo que todo esto tiene sobre el papel que hace una Nación entre las demás que forman con ella un sistema político.
No sólo reduce a estos puntos sus observaciones el que viaja con ánimo de lograr una instrucción útil a su patria. Examina con igual cuidado las Artes y Ciencias que florecen en los países que ve, averigua la protección y fomento que encuentran en el .gobierno; el uso que este hace de la aplicación de los particulares: el arte con que sabe dirigirla al fin de su constitución; y sobretodo procura indagar cuál es el talento dominante de cada pueblo. Un hombre que hubiere viajado de esta manera, puede ser de grande utilidad en la República: de vuelta de su giro debe conocer mejor a su misma misma nación: con la facilidad de combinar, que ha de haber adquirido combinando continuamente en sus viajes, compara lo que ha visto fuera con lo que es práctica en su país: ve lo le falta y lo que le sobra: toma de cada Pueblo lo que le parece más digno de ser imitado y más análogo al genio de sus compatriotas; y acierta mejor con los medios que han de contribuir a una reforma que introduzca lo que falta y destierre lo que daña.
(…)
Un español que se propone viajar, además de las miras comunes a todo viajero sensato, debe tener la de contribuir por su parte a borrar el bajo concepto que tienen de nosotros los extranjeros. No es esto imposible, ni es difícil, como lo presumen algunos. Añada el español a una cortesanía regular, que bien puede adquirir entre los suyos, un conocimiento mediano de los escritores que en otros tiempos ilustraron a España, y de los libros publicados con objeto de desterrar algunos abusos que reinan en ella, y con esto hará callar a aquellos extranjeros superficiales y atrevidos que, confundiendo los tiempos y el tronco con las ramas, nos consideran como hombres que nunca pensaron, y como fomentadores obstinados de algunos males cuyo remedio nunca estuvo en nuestra mano. Por esto no culpo del todo a los extranjeros, que nosotros mismos trabajamos poco en desimpresionar fomentadores obstinados de algunos males cuyo remedio nunca estuvo en nuestra mano. Por esto no culpo del todo a los extranjeros, que nosotros mismos trabajamos poco en desimpresionar. ¿Qué pueden pensar en efecto de nosotros cuando ven a un español que ha salido de su tierra con la doble certeza de la mala crianza civil y literaria, que se le ha pegado en los patios de un colegio, o entre los pedantescos alborotos de una universidad? ¿Cuándo ven que nuestra conducta da crédito a tanta relación hecha por algunos viajeros de otras naciones, que habiendo venido a España sólo por ganar dinero, no pesaron mientras estuvieron aquí sino en averiguar si eran de ley los doblones que cayeron en sus manos?
(…)
Para evitar en lo posible los abusos que frecuentemente cometen los viajeros, quisiera yo que, antes de emprender ellos su peregrinación, se hallasen adornados de aquella política, amenidad de espíritu, dulzura y arte de ganar las voluntades, que son tan esenciales para hacerse estimar en el comercio del mundo, y que sólo se adquieren en la juventud. También quisiera que tuviesen algún conocimiento de literatura, poseyesen algunas de las lenguas vivas, y se hubiesen formado un cierto estilo para la conversación y los escritos, que sin ser el que ordinariamente se llama florido, lleno de tropos, y figuras, tuviese gracia y energía. Con estos principios tendrá bastante cualquiera para hacerse un buen lugar entre las gentes: circunstancia sin la cual es imposible aprovechar en los países extranjeros, donde el nacimiento, la riqueza y otras ventajas accidentales, son inútiles para lograr ser admitido en la buena sociedad, si el merito personal no las acompaña.
(…)
Mas no todo el Pensamiento se lo han de llevar los viajeros: el modo con que acá acostumbramos recibir las luces adquiridas por tal cual que ha viajado como filósofo, merece también su párrafo. Entre nosotros han tomado algunos ya por estribillo el tratar de herejes a los que leen libros o han corrido países extranjeros. Si uno de ellos procura sacarnos de alguna de aquellas preocupaciones que nos salieron al encuentro al empezar a tener uso nuestra razón, y que ordinariamente suelen acompañarnos el resto de la vida, al instante levantan el grito los ignorantes, y lo dan por sospechoso en la religión. ¿Pero esto acaece sólo cuando se controvierte algún punto dogmático? No por cierto: en todas materias sucede lo mismo. Los necios tienen un amor propio más tenaz que todos los demás hombres: miran como desaire el que se les haga conocer que han vivido en error; y estiman más continuar en él a pesar de la razón que dar su brazo a torcer, como suelen decir. ¿Vense atacados en alguna materia? ¿No hallan modo de salir victoriosos del lance, o porque las razones del antagonista son tan sólidas que no admiten réplica, o porque su falta de instrucción no les permite replicar? El modo de quedar airosos les muy fácil. Acógense al sagrado de la Religion: tratan a su contrario de Ateo, declaman contra las ruinas que acarrea la lectura y la comunicación de gentes y libros extraños; y el vulgo, con quien suelen estar acreditados, no sólo les da por suyo el campo de batalla sino que mira al contrario con el mismo oprobrio que merecería si fuere cierta la calumnia. Delante de semejantes gentes necesita un viajero, o un hombre instruido ir con mucho tiento en las materias que trate. Solo el oírle hablar de oscilacion, cohesion de partes, fuerzas centrales, percusión directa u oblicua, fibras elásticas u otros semejantes términos de la física, basta y aún sobra para que lo declaren rotundamente por hereje, o lo destinen al infierno, como hizo nuestro Quevedo con el Abad Trithemio, por su inocente Esteganografía, que creyó invocación de espíritus infernales. Tan ridículos como esto suelen ser nuestros compatriotas, a quienes tiene cuenta tal vez fomentar la ignorancia, aborreciendo todo cuanto pudiera contribuir a desterrarla: hombres que miran como vanos los principios de la ciencias naturales que nunca llegaron a saludar, y como peligrosos sus adelantamientos; que no saben el cuidado con que muchos de los Santos Padres procuraron cultivar sus entendimientos con el estudio de las Ciencias profanas; que ignoran que en Francia, Alemania y aún en Inglaterra, hay católicos igualmente fervorosos que ilustrados; y en Italia y en Roma mismo, capital del orbe cristiano y centro de nuestra Religión, se cultivan y promueven aquellas Ciencias que ellos se esmeran en despreciar y perseguir; hombres por fin, en cuyo concepto son inseparables la advertencia y la impiedad, e incompatibles el Catolicismo y la Ilustración.
¿Cuándo llegará el día en que tengamos juicio y discernimiento, y en que, sin ser esclavos de la necia credulidad ni de la preocupación, miremos las cosas con ojos filosóficos? Yo no lo sé. Bien podría hacer alguna profecía política que tal vez no saldría errada; pero esto de profetizar no es un Pensador.