Félix Francisco Casanova

DE EL DON DE VORACE

Texto que se encuentra en la contraportada de la primera edición
Estas son algunas de las cosas que viví, soñé e imaginé durante cuarenta días del verano del 74, y no estarían en sus manos si no fuera por eso que llamamos «literatura». El resultado del juego no tengo la menor idea de cuál es. En cierto modo puede que sean las aventuras de un extraño individuo que no dudo que sea un trozo de mí. Ahora, sólo unos meses después de la gestación, no recuerdo exactamente los motivos que me impulsaron a escribir estos folios y no ratifico algunas de las ideas que quizás expresé. Lo que sí recuerdo es que intenté aniquilar a cualquier bicho viviente, mito, institución o moralidad que cayese en mis manos. Yo, que creo que no creo en las palabras y, sin embargo, me divierto con ellas, que creo en la incomunicación pero intento comunicarme, no podría hacer algo con lo que siempre estuviera de acuerdo, y, naturalmente, no esto no es una excepción. Aquí hablo, llevándolo todo a un caso extremo de las situaciones ridículas, el no poder fingir ya más, el hazmerreír de la justicia humana y divina, el amor a los pequeños detalles, los ritos íntimos, las revoluciones de cada día, la cama y el altar, las sensaciones solitarias que tu vecino nunca conocerá, los fantasmas que cada cual arrastra y tal vez lo más importante: cuando las ilusiones que nos sostienen se derrumban como en una mala noche de Reyes, cuando esa maravillosa meta no es más que un estercolero y tampoco quieres mirar atrás.

Esta es una «nota» entre tantas «notas» que podría haber escrito sobre una «novela» entre tantas «novelas» que podría haber escrito acerca de uno de mis tantos «yo». De todas formas tampoco estaré de acuerdo con esto dentro de cierto tiempo, ¡pero qué le vamos a hacer!… Yo soy mi propio abuelo viendo mi infancia jugar.

Enero 75
17
Estoy soñando literalmente: Desde hace siglos mi cuerpo trabaja sin descanso en el fondo de una mina. Abro la tierra con un hacha y los más raros minerales saltan como géiseres hasta cegar mis ojos. El zafiro estrellado paladea el aguamarina, el viento retumba con furia descuartizando ágatas y paredes de jade. Cangrejos crecen de los charcos de mi sangre con ópalos en las cavidades oculares. Berilos y turquesas macizan todos los huecos de la grita, granates uwarowitas forman un largo techo de estalactitas. La puerta de la gruta queda obstruida por una montaña de hormigas rojas. De repente un temblor helado me revuelve el cuerpo, grito, araño, me lanzo salvajemente contra la muralla de hormigas, les cerceno sus cráneos como los campesinos rapuzan la mies. Las muerdo y aplasto con mis pies descalzos, heridas se amontonan en mi carne, el tortuoso bregar atrofia mi figura con llagas. Por fin consigo hacer un hueco entre las hormigas, una pupila se sale de su órbita para tocar la luz del sol. Esto me da nuevos ánimos y, mientras estrujo con mis manos su tórax de gelatina, ellas me ponen la cara como la de un boxeador derrotado. Atrapo con un dedo el matojo e yerbas del exterior, poco a poco el resto del cuerpo también lo alcanza, los insectos hincan sus dientes rabiosos, al sentir que su presa se les escapa. Respiro aire. He salido hecho jirones, vuelvo el rostro y ya la muralla vívida se ha vuelto a cerrar, algunos de estos bichos han anidado en mi piel, me deshago de ellos con placer. Ha sido una auténtica revolución y he vencido. Me arrastro y gimo como un pájaro caído en un zarzal. En el centro del campo ojeo un espejo erguido. Avanzo tenazmente, como un ofidio acecha a su víctima… Al fin alcanzo el espejo: observo la más horrible figura humana. Todo mi cuerpo tiene una capa superpuesta, comienzo a desprenderme la piel que ha sufrido siglos de esclavización, la lucha contra los tiranos, el olor mohoso de la más profunda gruta. Me arranco el cuero cabelludo. Ni otra piel, la que siempre ha permanecido en mi interior salvaguardada de la inmundicia, es incolora y mis ojos verdes parecen dos esmeraldas en la nieve. Me desembarazo de la capa de pelo y musgo de la lengua, una costra pútrida sobre mis auténticos dientes de leche, la máscara cae como una casa derruida. Despedazo la epidermis de mi tórax, sexo, piernas. Quedo como un montículo de nieve y a mis pies un charco de carne purulenta y mugre. Me muevo ágilmente como un potro salvaje con las crines mojadas por la lluvia. Me encamino al gran río. El frío penetra mis huesos como cirios. Toco el agua y en agua me convierto.

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