Fragmento
Es el anochecer de un día cualquiera. Luces, fogonazos, palmeras de las que se desprende todo un concierto de pájaros a dúo con la música jugosa y envolvente como el bullicio acogedor. Estamos en Catalina Park, a pocos metros del muelle de Santa Catalina, en el Puerto de La Luz y las mil banderas, muy cerca de la estela de pulpa arenosa de la playa de Las Canteras, donde el sol es un adolescente jugando entre los desnudos bronceados como para un Partenón viviente.
Gente. Crepitar de gente que habla en todos los idiomas y conoce el lenguaje de todos los deseos. Quioscos, tenderetes comerciales con los más exóticos artículos. Risas, sonrisas. Parejas y solitarios de todas las especies. Anchos afectos momentáneos, que a veces avinagra el guiño de la picaresca, sin trágicas consecuencias. Vestuarios de todas las épocas, ritmos de todas las músicas, alegría y color saturan el ambiente. Catalina Park, un remanso de Las Palmas de Gran Canaria, perteneciente al archipiélago que los griegos y las leyendas llamaron Islas Afortunadas y Jardín de las Hespérides, en donde las manzanas de oro flotaban sobre ríos de leche espumosa y se alcanzaba la juventud perenne, como apasionadamente parecen disfrutar los que por aquí se acercan.
Los anuncios casquivanos de las luces de neón ponen en la noche una invitación irresistible para turistas y trotamundos. Nórdicas, bellas, sugestivas nigerianas, japoneses semidormidos, sudamericanos, alemanes, griegos y marroquíes, mezclados todos entre los elementos nativos, que componen un atrayente mestizaje en el que se funde el no sé qué ibérico con la restallante dulzura del isleño.
Desconcertado había llegado el viajero —pese a los anuncios publicitarios que lo hicieron elegir este lugar— pensando que se encontraba en tierra extraña. Recordaba a Montmartre, Carnabby Street, Via Venetto, Ámsterdam… y puede que algo tuviera de todo aquello, pero el Catalina Park le iba a mostrar bien pronto sus matices diferentes.
Algo extenuado por el viaje, apenas si había tenido tiempo de instalarse en la confortable habitación de la residencia que le habían contratado de antemano, y ya estaba en el Parque del que tanto le habían hablado. Sentado junto a una de las muchas mesas que se arraciman bajo los toldos, al aire libre, esperó que le sirvieran un batido de naranjas naturales. Contemplando aquel sugestivo remolino de gente entre la que comenzaba a encontrarse tan a gusto, recordó al Truman Capote y sus impresiones de Nueva Orleans: «No te preocupes por la vida. Nunca saldrás vivo de ella».