Antonio de Viana

Antigüedades de las islas afortunadas de la Gran Canaria, conquista de Tenerife, y aparición de la santa imagen de Candelaria: en verso suelto y octava rima

(Fragmentos)

CANTO I

En el océano mar, término Atlántico,
yacen en medio de las ondas varias,
a quien resisten firmes y altas rocas
de pardas peñas y arenosas playas,
las islas: son Canaria, Tenerife,
Palma, Gomera Hierros, Lanzarote,
Fuerteventura, tan cercanas de África,
que ochenta leguas distan de su costa
y de Cádiz doscientas y cincuenta.
Nordeste, en ellas, Sudueste, Oeste,
y Leste, vientos favorables soplan
[…]
Sus riberas y márgenes marítimas
enriquecían por diversas partes,
hermoseando, en la dorada arena,
las pellas finas de preciosos ámbares,
entreveradas por mayor grandeza
con labrados confites y almendrones
de agradable apariencia, aunque sin gusto.
Manaban leche las hermosas fuentes,
las peñas, miel suave, entapizadas
con nativos panales; entre el musgo
pajizo, blanda y delicada orchilla.
[…]
No hallaron en ellas animales dañosos,
porque nunca los criaron, aunque
en algunas de ellas habitaban
los soberbios camellos corcovados.
Por sus aires volaban varias aves
de música sonora, y muchedumbre
de aquellos vocingleros pajaruelos
que por canarios los celebra el mundo.
[…]
Tienen grandes arroyos de aguas claras,
con cuyo riego yerbas olorosas
brotan, y esparcen matizadas flores
el poleo vicioso, el blando heno,
el fresco trébol, toronjil, azándar,
el hinojo entallado y el mastranto.
Sube la yedra, y el jazmín se enreda,
y se entreteje la violeta, y hacen
un bello tornasol con alhelíes
en los espesos y frondosos árboles.
Llamáronlas los Campos Elíseos,
diciendo que el terreno Paraíso,
del ímpetu del golfo y mar cubierto,
entre ellas tiene su glorioso sitio.
Yace en medio de todas, como a donde
consiste la virtud, la gran Nivaria,
famosa Tenerife, que en ser fértil,
más bien poblada y de mayor riqueza,
a esotras seis con gran ventaja excede:
es mi querida y venturosa patria,
y de ella, como hijo agradecido,
más largamente, antigüedad, grandezas,
conquista y maravillas raras canto.
Tiene entre lo más alto de sus cumbres,
un soberbio pirámide, un gran monte,
Teida famoso, cuyo excelso pico
pasa a las altas nubes, y aun parece
que quiere competir con las estrellas;
[…]

CANTO III

Ya cuando el alba bella amanecía,
víspera alegre del florido mayo,
a las anales fiestas y placeres
se prevenían los nivarios príncipes.
Sale Dácil, la hija de Bencomo,
doncella hermosa, de su reino y corte
a la vega do estaba la laguna
con la licencia de su caro padre;
y el capitán Sigoñe, y cien soldados
en guarda suya, porque allá desea
tener las fiestas del alegre día;
hace con su presencia el prado ameno,
más bello, deleitoso y apacible;
pero todo le da melancolía,
que el alma siente de un cuidado aflicta.
Díjole Guañameñe el agorero,
que un personaje de nación extraña
que por la mar vendría al puerto y sitio
marítimo, Llamado Añago entonces,
de ser había al fin de mil desastres,
guerras, batallas, cautiverio, y muertes,
su amado esposo, en dulce paz tranquila;
parecióle ser cosa, aunque creíble,
de suceder difícil, y a esta causa,
la soledad le agrada de aquel bosque,
y no el bullicio de la corte alegre.
Es de muy poca edad, gallardo brío,
tiene donaire, gracia, gentileza,
frente espaciosa grave, a quien circuye,
largo cabello más que el sol dorado,
cejas sutiles, que del color mismo
parecen arcos de oro, y corresponden
crecidas las pestañas a sus visos,
los ojos bellos son como esmeraldas
cercadas de cristales transparentes,
entreveradas de celosos círculos;
[…]
Al fin, desde un robusto y alto monte,
cercano a la laguna, atenta mira
del mar inquieto las revueltas ondas;
contempla en él el bien de su ventura
y pensativa y lastimada dice:
“Incierto mar, no sé si es bien que crea
que atesoras el bien de mi esperanza,
que aunque en creer es fácil quien desea,
temeraria es la incierta desconfianza;
dudosa estoy cómo posible sea,
estar entre tus ondas de mudanza,
aquel que ha de venir a ser constante,
mi dueño, esposo y verdadero amante.
Las aguas apresura porque venga
con más presteza, mira que lo espero
y es muerte el esperar, no lo detenga
tu inquieto movimiento, porque muero,
aplaca ese rigor lo que convenga,
y traime ya a mi amado forastero,
que lo desea y ama el pensamiento,
y amar y desear es cruel tormento…”
[…]

CANTO V

[…]
Esta mañana alegre y deleitosa,
primero día del florido mayo,
estaban los navíos españoles
surtos en el seguro y quieto puerto
de Añago al dulce abrigo de la tierra,
y en ella en larga playa el grueso ejército
con gran concierto y militar recato.
El capitán Gonzalo del Castillo,
con veinte de a caballo, de pie, a treinta,
estaba en la espaciosa vega y bosque
de la laguna, que del puerto dista
tres millas, bien ajeno del peligro
que pudiera venirle a divisarle
aquella noche la soberbia gente
que guardaba a la bella infanta Dácil,
para lo propio el capitán Sigoñe
del reino de Taoro, que eran todos
doscientos valerosos naturales.
[…]
Dácil estaba cerca de la fuente,
que tiene en sí la falda de una sierra,
cuyas vertientes claras decindiendo
llevaba al lago un bullicioso arroyo,
y era el espeso bosque tan cerrado
que no se divisaba en él la gente.
Cerca de aquel lugar, en la ladera,
junto a la fuente, la española escuadra
hacía una gran presa de ganado,
para llevarla sin rüido al puerto:
[…]
Apártase Castillo a entretenerse
en tanto por el bosque y prado ameno,
mide con cortos y vagantes pasos
acá y allá, y las vertientes sigue
del agua que desciende de la fuente,
a quien cercaban árboles espesos. […]
Gozaba Dácil del alegre sitio,
sentada encima de la peña misma
en lo más alto de ella, entre las flores,
mirándose en las aguas de la fuente
donde hacía una agradable sombra
como en espejo de cristal purísimo.
Oía el murmurar del claro arroyo
que dende allí, tomando su principio
bajaba al hondo y espacioso valle,
y de las aves la sonora música;
mas pensativa estando sola y triste
con el cuidado en el suceso nuevo
de los recién venidos, mira atenta
y ve subir hacia la fuente un bulto
extraño al parecer de su ignorancia.
Era el famoso capitán Castillo
que ajeno de ser visto y descuidado
iba llegando cerca de la fuente,
y así diciendo lleno de alegría:
“¡Oh isla afortunada! ¡Oh fértil tierra,
cuán grata y bella que a mis ojos eres,
mayores glorias tu pobreza encierra
que España con sus prósperos haberes;
[…]
Diciendo aquesto estaba ya muy cerca
de la agradable fuente; pero Dácil
tiene los ojos puestos en su aspecto.
Túrbase en ver aquel gallardo brío,
pulido traje y militar arreo,
tan diferente en todo a su costumbre
que con dificultad juzga ser hombre;
quiere huir y teme, y así dice:
“Cielo, ¿qué será aquesto que aquí veo?
¿Qué puedo hacer? ¡Ay,triste,si me siente!
¡Quiero huir! ¡Pero que es hombre creo!
¿ Hombre? Sí, mas extraño y diferente;
combate mi temor con mi deseo,
un extranjero tengo ya presente.
[…]
Mientras entre sí Dácil discurría
aquestos y otros tales pensamientos,
llegó Castillo a la agradable fuente:
deléitase con ver el agua clara
que salta, hierve y hace quietas ondas;
descalzase los guantes de gamuza,
baña las manos y refresca el rostro,
saca el lenzuelo, enjúgase y descansa.
Contempla el agua pura, y clara en ella
al vivo la figura de su sombra,
y advierte junto a sí la que la Infanta
hace también encima de la peña:
a todas partes mira quién la causa
pero no puede verla, que lo impiden
las verdes ramas de los frescos árboles,
y así confuso y admirado dice:
”Un bulto soy, pero dos sombras
veo en el agua; aquesta cierto es mía;
mas tú ¿quién eres, sombra que me asombras?
¿Qué es esto, loca y vana fantasía?
Entre las flores, como sobre alfombras
bordadas de preciosa pedrería
parece está sentada una pastora;
¿pastora? Sí, y aun se mueve agora.
¡Vista notable! pero en el contorno
de aquesta fuente sólo a mí me veo;
aguas, ¿qué es esto? Mas a mirar torno;
allí la sombra está y aunque el arreo
de la zagala es poco y sin adorno,
parece clara con la sombra obscura
y peregrina y rara su hermosura.
[…]
Tanta fue de Castillo la porfía,
que no pudo encubrírsele la Infanta,
que al fin quitó las ramas con las manos,
que le impedían su agradable vista:
admírase de verla y dice a voces:
“No se engañaba, no, mi pensamiento;
¡o, santo cielo! ¡qué zagala bella!
Sin duda que lo es y a lo que siento
muestra ser noble el grave aspecto della.
Mírame, aunque turbada, y de su asiento
se ha levantado: ¿iráse? Es una estrella:
no la quiero perder antes seguilla,
que su beldad me llama y maravilla”.
Habíase ya Dácil levantado,
viendo que la miraba el caballero;
mas él dejó la fuente y fue siguiéndola
con presurosos y turbados pasos:
llégase cerca della, considera
su traje extraordinario, y sobre todo
la rara y no compuesta hermosura,
y ella se estaba en él embelesada,
vencida y llena de vergüenza honesta.
Sienten los dos un no sé qué de gloria
mezclado a un sí sé qué de pena y ansia;
saltos da el corazón dentro en sus pechos
y ambos se juzgan por aficionados.
Quiere Castillo hablar, mas dificulta
que le pueda entender ni responderle,
cierto de que sus lenguas son contrarias:
mas vencido de amor y del deseo,
que a lo que es más difícil persuaden,
le dice tiernamente estas palabras:
” Ángel o serafín en forma humana,
o cifra de la misma hermosura
en la belleza y partes soberana, y solamente humana en la figura;
si mi humildad vuestra grandeza allana,
ved que mi alma en vos se transfigura,
para gozar de vuestra vista bella:
no lo extrañéis, transfiguraos en ella
[…]
Es propio a la humildad siempre vencerse
y es de suyo agradable la belleza
y es lo que agrada fácil de quererse;
el querer es amor , y amor firmeza;
ángel sois vos y fuego en que me inflamo;
miradme:amando entenderéis que os amo.
No ignoro que extrañáis mi oscura lengua,
pues no me respondéis; mas el conceto
de la fe de mi amor no queda en mengua,
pues entendéis del alma lo secreto;
testigos son mis ojos como lengua
del corazón del amoroso efeto
de que sois causa en mí;¿pero estoy loco?
Qué es esto a que me incito y me provoco?
[…]
A todo aquesto Dácil pensativa
dudando estaba en qué determinarse
y en confuso discurso entre sí dice:
“Parece que me habla aficionado
mas no lo entiendo en cuanto dice, nada;
sin duda debe ser enamorado,
pues con tal brevedad de mí se agrada.
¿Qué le responderé? Mas si ha hablado
sin entenderle yo, desengañada
estoy de que tampoco a mí me entienda;
mas ¡ay! ¿si es este aquél, de quien soy prenda?”
Castillo, sin temor, de amor vencido,
larga la rienda a su deseo, y llega
a tomarle la mano con la suya:
Dácil consiente, y para demostralle
algún amor, la aprieta, y él le dice:
“¿La mano me apretáis? Con este aprieto
(prenda dichosa) rematáis mi alma.
Bien habéis entendido su conceto,
aunque nos tiene así la lengua en calma.
A vuestro amor rendido estoy sujeto;
vos consentís, pues ya me dais la palma;
conmigo iréis, que vais conmigo quiero.

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