« Inicio / Archipiélago de las letras / Sebastián Padrón Acosta
Sebastián Padrón Acosta es un significativo intelectual tinerfeño de la primera mitad del siglo XX. Pieza clave en los estudios canarios durante este periodo, su importancia se fundamenta principalmente en dos vertientes dentro del ámbito literario: ser representante de la prosa modernista durante sus comienzos como escritor, y ser figura pionera en la historización y la crítica literarias canarias, especialmente con sus concienzudos trabajos teóricos a partir de 1936.
Sebastián Ignacio Padrón Acosta (Puerto de la Cruz, 1900-Santa Cruz de Tenerife, 1953) vivió su niñez en el Puerto de la Cruz, si bien pasaba algunas temporadas en el cercano núcleo de Santa Úrsula. A los trece años comenzará su vida como seminarista en La Laguna, enclave en el que también se activará la andadura de escritor, poco antes de su momentánea renuncia a ser cura por una crisis que lo alejaría de las paredes del estricto y carcelario seminario, entre 1919 y 1924, aunque nunca del sentido religioso, que había arraigado en él desde jovencito y que con él viajaría hasta la perpetuidad. En la Ciudad de los Adelantados crecerá (sobre todo desde el periódico Gaceta de Tenerife) su carrera de literato y conocerá a numerosos intelectuales, mayores que él, a los que siente como afines en variados motivos, sobre todo en lo relacionado con Canarias y su pasado. Todo ello coincidiendo más o menos con el inicio de los estudios de Bachillerato y la realización del servicio militar en el destacamento de La Orotava, entre 1921 y 1924. El fin de este servicio lo llevará de nuevo a continuar y a acabar la carrera del sacerdocio.
Como religioso tendrá presencia primero en la isla de El Hierro (1928-1929) y a continuación en la capital de La Palma (1929-1931). En los inicios de la República es destinado a su pueblo de origen, el Puerto de la Cruz, para luego pasar una muy corta estancia en el Noroeste tinerfeño, concretamente en Los Silos. Poco después aterrizará en Santa Cruz de Tenerife, donde vivirá hasta el final de su existencia. Llamativamente nunca sería cura principal de parroquia alguna.
Los comienzos en Santa Cruz de Tenerife se corresponden con los años previos a la Guerra Civil. La victoria bélica de la derecha tendría que ser, en principio, una buena noticia para sus creencias religiosas e ideas políticas, aunque la tendencia vital que nos transmite a lo largo de los años 40 es de desgana existencial, por instantes acusada, y que el progresivo cambio social hacía exasperar aún más. Tal vez fueran la escritura literaria, las artes plásticas y la investigación histórica en ambos ámbitos las actividades que más le ilusionarían en aquellos tiempos, de tal manera que su madura labor cultural divulgativa e intelectual en la Segunda Etapa de su obra (1937-1953), hasta su propia muerte, poseerá una enorme intensidad, tal y como reflejan sus colaboraciones en las publicaciones periodísticas y especializadas de la época, por ejemplo en La Tarde o en la imprescindible Revista de Historia lagunera; e incluso en sus colaboraciones periódicas en Radio Club Tenerife, desde la que fue pionero como difusor de la literatura y la poesía canarias.
Lo veremos por ese tiempo entregado a la labor docente con los más jóvenes, de quien se convertirá en el mayor de los mentores líricos de la capital tinerfeña de la posguerra. Asimismo lo hará con algunos artistas plásticos, a quienes va a impulsar con frecuencia en el día a día y desde los periódicos en los que colaboraba.
Los últimos años de la existencia se encerrará en su casa del barrio de Cuatro Torres –por la que pasaban no pocos amigos del ámbito de la cultura– entre tabaco, café, libros e infinidad de papeles.
Su actividad como escritor es, a grandes rasgos, la más importante de las que ejerció en su proceso humano, tanto por la trascendencia que a ella le dio el propio autor como por el tiempo que dedicó a la misma, aparte de que fue la que hizo que su nombre se elevara por encima del desconocimiento. La labor de literato (poeta, novelista, dramaturgo, crítico, historiador y difusor literario) nunca será abandonada y poco a poco fue armándose y enriqueciéndose, sobre todo como investigador de la realidad literaria canaria.
En la obra de su Primera Etapa (1918-1936), mayormente publicada en las hojas de la prensa e ignorada hasta ahora, visualizamos un preponderante uso de la prosa poética que nos acerca a uno de los pocos representantes de la narrativa en el modernismo isleño. Las características de esta escritura están movilizadas alrededor de un centro generador con cierta perspectiva mística: el rechazo hacia la sociedad moderna por su falta de valores espirituales. Ello supondrá la vivificación de una crítica social que tiene como perspectiva de ataque y como horizonte utópico, principalmente, los principios religiosos del Catolicismo. Por otro lado, unido a esta crítica de la actualidad, hay un apego a los tiempos remotos, por lo que no ha de extrañarnos durante toda su carrera el cultivo de la escritura regionalista encarnada en el mundo de los antiguos canarios, más que nada dentro del formato romántico de la leyenda (su serie Leyendas canarias y su obra de teatro inédita Guayjarco son ejemplos palpables).
La actividad crítica ejercida sobre todo en la Segunda Etapa, por la que será reconocido posteriormente, alcanzará cierta importancia cuando avanzamos hacia la Guerra Civil. Será en el campo concreto de la Literatura Canaria donde se sucederán los más destacados logros, que tomarán cierto cuerpo trascendente ya en algún ensayo anterior a 1936 como “Las poetisas canarias”, escrito pionero sobre la literatura insular hecha por mujeres. Sus investigaciones y ensayos de numerosas figuras y tantos aspectos del arte literario del Archipiélago (con especial empeño en el siglo XIX, por el que sigue siendo autoridad asiduamente consultada), muestran en nuestra coordenada de los años 40 del siglo XX caracteres particulares más o menos novedosos en relación a la metodología crítico-histórica utilizada por nuestro autor, en una estela conscientemente continuadora –hasta cierto punto– de los trabajos sustanciales de Ángel Valbuena Prat y de Agustín Millares Carlo. Algunos aspectos notorios de su labor, entre otros tantos, son los siguientes: no quedó al margen de sus estudios la tradición oral, concretamente en Musa popular canaria. La copla (1946); su antología Cien sonetos de autores canarios (1950) es, sin duda, una protohistoria de la literatura de las Islas a partir del esquema estrófico del soneto, amén de presentarse como la primera antología de Literatura Canaria tras las decimonónicas de Carlos de Grandy y de Elías Mujica; y, en definitiva, es propiamente quien primero hace una historia del género dramático en las Islas hasta finales del siglo XIX, en su póstuma El teatro en Canarias. La fiesta del Corpus (1954).
Uno de los rasgos significativos de la pluma crítica del cura escritor es la reiterada presencia del lirismo en escritos donde se presupone la fría objetividad (“aun cuando Sebastián Padrón Acosta no hubiese nunca escrito versos, su culto poético se habría evidenciado en gran parte de sus trabajos en prosa, de la que fluye, como de un íntimo hontanar recóndito, un venero de auténtica poesía”, decía Luis Álvarez Cruz en 1950). Casos nítidos de ello son muchas partes de su ya clásico Poetas canarios de los siglos XIX y XX o la ristra de estudios particularizados como los dedicados a José Tabares Bartlett o Domingo J. Manrique, entre otros.