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Pilar Lojendio (Santa Cruz de Tenerife, 1931-1989) fue una de las voces más conocidas de su tiempo, especialmente durante las décadas de los años 60 y 70. Desde muy joven, participó activamente en la vida cultural, ligada a nombres como Domingo Pérez Minik, Andrés Pérez Faraudo y Pedro García Cabrera, entre otros. Sin embargo, su compromiso artístico no le impidió sufrir las represiones impuestas a su género. Su poesía, caracterizada por un complejo simbolismo, nos adentra en el mundo de lo cotidiano desde un punto de vista duramente existencial y no exento de crítica. Buena parte de su obra aún permanece inédita.
Pilar Lojendio nació en Santa Cruz de Tenerife el 23 de mayo de 1931 y falleció en la misma ciudad, el 25 de julio de 1989. Según se recoge en la información recabada por su hija, María Teresa Mariz Lojendio, su genealogía familiar establece lazos con autores como José de Anchieta, José de Viera y Clavijo, José Clavijo y Fajardo, Ángel Guimerá y Diego Crosa y Costa, “Crosita”.
Ya desde niña escribía relatos, y con quince años realizó sus primeros escarceos en la poesía. Gracias a su amiga Altagracia De Lorenzo-Cáceres (“Altita”) entró en contacto con el ambiente cultural de la época, con figuras como Julio Tovar, Andrés Pérez Faraudo, Domingo Pérez Minik, Eduardo Westerdhal, y Pedro García Cabrera, entre otros. Los autores quedaron sorprendidos por sus versos, y enseguida pasó a formar parte de la tertulia “La Gaditana” de la capital tinerfeña. No hubo de pasar mucho tiempo para que llegasen sus primeras publicaciones: en 1954 aparecieron cuatro de sus poemas en la revista Gánigo, y a partir de ese momento se hizo habitual en diarios y revistas, tanto canarias como peninsulares (Mujeres en la isla, Nosotros, Gaceta semanal de las artes, Alaluz, Tagoror literario, Caracola, etc.).
Su primera intervención pública tuvo lugar en marzo de 1955, en el Ateneo de La Laguna. Hasta principios de los años 70, su presencia en la vida cultural era constante y muy activa, a pesar de haber contraído matrimonio en 1956. Sin embargo, a partir de la década de los 70 y hasta la publicación de La lengua del gallo, en 1984, su actividad pública descendió considerablemente, dedicándose más a su vida familiar, aunque sin abandonar la poesía, que entendía como un compromiso consigo misma. Fruto de ese compromiso y ese esfuerzo fue el premio “Julio Tovar” que recibió en 1969, por su libro Almas de piedra.
Pero su actividad artística no se limitó al ámbito literario. Durante 1969 y 1970, Pilar colaboró activamente con el grupo de mimo “Los ambulantes”, fundado por la Asociación Tinerfeña de Sordos y dirigido por Eduardo Camacho. Con ellos llegó a representar algunas obras de su autoría. Su presencia en los círculos artísticos e intelectuales era muy apreciada. Se la requería en presentaciones, inauguraciones y certámenes, en lugares concurridos, como el Círculo de Bellas Artes, en Santa Cruz, o el Ateneo de La Laguna, entre otros. No hay que olvidar, tampoco, su estrecho vínculo con el grupo “Nuestro Arte”, nacido en los años 60 y entre cuyos componentes se encontraba la escultora María Belén Morales, a quien la unía una profunda amistad.
Un aspecto desconocido de su trayectoria artística es el interés que tuvo por estudiar a sus predecesoras. Entre los muchos proyectos que abordó, se encontraba una investigación sobre la presencia de la mujer en la poesía canaria, “el porqué de la poesía en unas señoras que vivieron en una época en donde las labores, el té, la vida social, era lo importante”, según apuntaba en una entrevista anónima y sin fechar, probablemente de los años 70. Sin embargo, algunas cuestiones como la negativa de las familias a la hora de proporcionarle información hicieron que abandonase la tarea. Entre las autoras que se proponía estudiar se encontraban Josefina de la Torre, Ramona Pizarro, María Joaquina Viera y Clavijo, Isabel Poggi, Victorina Bridoux y Pino Ojeda, entre otras. Fue esta una preocupación destacable, según se puede extraer de sus palabras en la entrevista inédita anteriormente señalada: “Hay personajes muy interesantes pero para eso no hay nada más que ir al acervo municipal. Luego seguía con las de nuestro tiempo, pero es que hasta hace unos diez o doce años las mujeres no se atrevían a publicar, por lo menos, sobre todo, en Tenerife, yo fui un especimen [sic] extraño, yo luché por eso y no saqué nada, claro, pero hoy afortunadamente hay un montón de mujeres que salen a la palestra, eso es importante.” (http://pilarlojendio.blogspot.com/search/label/Anonimo.%20Sin%20fecha)
Tras su muerte, la voz de Pilar fue cayendo en el olvido, rescatada por la publicación muy intermitente de su obra, primero en 1990, por el Gobierno de Canarias, y más tarde, en 2004, por la Biblioteca Julio Castro de Autores Canarios. Gracias al desarrollo de los estudios de género, en las últimas décadas su palabra ha podido recuperarse.
La obra de Pilar Lojendio es breve, pero intensa. Seduce por una aparente simplicidad, bajo la cual se enmascara el dolor, el desgarramiento vital y la indefensión ante el sinsentido de la vida. Su primer libro no dejó a nadie indiferente. Se trató de un acto de valentía, pero no por la pasión o el erotismo al que haría referencia buena parte de la crítica del momento. Muy al contrario, Ha llegado el esposo (1964) no constituye una confesión íntima “femenina”, por lo menos no de la forma en la que se podía entender esta en la década en la que se publicó. En un sentido irónico, casi sarcástico, el título se convierte en un doloroso cuestionamiento de los roles sexuales, de los tópicos presentes en una sociedad puritana y conservadora, heredera del modelo tradicional femenino restablecido durante los años 50 del siglo XX. De ahí que el duro significado que cobran versos como “[…] Tu cuerpo está mustio del trabajo del día / pero debes reponerlo antes que oigas su voz / en la calzada. […]”, pertenecientes al poema que da título al libro y cuyos ecos aún resuenan en las mentes de muchas mujeres aquejadas por lo que Betty Friedan llamó “el malestar que no tiene nombre”.
La novedad de su poesía, lo que realmente pudo remover conciencias y espíritus en el momento de su publicación, no fue el ardor de algunos versos eróticos ni las referencias a la pasión amorosa. Lo que realmente planteó –y sigue planteando– su obra, lo que puso en entredicho, de una manera tremendamente simbólica, fue el papel de la mujer, de ella misma como poeta, en un mundo mayoritariamente masculino. No encontraremos en sus versos rasgos similares a los utilizados por muchas de las escritoras anteriores: ni las estrofas clásicas, ni los temas asociados tradicionalmente al mundo femenino, ni las imágenes, ni el tan manido “intimismo” con el que tantas veces se ha designado a las obras escritas por mujeres. Ninguna de estas características pueden describir una obra que destaca por la abundancia de metáforas, recursos y juegos rítmicos que continúan más la línea de Rosario Castellanos que la de Josefina de la Torre.
No es posible, por tanto, enmarcarla dentro de un movimiento literario preciso, como a algunos de sus coetáneos. Aunque su obra beba de las Vanguardias, no se puede afirmar que su obra sea surrealista, como ha sostenido la mayor parte de la crítica. Tampoco es posible colocarla dentro de la llamada Generación del mediosiglo. Tanto los cuatro poemarios que publicó en vida (Ha llegado el esposo, 1964; Tres Poetas, 1970; Almas de Piedra, 1970 y La lengua del gallo, 1984) como los editados tras su muerte (Invierno de la Piel, 1990 y Te busco desde la Aurora, 2004) pertenecen a una trayectoria poética propia, de difícil ubicación dentro de nuestra historia literaria. Y eso, precisamente, es lo que le da el carácter más genuinamente original.