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La ausencia de su isla natal, a la que regresa de vez en cuando, marca una impronta en la poesía de Ana María Fagundo, de tal manera que, junto a la celebración por la palabra que le ha sido concedida, aparece la nostalgia de una isla que se hace más presente en la distancia.
Ana María Fagundo nació en Santa Cruz de Tenerife el 13 de marzo de 1938.
En 1955 obtuvo el título de Perito Mercantil y, tres años después, el de Profesora Mercantil.
En 1958, conseguida la beca Anne Simpson, marchó a California para estudiar en la Universidad Redlans, donde se graduó en 1963 en la especialidad de Literatura Inglesa y Española. Luego pasó a estudiar en las Universidades de Illinois y Washintong y, en 1967 obtuvo el doctorado en Literatura Comparada, ejerciendo como docente en la cátedra de Literatura Española de la Universidad de California, Riverside, desde 1967 a 2001.
Durante este periodo publica numerosos trabajos sobre literatura española, hispanoamericana y norteamericana, y fue, además directora-fundadora de Alaluz, revista literaria en la que siempre tuvieron cabida los escritores de las Islas.
Además supo compaginar su trabajo como catedrática con la creación poética, publicando doce libros de poemas entre 1965 y 2008. Su incursión en el campo de la narrativa se tradujo en su único libro de cuentos, La miríada de los sonámbulos (1994).
Como parte de su labor crítica ha publicado numerosos ensayos sobre la literatura española de la posguerra, así como dos libros sobre literatura norteamericana o el titulado Literatura Femenina de España y las Américas (1995).
En 1996 fue merecedora de la medalla “Lucila Palacios” del Círculo de escritores de Venezuela y, en 2005, se le concede el premio “Isla” del periódico canario La Opinión. Sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, portugués, italiano, alemán, polaco, lituano y chino.
Muere en Madrid el 13 de junio de 2010.
Ana María Fagundo afirmaba que el poema era su «vehículo de conocimiento», y es que su poesía es una indagación sobre sí misma, en la que el paisaje o el recuerdo del paisaje de su isla natal, Tenerife, va a configurar ese mundo de afirmación en la existencia.
Una isla que se vuelve escenario real o recordado donde la poeta vierte su constante afán por encontrarse a través de la palabra y, a su vez, indagar en ese mundo en el que vive, en un tiempo, el suyo, que sabe de ausencias y regresos.
La ausencia de su isla natal, a la que regresa de vez en cuando, marca una impronta en su poesía, de tal manera que, junto a la celebración por la palabra que le ha sido concedida, aparece la nostalgia de una isla que se hace más presente en la distancia.
De esta manera, sus poemas se pueblan de paisajes donde el mar, la roca, los cardones, la vegetación de la Isla, sus volcanes, aparecen en un intento de hacer presente, casi tangible, la Isla, con una poesía de gran carga emotiva pero, al mismo tiempo, contenida y sobria, donde lo humano ocupa también un lugar preferente.
Así afirma en su poema «Mi decálogo», perteneciente al libro Trasterrado marzo: «Lo mío siempre ha sido / los niños, los ancianos / los perros / las flores, las plantas, las montañas / el mar y el cielo, / el ser, / la poética palabra». Presencia de lo humano con su carácter perecedero, configurado por el tiempo y el espacio donde el desdoblamiento («Adonde voy / voy conmigo y el poeta») se traduce en una ambivalencia que produce cierta angustia ante la necesidad de ese enmascaramiento, debido a la realidad en la que vive. De ahí que se produzca una reflexión sobre la poesía y el sujeto que la escribe.
Poeta trasterrada, como se calificaba ella misma, es en la lejanía donde mejor se apodera de la isla, con una visión particular que la hace fundirse en ella, ser mujer-isla que nace en cada poema de ese mar que une y que separa y al que siempre vuelve porque sabe que volver a la isla es volver a sí misma.
Desde Brotes, libro publicado en 1965, y a lo largo de toda su obra, se observa la poetización de la isla, que no se reduce solo al aspecto físico sino que configura su razón de ser y de existir. Porque para Ana María Fagundo, la Isla es el espacio fundador de la vida, símbolo del mundo donde se determina ese yo que se identifica con ella.
Por otro lado, y según afirma Silvia Rolle en un ensayo sobre la poesía de Ana María Fagundo, titulado El cuerpo como metáfora en la poesía de Ana María Fagundo: «en el proceso de buscar su identidad y la identidad de todo lo que la rodea, Fagundo inscribe su propio cuerpo en el texto poético, afirmando así, con su presencia, la presencia de la mujer negada o silenciada a través de la historia».
Y entre otras cosas, para reafirmarse, la poeta construye un espacio poético y utópico: Chanatel, que incorpora al título de su libro Desde Chanatel el canto (1981), isla íntima donde Ana María Fagundo encuentra consonancia con el mundo y consigo misma. Un espacio en el que el amor es la fuerza que lleva a la poeta a darle sentido a su camino vital.
En palabras de Martínez Herrarte: «La poesía de Ana María Fagundo ahonda en unos pocos temas universales que forman un todo coherente de prístina claridad, un mundo poético total que va decantándose y profundizando cada vez más a lo largo de los años, enraizada en su tierra natal, en su paisaje nutricio Chanatel, en su desnuda intimidad…».
Su último libro Materia en olvido, publicado en edición bilingüe (español-inglés) en 2008, según la propia autora: «Es mi testamento poético y, por tanto, es mi última voluntad, es decir, en él se encuentran mis conclusiones después de una ya dilatada vida y es por ello por lo que ya no deseo publicar ningún poemario más».
Así, este libro se convierte no solo en la confirmación de su cohesión poética, sino también en una reflexión sobre la fragilidad de nuestra existencia.